La amarga carta de despedida de Amadeo de Saboya al ser expulsado de España: «Sois un pueblo sufrido»
El 11 de febrero de 1873, el monarca escribió una misiva a las Cortes en las que, antes de abandonar el país, explicaba el porqué de su marcha
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«El señor presidente declara elegido Rey de los españoles al Duque de Aosta». Con estas breves palabras, escritas en el Diario de Sesiones de las Cortes Constituyentes de 1870, comenzaba el reinado de Amadeo I de Saboya, el monarca que arribó a nuestro país con visos de instaurar una nueva línea dinástica y que apenas lució la corona durante dos años. De nada le valieron sus intentos por acercarse a la población y su acatamiento de la Constitución. Al final, la lealtad a los borbones de la sociedad, las intrigas políticas y la falta de respeto que inspiraba en la sociedad contar con un líder extranjero le llevó a renunciar en 1873.
El 11 de febrero de 1873, Amadeo I de Saboya comunicó su partida a las Cortes mediante una carta igual de breve que su reinado.
Una misiva en la que explicaba las causas de su marcha (al menos, las que más le escocían) y en la que no dudó en cargar contra el pueblo y sus gobernantes: «Si fuesen extranjeros los enemigos de su dicha, entonces, al frente de estos soldados tan valientes como sufridos, sería el primero en combatiros; pero todos los que con la espada, con la pluma, con la palabra agravan y perpetúan los males de la nación son españoles, todos, invocan el dulce nombre de la patria, todos pelean y se agitan por su bien».
Preparado, pero rechazado
A pesar de que en España ha fraguado la idea de que Amadeo era un líder pusilánime, lo cierto es que este olvidado personaje provenía de un linaje con mucha solera. Ejemplo de ello es que su padre era Victor Manuel II, más conocido por ser el unificador de Italia (además de por su destacado e imponente mostacho a lo «Van Dyke»). De él, el historiador Carlos Seco Serrano afirma en la Real Academia de la Historia que heredó tanto su valor militar como su prudencia política. Además, por cierto, de una figura estilizada que le hizo ganarse el apodo de «Re galantuomo».
Lejos de centrarnos en sus bondades físicas, Amadeo de Saboya fue un militar que demostró su valor en batalla en repetidas ocasiones. Ya fuera en la batalla de Custozza allá por 1866 (donde una herida en el pecho le valió la Medalla de Oro al Valor Militar); ya fuera en la Marina (en la que ingresó en 1868 en calidad de vicealmirante). Tampoco andaba escaso de cultura, pues había viajado por medio mundo (España inclusive) y se había reunido con otros tantos líderes europeos.
Su verdadera relación con España no llegó hasta 1870, en plena crisis política y regia. La Constitución firmada un año antes establecía un régimen monárquico en nuestro país, pero no había rey en el trono tras la expulsión de los borbones. Hacía falta alguien que se sentase en la poltrona, y el encargado de lograr que arribase hasta nuestras fronteras una nueva dinastía fue Juan Prim, quien acabó llamando a la puerta de Italia después de que otros tantos monarcas como Pedro V de Portugal le mandasen a paseo.
Victor Manuel II, en principio reticente, aceptó al final que fuera su hijo el elegido para sentar sus reales en la Península. Decisión, por cierto, que no agradó nada al afortunado. «Amadeo se sometió a la voluntad de su padre a disgusto. Su esposa, profundamente católica y muy afectada por el hecho de que su suegro fuese el rey excomulgado que se había enfrentado a Pío IX, tampoco deseaba reinar sobre un país cuya Constitución reconocía la libertad de cultos. Cuando fue elegido rey de España contaba con veinticinco años y su experiencia política era nula», explica Alicia Mira Abad en la biografía de este personaje ( «Amadeo I de Saboya, 1871-1873») elaborada para la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes. La autora también señala que, como monarca elegido por un parlamento, deseaba aproximar la Corona al pueblo, algo más que arduo.
Pero su llegada a España le deparaba una triste sorpresa: la muerte del general Prim, su principal valedor, durante el conocido atentado en la calle del Turco de Madrid. Aquel fue el comienzo de un reinado marcado por el desaire y el rechazo del pueblo. De nada valió que Amadeo acatara las responsabilidades constitucionales y que se dedicara a fundar escuelas, hospicios y asilos. El preso de sustituir a los borbones fue demasiado. A todo ello se sumaron, como bien señalan ambos autores en sus respectivos dossieres, las intrigas políticas en su contra de buena parte de los partidos políticos.
El mismo Seco Serrano afirma que se sentía tan «desairado», «humillado» y «desautorizado para ejercer sus facultades constitucionales» que decidió dar el paso definitivo y presentar su renuncia irrevocable a la Corona en 1873. «Pocos días antes, doña Victoria había dado a luz, en el Palacio Real de Madrid, al tercero de sus hijos, Luis, duque de los Abruzzos. Los dos anteriores, Manuel Filiberto, efímero príncipe de Asturias, y Víctor Manuel, habían nacido en Italia», añade el experto. La renuncia fue tanto para él como para sus hijos.
Tristeza inicial
Tras dos años de reinado, Amadeo de Saboya se despidió de las Cortes con una misiva fechada el 11 de febrero de 1873. Exactamente la misma jornada en la que fue proclamada la Primera República. La carta en cuestión fue enviada desde el Palacio Real y dejaba claro, ya en sus primeras líneas, que el monarca se había sentido orgulloso de dirigir a los que -hasta entonces- habían sido sus súbditos: «Grande fue la honra que merecí a la nación española eligiéndome para ocupar su trono; honra tanto más por mi apreciada, cuanto que se me ofreció rodeada de las dificultades y peligros que lleva consigo la empresa de gobernar un país tan hondamente perturbado».
