II Guerra Mundial: Por qué cayó Francia tan pronto ante Hitler
Solo un mes y medio: la caída de Francia ante las fuerzas de la Alemania nazi fue tan rápida que sorprendió a todo el mundo
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El 1 de septiembre de 1939, la Wehrmacht invadió Polonia. Dos días después, de acuerdo con las declaraciones de garantía a su independencia, Gran Bretaña y Francia declararon la guerra al Reich. Hitler estaba indignado. Joachim von Ribbentrop le había asegurado que ni Londres ni París darían el paso. Dolido, el Führer espetó a su ministro de Asuntos Exteriores: “¿Y ahora qué?”.
Hitler no contaba con enfrentarse simultáneamente a británicos y franceses. Pero, al margen de algunos tanteos, no ocurrió nada hasta el 10 de mayo de 1940. Ese día, las tropas alemanas invadieron Holanda, Bélgica, Luxemburgo y Francia. La previsión de una campaña larga y difícil no se cumplió. Cuarenta y seis días más tarde, tal como habían hecho belgas y holandeses, y después de que el Cuerpo Expedicionario Británico (BEF) fuera reembarcado desde Dunkerque, Francia se rindió.
¿Qué había ocurrido? ¿Cómo era posible que el reputado mejor ejército del mundo hubiera sucumbido en unas pocas semanas? Durante años, los especialistas se han devanado los sesos para encontrar la explicación. Muchos han visto en la Blitzkrieg, la guerra relámpago ya empleada en Polonia, el principal factor de la victoria alemana. No puede negarse, pero la mayor parte de los acontecimientos históricos se producen por un cúmulo de factores.
Una costosa victoria
En 1918, el ejército francés se presentaba como el principal vencedor de la Gran Guerra. Sí, pero ¡a qué precio! Cerca de un millón y medio de muertos y ochocientos mil mutilados diezmaron a toda una generación. No resulta extraño que entre los supervivientes se generara un rechazo frontal a la guerra.
Desde entonces, la política exterior francesa se afanó en buscar la paz por la vía del desarme, como ejemplifica el acuerdo internacional Briand-Kellogg de 1928. Mientras, se volcaban ingentes recursos en la construcción de unas aparentemente infranqueables defensas, la Línea Maginot, en detrimento de una inaplazable modernización de las Fuerzas Armadas.
En la sociedad alemana, por el contrario, anidaba un fuerte deseo de revancha. Cierto que la Reichswehr impuesta por el Tratado de Versalles tan solo tenía cien mil hombres, pero su preparación era excelente y formaban un magnífico cuadro. También se experimentaban nuevas armas en el extranjero, preferentemente en la URSS, y se animaba a los jóvenes a desarrollar actividades –como el vuelo sin motor– con claras aplicaciones militares.
Así, cuando Adolf Hitler llegó al poder en 1933, se encontró con la estructura básica de la futura Wehrmacht ya constituida. Solo faltaba ampliarla. Además, para lo bueno y para lo malo, las fuerzas armadas germanas se hallarían bajo una única dirección, la de su Führer, auxiliado por dos estados mayores (OKW y OKH), lo que propiciaba la unidad de acción y mando.
Las fuerzas armadas francesas, en cambio, dependían de diversos ministerios: Defensa Nacional, Marina, Aire y Colonias, con sus correspondientes intereses. Para evitar fricciones, se creó un Consejo de Defensa Nacional, integrado por políticos y militares, que nunca lograría una coordinación efectiva.
Por otra parte, la moral de los conscriptos franceses, minada por años de propaganda comunista, no era la mejor, y se agravaba por el desdén de sus oficiales. En Alemania, el conjunto de la juventud vio en la lucha con Francia una tarea inaplazable, y se fomentaba la camaradería entre mandos y tropa.
Doctrinas militares opuestas
La doctrina militar francesa era preeminentemente defensiva. Anclada en las experiencias de la Gran Guerra, daba gran importancia a la potencia de fuego en detrimento de la movilidad. Apostó por una poderosa artillería, pero no poseía una doctrina acorazada clara. Los carros de combate medios y pesados se contemplaban como acompañantes de la infantería, y se los distribuía en batallones independientes entre esta, mientras proliferaban los vehículos ligeros.
Tampoco se había perfeccionado la colaboración entre las fuerzas terrestres y aéreas, por lo demás mediocres y con acusada falta de bombarderos transportes. Esto iba a contrastar con los ubicuos Junkers Ju-52 germanos, capaces de avituallar a las unidades en cabeza antes de llegar la intendencia divisionaria.
En realidad, el transporte en ambos ejércitos era básicamente hipomóvil, sin embargo, los alemanes consideraron a la división acorazada (Panzerdivision) como la unidad táctica fundamental. Totalmente motorizada, su función principal era la de propiciar la ruptura del frente con un golpe contundente y sorpresivo en un punto concreto (Schwerpunkt), tras lo cual la unidad debía desparramarse, sin detenerse, por detrás del frente enemigo, destruyendo sus líneas de comunicación, abastecimiento y mando, para desarticular la defensa enemiga. La consolidación se dejaba a otras unidades.
