Historia: Los límites del odio: qué pasó con los japoneses en los submarinos americanos. Noticias de Alma, Corazón, Vida
Historia: Los límites del odio: qué pasó con los japoneses en los submarinos americanos. Noticias de Alma, Corazón, Vida. Fue el historiador John Dower quien definió la batalla en el Pacífico como una guerra sin piedad. Pero incluso en uno de los frentes más violentos hubo lugar para algo inesperado
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Los que la hayan visto, con total seguridad recordarán ‘Los hombres detrás del sol’ de Tun Fei Mou (1988), una de las películas más desagradables de la historia. En ella se ilustraban con profusión de detalles las torturas y experimentos que los ocupantes japoneses realizaron en el noroeste de China. También es probable que en la cabeza de los espectadores se haya quedado grabada ‘Infierno en el pacífico’, aquella película de John Boormanen la que un americano (Lee Marvin) y un japonés (Toshiro Mifune) se veían obligados a convivir y ayudarse en la isla del Pacífico a la que han ido al parar después de una batalla naval durante la segunda guerra mundial.
La realidad parece acercarse más a la bonita historia de Marvin y Mifune que a la de la película gore, como sugiere un artículo histórico escrito por el profesor de la Universidad de Murdoch (Australia) Michael Sturna. Frente a las visiones tradicionales, que dan por hecho el salvajismo de los japoneses y la inclemencia de los americanos, que no en pocas ocasiones se olvidaron de la Convención de Ginebra a la hora de obtener información de sus prisioneros, la investigación publicada en el ‘Journal of Contemporary History’ asegura que “la experiencia de los prisioneros japoneses en los submarinos americanos sugiere que el odio pudo ser superado una vez los combatientes pasaban tiempo juntos”.
Los japoneses habían sido entrenados para creer que la rendición conducía indefectiblemente a su ejecución a manos de los enemigos
Fue el historiador John Dower quien definió la batalla en el Pacífico como “una guerra sin piedad”. Alrededor de una cuarta parte de los prisioneros británicos y americanos murieron en cautiverio, por tan sólo un 4% de japoneses. Sin embargo, son abundantes las historias en las que los nipones eran asesinados después de rendirse. Como señala la investigación “se creía que los soldados japoneses preferían la muerte a la rendición y que utilizarían cualquier medio posible para matar a sus captores”. Además, corrían terribles historias sobre las “atrocidades” japonesas, lo que contribuía a su deshumanización ante los ojos extranjeros.
En realidad, y a pesar de las excepciones, parece ser que “las reacciones de los tripulantes a los eventos reales podían ser muy diferentes a su condicionamiento por los productos culturales”. En muchos casos, los prisioneros y los captores colaboraron para evitar ser víctimas de trampas. Los americanos, por un lado, habían recibido la orden de seguir escrupulosamente la Convención de Ginebra, y aunque en muchos casos sus preceptos se olvidaron, “las relaciones entre prisioneros y tripulantes era en general amigables”. Los japoneses, por su parte, habían sido entrenados para creer que la rendición era no sólo una vergüenza para ellos, para su nación y para su país, sino que conducía indefectiblemente a su ejecución a manos enemigas. Por otra parte, algunos soldados aliados eran tan despiadados que debían recibir recompensas en forma de alcohol, vacaciones o Medallas de Bronce por tomar prisioneros.
Por lo general, “la prohibición contra la confraternización era generalmente ignorada por las tripulaciones de los submarinos; no hay duda de que por su propia diversión, los marinos se mostraban generalmente dispuestos a interactuar con los prisioneros a bordo”. Las relaciones, obviamente, no eran de iguales –muchos se convertían en sus “mascotas”–, pero por lo general, la realidad solía acabar con los prejuicios militares. Aquí presentamos cinco historias que resumen bien la peculiar y, en ocasiones, inspiradora relación entre militares y sus prisioneros con el Pacífico ensangrentado como telón de fondo.
Vida de Gus
El 29 de mayo de 1943, el Tambor, un submarino de la armada estadounidense, torpedeó el carguero Eika Maru en el golfo de Tonkin. Tan sólo hicieron un prisionero, un hombre que se rindió después de que los militares ametrallasen el agua a su alrededor. No se puede decir que el recibimiento fuese caluroso: una vez a bordo, se le condujo a punta de pistola hasta la sala de torpedos y se le arrojó sobre una banqueta mientras se le apuntaba con un revólver en la cabeza. Desesperado, se arrojó de rodillas y suplicó a su captor que acabase pronto con su vida. En lugar de hacerlo, el guardián bajo la pistola y le ofrecieron un poco de whisky, que tomó después de comprobar que no estaba envenenado, al ver a un americano bebiendo de él.
Los días pasaron y Gus, como lo llamaban los militares, se ganó la simpatía de la tripulación y empezó a colaborar en los quehaceres diarios. Al parecer, gritaba ‘¡banzai!’ cada vez que el submarino atacaba, y no necesariamente para animar a sus compatriotas. Un mes después, el 27 de junio, fue depositado en la base de Australia con un peto, una sudadera de los Brooklyn Dodgers y una gorra de marinero. “Antes de abandonar el submarino, el prisionero dio la mano e hizo una reverencia a cada miembro de la tripulación”, explica el autor. “Al parecer, esta se mostró triste cuando los marines se llevaron a Gus esposado y con una venda en los ojos.
“Un buen tipo”
Un par de años más tarde, el 11 de junio de 1945, el Flying Fish volvió sobre los restos del Meisei Maru para rescatar algún prisionero. Allí encontraron a un hombre uniformado que rápidamente fue arrojado al submarino, donde le desnudaron por completo para raparle el pelo y el vello púbico. Mientras superaba la primera impresión, un marino le entregó un cuchillo mientras le indicaba con un gesto que debía hacerse el hara-kiri.
