23 noviembre, 2024

Jinetes cosacos: las crueles ‘fuerzas de élite’ zaristas aplastadas por el terror rojo de Lenin

Cosacos en «La despedida», cuadro de Augusto Ferrer-Dalmau – Augusto Ferrer-Dalmau

El 30 de octubre de 1917 (12 de noviembre atendiendo al calendario gregoriano) el derrocado Kérenski trató de recuperar el poder perdido tras la Revolución de Octubre. Lo hizo con la ayuda de unos de los guerreros mejor entrenados de la región. Sin embargo, cayó ante la fuerza de los «Guardias Rojos»

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Ni la furia de unos militares versados como los cosacos le valió a los políticos expulsados por los bolcheviques para recuperar el poder tras la Revolución de Octubre de 1917. El entrenamiento de aquellos jinetes, su armamento, las decenas de contiendas que tenían a sus espaldas… En todo ello confiaba Aleksandr Fiódorovich Kérenski, derrocado presidente del Gobierno Provisional formado en Rusia tras la abdicación del zar Nicolás II, para aplastar a los «Guardias Rojos» que le habían sacado de la poltrona el día 25 de ese mismo mes (siempre según el calendario juliano). Con todo, y a pesar de que se presentó con 700 de estos leales combatientes en las cercanías de San Petesburgo, fue derrotado por los campesinos armados leales a Trotski Lenin. Fue una última y desesperada intentona. Y no le sirvió de nada.

Llegar a esta derrota requiere viajar en el tiempo hasta los comienzos de octubre de 1917. Por entonces, y después de la revolución de febrero y la abdicación de Nicolás II, el país era dirigido por dos organismos. El primero (el oficial) era un Gobierno Provisional liderado por un Kerenski que -en sustitución de su predecesor, Gueorgui Lvov– había prometido llevar la revolución hasta las últimas consecuencias. El segundo (no reconocido, pero con capacidad de movilización) era el de los sóviets, grupos que representaban a obreros y soldados.

Por si fuera poco, entre estos últimos grupos comenzaban a cobrar importancia los bolcheviques, un ala de izquierdas radical controlada por el exiliado Vladimir Illich (Lenin).

Pintura de Lenin frente al Instituto Smolny por Isaak Brodsky

Aunque el poder era compartido «de facto», oficialmente era el Gobierno Provisional el que se hallaba al frente del país. En base a ello, sobre sus representantes recayó la responsabilidad de superar las dificultades económicas y afrontar el descontento generado en Rusia por la sangría de hombres y recursos que estaba suponiendo para el país la Primera Guerra Mundial. Kerenski (el mismo que posteriormente tildaría a Lenin de «criminal de estado» en uno de sus discursos más conocidos) se las prometía felices en principio. Sin embargo, sus promesas acabaron cayendo en el olvido.

«El nuevo gobierno puso pronto en evidencia su enorme incompetencia para sacar a Rusia de la guerra y para introducir las mejoras que campesinos y trabajadores habían estado exigiendo para apoyarlo», explica Rodrigo Quesada en «El siglo de los totalitarismos (1871-1991)». El historiador Tom Corfe es de la misma opinión. Así lo demuestra en su obra «Las revoluciones rusas»: «Los líderes del sóviet de Petrogrado, y de los demás sóviets de trabajadores, campesinos y soldados del país, denunciaron a Kérenski, tachándolo de débil y de poco claro; muchas fanfarronadas pero nada de acción».

En algunos sóviets, de hecho, se empezó a barruntar la posibilidad de conquistar el poder por las bravas. Y, cómo no, los bolcheviques decidieron avivar esas ideas. Así se plantó la semilla de una nueva revolución.

Revolución

El paso del tiempo solo empeoró la situación. Así lo demuestra el que, en ciudades como Petrogrado, la población tuviera que aguantar extensas colas para comprar alimentos básicos debido a la precaria situación económica. Con este clima de descontento solo era cuestión de tiempo que la situación estallase. La pregunta era quién se aprovecharía de ello. Y pronto encontró una respuesta: Lenin, quien había llegado en secreto a la urbe el mismo octubre.