A continuación, explicaba que «alentado […] por la resolución de mi propia raza, que antes busca que esquiva el peligro», se había decidido a colocarse «por cima de todos los partidos» y a «cumplir religiosamente el juramento por mí prometido a las Cortes Constituyentes» por el «bien del país». A su vez, señalaba con amargura que había estado dispuesto a «hacer todo linaje de sacrificios por dar a este valeroso pueblo la paz que necesita» y por lograr la «libertad que merece y la grandeza a que su gloriosa historia y la virtud y constancia de sus hijos le dan derecho». Ese tono lastimero se desprende de toda la misiva.
En las siguientes líneas, Amadeo se excusaba por su escasa veteranía política, aunque también señalaba que había intentado paliarla con esfuerzo y trabajo por el pueblo español. «Creí que la corta experiencia de mi vida en el arte de mandar seria suplida por la lealtad de mi carácter, y que hallaría poderosa ayuda para conjurar los peligros y vencer las dificultades que no se ocultaban a mi vista, en las simpatías de todos los españoles amantes de su patria, deseosos ya de poner término a las sangrientas y estériles luchas que hace tanto tiempo desgarran sus entrañas», completaba en la misiva.
Y amargura posterior
Las loas a España y a sus ciudadanos se acabaron en ese punto. A partir de entonces la tristeza parece tornar en rencor. «Conozco que me engañó mi buen deseo. Dos años largos hace que ciño la corona de España, y la España vive en constante lucha, viendo cada más lejana la era de paz y de ventura que tan ardientemente anhelo», añadía.
A continuación cargaba de forma frontal contra los ciudadanos de este país, a los que consideraba los principales culpables de su partida: «Si fuesen extranjeros los enemigos de su dicha, entonces, al frente de estos soldados tan valientes como sufridos, sería el primero en combatiros; pero todos los que con la espada, con la pluma, con la palabra agravan y perpetúan los males de la nación son españoles, todos, invocan el dulce nombre de la patria, todos pelean y se agitan por su bien».
Como era de esperar, Amadeo de Saboya dejó claro que estaba hastiado de los enfrentamientos entre las diferentes facciones políticas y su deseo de lograr el poder. Un triste preludio de lo que sucede a día de hoy. «Entre el fragor del combate, entre el confuso, atronador y contradictorio clamor de los partidos, entre tantas y tan opuestas manifestaciones de la opinión pública, es imposible atinar cual es la verdadera, y más imposible todavía hallar el remedio para tamaños males. Lo he buscado ávidamente dentro de la ley, y no lo he hallado. Fuera de la ley no ha de buscarlo quien ha prometido observarla», añadía.
Olor a pólvora
Tampoco olvidó reseñar el monarca de origen italiano el atentado que había sufrido el 18 de julio de 1872 en la misiva. Y no le faltaba razón para albergar cierto resquemor. Aquella jornada, la reina María Victoria del Pozzo decidió pasear con su marido por los jardines del parque del Retiro a pesar de que ambos habían sido avisados de que los ánimos estaban soliviantados entre la población. Al regresar a palacio, el coche de caballos en el que viajaban se detuvo de forma brusca a la altura de la calle Arenal porque otro vehículo obstruía el paso. Triste recuerdo a lo que le había sucedido al general Prim.
Después de que el coche de caballos se detuviera, la suerte quiso que la reina sintiera frío y se subiera el chal. Mientras Amadeo trataba de ayudarla, distinguió a un hombres que les apuntaban. Aquella casualidad les salvó. De forma rauda, el monarca se levantó para cubrir a su esposa. Otra tanto hizo el general Burgos, que se lanzó sobre la pareja para evitar que fuera cosida a tiros. A partir de entonces se inició un tiroteo que terminó cuando el conductor fustigó a sus jamelgos y, a trompicones, logró salir de allí y arribar a palacio. Todo se quedó en un susto para los pasejeros, aunque hubo que lamentar la muerte de una de las monturas.
Sabiendo esto, no parece de extrañar que el monarca le dedicara unas palabras de agravio a aquellos que habían atentado contra su vida y la de su esposa en su carta de despedida: «Nadie achacará a flaqueza de ánimo mi resolución. No había peligro que me moviera a desceñirme la corona si creyera que la llevaba en mis sienes para bien de los españoles, ni causó mella en mi ánimo el peligro que corrió la vida de mi augusta esposa, que en este solemne momento manifiesta, como yo, el vivo deseo de que en su día se indulte a los autores de aquel atentado. Pero tengo hoy la firmísima convicción de que serían estériles mis esfuerzos e irrealizables mis propósitos».
Amadeo de Saboya, más conocido como el «Rey electo», el mismo hombre que había viajado desde Italia para hallarse con su gran valedor fallecido, terminaba su carta de despedida con un párrafo en el que, a pesar de todo, dejaba claro su cariño por este país: «Estas son, señores diputados, las razones que me mueven a devolver a la nación; y en su nombre a vosotros, la corona que me ofrecía el voto nacional, haciendo de ella renuncia por mí, por mis hijos y sucesores. Estad seguros de que al despedirme de la corona no me desprendo del amor a esta España tan noble como desgraciada, y de que no llevo otro pesar que el de no haberme sido posible procurarla todo el bien qué mi leal corazón para ella apetecía».
El resto, como se suele decir, es historia. Al día siguiente de su abdicación, Amadeo de Saboya partió con su esposa y sus hijos hacia Portugal y, desde allí, a Italia. Una vez en su país natal volvió a recuperar su posición como príncipe de la Corona y duque de Aosta, además de un puesto en el ejército. Un curioso final para una vida igual de llamativa.