Poco a poco, sin embargo, la actitud de la tripulación empezó a cambiar, especialmente después de que liquidasen un par de barcazas. “Era raro para la tripulación ver los efectos de sus armas de tan cerca, y en esta ocasión parece que el incidente provocó empatía, incluso culpa”. A partir de entonces empezaron a tratar mejor a Siso Okuno, como se llamaba el prisionero, aunque se refiriesen a él como So-So (“un buen tipo”, como escribió uno de los tripulantes en una carta). Como más tarde descubrieron, puesto que el prisionero sólo sabía decir en inglés “thank you, sir”, este tenía 34 años, estaba casado y tenía cuatro hijos.
Unas semanas después, el 30 de junio, el prisionero desembarcó en Midway y dejó una carta en la que mostraba agradecimiento hacia la tripulación
Como ocurría con Gus, ayudó a las labores diarias de la tripulación, pero también a limpiar los lanzatorpedos, lo cual contravenía la Convención de Ginebra, que establecía que los prisioneros no podían verse envueltos en actividades relacionadas con armamento de guerra. Unas semanas después, el 30 de junio, el prisionero desembarcó en Midway y dejó una carta en la que mostraba agradecimiento hacia la tripulación del Flying Fish. En ella aseguraba que había muerto el día que fue capturado, pero también se refería a la “enorme capacidad para la amistad” de sus captores.
El traductor
El 8 de julio de 1944, el Tautog, otro submarino americano, torpedeó el Matsu Maru, y entre sus restos encontraron a un hombre al borde de la muerte que fue rápidamente conducido a la embarcación. No era más que un marino que cargaba leña de Tokio a Hokkaido y, por ello, rápidamente se le encontró un hueco entre la tripulación como camarero. Sin embargo, pronto le encontrarían otra dedicación, como ocurrió a muchos de los prisioneros nipones durante la segunda guerra mundial: traducir a sus compatriotas.
Es lo que ocurrió cuando el submarino fulminó el Hokuriu Maru, otro carguero que transportaba aceite de coco. En apenas unas semanas el prisionero había aprendido el inglés suficiente como para traducir a dos de los seis tripulantes que fueron atrapados –los otros cuatro fueron liberados prácticamente en el acto–, dos jóvenes de apenas 19 años que pasarían los siguientes días limpiando y puliendo el submarino. El 10 de agosto llegarían a Midway con unos cuantos kilos más de los que tenían al entrar. Según uno de los americanos, ya era en ese momento “parte de la tripulación”.
Mush el Sucio
Dudley Walker “Mush” Morton es uno de los comandantes de submarinos más recordados de la segunda guerra mundial. Al frente del Wahoo logró acabar con 19 embarcaciones japonesas antes de desaparecer el 11 de octubre de 1943 mientras patrullaba el estrecho de La Pérouse. También era célebre por su odio animal hacia los japoneses: en sus naves podía leerse en lugar privilegiado “Shoot the Sunza of Bitches” (un juego de palabras difícilmente traducible a partir de la frase “disparad a los hijos de puta” y “sunza”).
En enero de 1943, el Wahoo lideró un ataque que acabó con cinco barcos enemigos, pero que dio lugar a uno de los hechos más controvertidos de la contienda. Al parecer, el Wahoo emergió después de hundir el Buyo Maru y disparó a los supervivientes que nadaban en el agua. Nada de tomar prisioneros, y animó a la tripulación a disparar a todo lo que se moviese.
Nos sentíamos tan atados a nuestros prisioneros que empezamos a sentir que eran parte de la tripulación
Tan sólo seis meses después el Wahoo derribó un velero y proporcionó ropa, baño y whiskey a los seis supervivientes, entre los que se encontraba un niño de 10 años. A pesar de la dureza que había mostrado anteriormente Morton, se les trató bien. Como confesó el guardia de la embarcación, “era difícil creer las historias sobre carnicerías de soldadosdespués de ver a esos tipos”. Poco a poco el grupo salvaje y los nipones empezaron a intimar: “Nos sentíamos tan atados a nuestros prisioneros que empezamos a sentir que eran parte de la tripulación”.
Una pistola en el Barb
Como ocurría con Dudley W. Morton, Eugene Fluckey era conocido por su desprecio hacia el enemigo oriental. En una carta a su mujer, reconocía “vaya placer es eliminar japoneses… sus ojos rasgados no son ni humanos ni de bestia… podría poner la pistola en la oreja de un japonés y martillar el gatillo sin ningún escrúpulo”.
Sus palabras, sin embargo y afortunadamente, no serían llevadas a la práctica después de hacer un prisionero tras el ataque del transporte naval Koto Maru el 31 de mayo de 1944 con el objetivo de sacarle información. Al principio, todos sus intentos fueron en vano, hasta que Fluckey puso una pistola de calibre 45 sobre la mesa, momento en el que el prisionero reconoció ser el artillero Kitojima Sanji. Desde ese momento la relación fue cada vez más amistosa, hasta el punto de que el prisionero se dio cuenta de que quizá había ido demasiado lejos confesando, por lo que pidió que después de la guerra fuese enviado a EEUU, porque en Japón sería ejecutado. Era algo habitual entre los prisioneros, que temían las represalias al retorno a su país.
El propio Fluckey reconoció en un informe que creía “que se puede obtener más información de un prisionero solitario arrebatado a una muerte segura en las aguas heladas, mientras está agradecido por el bueno trato de sus captores y un poco decepcionado con su país, que después de estar incomunicado durante semanas”. Unas palabras que, firmadas por un tipo tan duro como Fluckey, muestran que no siempre la vía más expeditiva es la mejor y que, no importa la circunstancia, el enemigo es tan humano como nosotros.