Sediendo de poder y ávido de gloria revolucionaria. el líder bolchevique comenzó a urdir un levantamiento armado al grito de «La historia no nos perdonará que no tomemos el poder inmediatamente» o «Que las clases dominantes se estremezcan con la revolución comunista». A finales de mes, el plan estaba sobre la mesa y dispuesto.

«La acción comenzó a las dos de la madrugada del día 25 -7 de noviembre del calendario gregoriano- cuando Trotski envió a pequeños grupos de “Guardias Rojos” a que ocuparan los edificios gubernamentales, oficinas de correos, telégrafos, teléfonos, estaciones de ferrocarril, arsenales y depósitos de agua», explican Carlos Canales y Miguel del Rey en su obra «Tormenta Roja: La Revolución Rusa (1917-1922)». A sus órdenes no solo tenía a la bolcheviques y al pueblo descontento, sino también a una parte de los militares (muchos de los cuales habían rehusado regresar al frente en julio de 1917) y a los marineros de la flota del Báltico.

Revolución de Octubre de 1917-ABC

Poco después, los «Guardias Rojos» salieron a las calles para conquistar los objetivos ordenados. Otro tanto hizo la tripulación del crucero protegido «Aurora» (del lado bolchevique), la cual obligó a su comandante a llevar el bajel del río Neva, hasta el centro de la ciudad. Gracias a su ayuda, los revolucionarios pudieron expulsar a las tropas gubernamentales de los puentes cercanos e ir conquistando, de forma rápida, la ciudad. «A las diez de la mañana, Trotski anunció confiado que el Gobierno Provisional había caído, aunque los ministros todavía seguían trabajando en el Palacio de Invierno», añade Corfe.

Poco después comenzó el asedio al Palacio de Invierno, edificio al que fueron llegando poco a poco los «Guardias Rojos». En principio, las fuerzas posicionadas alrededor del mismo (principalmente cadetes) se dedicaron a desarmar a los asaltantes. Sin embargo, al final les fue imposible hacer frente a la avalancha de enemigos que cercaba la sede. Todo estaba perdido para ellos.

Sección de cosacos en 1914-M. Branger

A las seis y media de la tarde los revolucionarios enviaron un ultimátum a los políticos ubicados en el interior del edificio y, poco después (a eso de las nueve y media), comenzó el bombardeo por parte del «Aurora». «Como no había munición real a bordo, dispararon municiones de fogueo», señala Sean McMeekin en «Nueva historia de la Revolución Rusa».

Durante la media noche se produjo el asalto final después de que una buena parte de las fuerzas gubernamentales abandonaran la defensa. Los bolcheviques accedieron posteriormente al edificio y terminaron con la unidad de mujeres que lo defendía (denominada el «Batallón de la Muerte»). «¡No toquen nada, ahora todo es propiedad del pueblo!», señalaron los comisarios. Poco pudieron hacer los miembros del gobierno, reunidos en la sala de desayuno, más allá de no oponer resistencia y marchar con calma como prisioneros hacia la fortaleza de Pedro y Pablo.

La última carta

Toda la plana mayor del gobierno fue detenida… salvo el propio Kérenski, quien logró escapar al frente. Según afirmó, para coordinar la resistencia. Su plan le salió bien a medias, pues logró reunirse con el comandante Piotr Krasnov, a quien le solicitó su ayuda para recuperar el poder.

«Tras salir de Petrogrado, el ministro presidente depuesto […] se dirigió a Gátchina, a unos 50 kilómetros al sur de la capital, donde llegó durante la tarde del 25 de octubre. Aunque la guarnición local no le brindó ningún apoyo, le permitieron proseguir su viaje hacia el norte, hacia el cuartel general de Pskov, donde pudo establecer contacto con el III cuerpo de caballería cosaca», destaca McMeekin.

La fuerza de este militar suponía un desafío para la revolución, pues contaba con un millar de cosacos. Unos jinetes descendientes de pueblos pastores nómadas que, a partir del siglo XVII, habían obtenido la fama de ser una de las mejores caballerías regulares de todo el territorio europeo.

En el norte de Europa, un grupo de cosacos preparados para el combate-AVC

Sus bondades (o crueldades) habían sido sufridas por el mismísimo Napoleón Bonaparte. Líder que había tenido que aguantar como decenas de estos letales soldados acababan con sus tropas mientras trataban de retirarse de Moscú. Un soldado francés escribió posteriormente las barbaridades que perpetraban: «Estos aventureros regimentados, después de despojar a los prisioneros, los llevaban casi desnudos a su campo, en donde los hacían sufrir todo tipo de males imaginables».