Esto requería un sistema de mando rápido y flexible, en el que, una vez señalado el objetivo, se dejaba libertad de acción a los oficiales sobre el terreno. Aquí el liderazgo resultaba fundamental, como también lo eran el reconocimiento aéreo y las comunicaciones. No en vano, casi todos los carros de combate alemanes tenían radio.
De igual modo, se daba una estrecha colaboración entre las fuerzas terrestres y la aviación, actuando esta como una suerte de artillería volante, algo de lo que los franceses carecieron. Esta nueva forma de lucha sería la Blitzkrieg.
El objetivo belga
En primera instancia, los aliados estaban convencidos de que los alemanes iban a repetir con alguna variante el Plan Schlieffen utilizado en la Gran Guerra: invadir Francia a través de Bélgica, violando su neutralidad, pero, en vez de hacer girar su ala derecha en dirección sur, como en el plan original, lo harían hacia el norte, para conquistar la costa belga.
Para contrarrestarlo, el Estado Mayor francés había elaborado el Plan Dyle-Breda, que preveía situar a lo mejor de las fuerzas francesas, más el BEF, en la defensa natural formada por los ríos Mosa y Dyle, ya en territorio belga, y allí vencer a los atacantes en una batalla defensiva. Habría fuerzas de segundo orden en la frontera francoalemana al amparo de la Línea Maginot y del bosque de las Ardenas, considerado infranqueable.
El caso es que el gobierno belga, a fin de mantener la neutralidad, no permitió que sus aliados situaran las tropas hasta no tener claro que Alemania atacaría, algo que solo supo en el momento mismo de la invasión. En muchos casos, las fuerzas aliadas no pudieron ser desplegadas antes de la llegada de los efectivos de la Wehrmacht.
De todos modos, una serie de circunstancias movieron a los alemanes a cambiar su planteamiento inicial. El general de Estado Mayor Erich von Manstein, que trabajaba en paralelo al OKH, después de consultar al mayor experto en medios blindados del Reich, el general Heinz Guderian, sí creía que los tanques podían pasar las Ardenas.
Manstein elaboró una variante del plan primitivo, que sería conocido como Sichelschnitt (Golpe de hoz). Establecía que el avance sobre Bélgica, y ahora también Holanda, se convirtiera en un ataque secundario a modo de señuelo, para que los aliados enviaran allí a sus mejores fuerzas, mientras el esfuerzo principal se desarrollaba sobre las desguarnecidas Ardenas, con punto de ruptura en Sedán. Una vez conseguido, las unidades acorazadas alemanas deberían dirigirse hacia el norte, envolviendo al enemigo por su retaguardia.
La variante fue rechazada por el OKH, y a Manstein se le cambió de destino para que no molestara. Pero la suerte hizo que pudiera exponer sus ideas al mismísimo Führer, que pronto se las apropió: “De todos los generales a los que hablé del nuevo plan para el frente occidental, Manstein fue el único que me comprendió”.
Tropa y material
El Plan Amarillo (Fall Gelb), como sería conocido, fue, en general, bien ejecutado y superó las expectativas. A ello contribuyó el enemigo. El soldado francés luchó bien, pero su oficialidad dejó mucho que desear. Poco flexible y con un jefe, Maurice Gustave Gamelin, que dirigía la batalla a distancia, le faltó la exploración previa y le fallaron las comunicaciones. La coordinación, no solo entre franceses, brilló por su ausencia, y la tendencia al caos, agravada por los civiles huidos bloqueando las carreteras e impidiendo el desplazamiento de la tropa, fue a más.
En cuanto al material francés, aunque faltaban armas automáticas a nivel de pelotón y compañía, era de buena calidad. Numéricamente, su artillería era superior a la alemana, aunque no disponía de material antiaéreo –en especial, de algo como el polivalente 88 mm germano–. Sí contaba con el excelente antitanque de 47 mm, aunque en cantidad insuficiente.
Sus carros de combate medios y pesados estaban a la altura de los del enemigo, sobre todo el Somua S-35, si bien se veían lastrados por dos graves defectos de concepción: la escasez de radios y una torreta demasiado pequeña. En esta, el jefe del tanque tenía demasiadas tareas: mandar, señalar el blanco, cargar el cañón, apuntarlo y disparar, lo que contrastaba con las amplias torretas de los PzKw III y IV germanos, que permitían diferenciar las funciones de jefe de carro y artillero y se traducían en una mayor eficacia.
Una de las bazas de la Wehrmacht fue su excelente comunicación. Los mandos se hallaban sobre el terreno, se había simplificado la cadena de mando y las informaciones llegaban en tiempo real, lo que facilitaba el apoyo inmediato. Especialmente, el de la Luftwaffe, que pronto se adueñó de un espacio aéreo que la anticuada Armée de l’Air no le pudo discutir.
En realidad, las fuerzas aliadas nunca se encontraron cómodas ante la rapidez del envite alemán. Solo al final comprendieron sus objetivos, y que el único modo de combatir la Blitzkrieg era realizando repliegues en profundidad, con una coordinación de la que carecían, para agotar el impulso enemigo. Era ya demasiado tarde para Francia.
Origen: II Guerra Mundial: Por qué cayó Francia tan pronto ante Hitler