Leales al zarismo durante las diferentes revoluciones (aunque protagonistas también de algunos alzamientos contra gobiernos establecidos), los cosacos habían sido adoptados como una guardia de élite por los dirigentes a finales del siglo XIX.

«Los zares comprendieron que los regimientos de cosacos eran un instrumento dispuesto y contundente de seguridad interna. Mientras la policía y las tropas locales podían tener ciertas reticencias a cargar contra civiles desarmados en las calles de sus propias ciudades, los cosacos -que se consideraban como una raza militar distinta […]- no tenían tal renuencia», explica John Ure en «Los cosacos». No les fue mal en este sentido, pues se contaron por miles los revolucionarios que huyeron -en las sucesivas revueltas- de sus espadas látigos.

Con todo, en febrero y octubre no hicieron honor a su tradicional lealtad, pues regimientos enteros no dudaron en cambiarse de bando.

La batalla final

Krasnov Kérenski reunieron una fuerza de 700 jinetes cosacoscon la que avanzaron hasta Gátchina. Su objetivo: recuperar el poder por la fuerza. Mientras el antiguo presidente enviaba telegramas a diestro y siniestro para recibir refuerzos (la mayoría fueron respondidos con una negativa) Lenin movilizó a miles de «Guardias Rojos», soldados y marineros con el objetivo de interceptarles y aplastar los posibles núcleos contrarevolucionarios.

Ambos contingentes se encontraron en las cercanías de Tsárskoie Seló el 30 de octubre de 1917. Allí se dirimió la última batalla decisiva para reinstaurar el Gobierno Provisional.

La contienda es narrada ampliamente por el profesor de historia militar Erik Durschmied en su obra «De Robespierre al Che Guevara». Según sus palabras, aquel día Krasnov contaba con unos 700 cosacos «bien entrenados y equipados con artillería de campo». Por su parte, los bolcheviques sumaban (siempre según este autor, pues las cifran varían atendiendo a las fuentes) «12.000 bayonetas en manos de obreros inexpertos, cuatro coches con ametralladoras, y dos cañones pequeños».

Al parecer, los bolcheviques fueron los primeros en atacar. Decididos, 5.000 hombres avanzaron manteniendo un fuego constante contra los jinetes. Durante esos primeros enfrentamientos lograron capturar a diez cosacos de vanguardia. «El comandante bolchevique, Pavel Dybenko, decidió forzar una victoria rápida. Los prisioneros fueron alineados a plena vista de los cosacos montados y fueron ejecutados uno tras otro», determina el experto.

Cosacos encaminados hacia la batalla en 1912-Mirror

Aquella crueldad provocó la ira de los jinetes, que cargaron de forma estoica contra las líneas bolcheviques, destrozaron algunos de los vehículos de los «Guardias Rojos» e hicieron estallar varias cajas de munición.

«Grupos de aterrorizados bolcheviques emprendieron la retirada, solo para morir bajo los brutales sables de los cosacos», completa el autor en su obra. Sin embargo, y a pesar de aquella pequeña victoria, Krasnov se vio obligado a retirarse por miedo a ser rodeados por los flancos y aniquilado. Así, primero retrocedió con sus hombres hasta Tsárskoie Seló y, posteriormente, a Gátchina. De nada le sirvió pelear con valentía y de forma aguerrida.

«Aunque Kérenski envió más telegramas a Pskov Moguilov para pedir refuerzos, ya nadie escuchaba. El 31 de octubre renunció hasta Kérenski. Envió un telegrama a Petrogrado en el que comunicaba al Comité Panruso para la Salvación del País y de la Revoluciónque “todo movimiento [de tropas] había cesado”; pedía a todos “que tomaran las medidas necesarias para evitar inútiles derramamientos de sangre”. Con la retirada de Kérenski y el asalto al Kremlin en Moscú al día siguiente, se neutralizó, de momento, el peligro de una amenaza militar contra los bolcheviques», completa McMeekin.

Origen: Jinetes cosacos: las crueles ‘fuerzas de élite’ zaristas aplastadas por el terror rojo de Lenin

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