La cruel arrogancia de Napoleón: la amenazante carta antes de aplastar a Prusia y humillar a Europa
El Gran Corso tenía una enorme confianza en sí mismo y, a pesar de sus orígenes relativamente humildes, nunca se amilanó o rebajó el tono a la hora de dirigirse a monarcas, emperadores o líderes varios
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Napoleón Bonaparte fue una fuerza incontrolable, el anticristo para el viejo régimen, «el alma del mundo a caballo», «el hombre del siglo» que rompió las reglas que desde hace siglos regían el continente. El Gran Corso tenía una enorme confianza en sí mismo y, a pesar de sus orígenes relativamente humildes, nunca se amilanó o rebajó el tono a la hora de dirigirse a monarcas, emperadores o líderes varios. Su irreverencia hacia los viejos reyes de Europa, sacudidos por aquel huracán corso, sintetizan buena parte de su pensamiento político. Christopher Clark recuerda en su libro «El Reino de Hierro: auge y caída de Prusia» (la Esfera de los Libros) un curioso cruce de correspondencia entre Napoleón y Federico Guillermo III, Rey de Prusia, que a base de amenazas sirvió de preludio para que las tropas francesas abrieran en canal al último guardián de las esencias alemanas.
Y es que Prusia no era un estado cualquiera. En cuestión de un siglo pasó de ser uno de los territorios más vapuleados y empobrecidos durante la Guerra de los 30 años a alzarse como una de las grandes potencias militares de Europa. Una serie de excepcionales monarcas de la dinastía Hohenzollern, entre ellos Federico Guillermo I y Federico II «El Grande», perfilaron esta maquinaría de hierro y dieron forma a un Estado puntero. Antes de la llegada de Napoleón, el ejército prusiano era temido y su voz escuchada en todo el continente, solo un escalón por debajo del exclusivo club de las megapotencias como Austria, Inglaterra, Francia y Rusia.
No obstante, Prusia fue una de las naciones más beneficiadas en los años previos a la llegada de Napoleón al trono de Francia. La partición de Polonia en 1794 entre Rusia, Prusia y Austria aumentó el territorio germano en 300.000 kilómetros cuadrados y elevó de 5,5 millones a 8,7 millones su población. La suerte sonreía a Prusia en el terreno diplomático, más cuando firmó la paz con Francia revolucionaria en Basilea, el 5 de abril de 1795, que la dejó aislada de Europa pero, a la vez, protegida por el momento del huracán que Napoleón Bonaparte estaba a punto de invocar en el corazón del continente.
Napoleón ambicionaba anexionar todos los territorios alemanes a lo largo de la orilla izquierda del río Rin, lo que tarde o temprano le iba a terminar confrontando con Prusia. Pero mejor tarde que pronto… La redistribución de territorios dictada por los franceses en Regensburg el 27 de abril de 1803 engordó a los principales aliados alemanes de Francia, esto es, Baden, Württemberg y Baviera, mientras que Prusia ganó tantos kilómetros como perdió y Austria quedó como la gran derrotada. Su papel de garante del Sacro Imperio Germánico quedó herido de muerte. De tal modo, el 6 de agosto de 1806 un heraldo imperial declaró entre trompetas el final del imperio en Viena.
La neutralidad llevada al extremo
La neutralidad prusiana albergaba tantas ventajas como desventajas. ¿Quién ayudaría a Prusia cuando Francia quisiera hacerse con parte de su territorio? ¿Podría vivir siempre aislada de Europa? El ascenso de Federico Guillermo III, cauto, dubitativo y sin grandes ambiciones, en 1797, complicó aún más el asunto, pues hizo de la neutralidad la razón de ser de su política internacional. En medio de Francia y Rusia, la presión para que el Rey de Prusia tomara partido por alguno de los dos bandos convirtió la corte berlinesa en una caldera. Napoleón, por su parte, aprovechó la dubitación prusiana para hundir el prestigio de este reino. En julio de 1803, los franceses ocuparon Hanóver y en otoño de 1804 penetraron en Hamburgo para secuestrar al enviado británico en esta ciudad, todo ello en medio de las quejas de Berlín. En octubre de 1805, las tropas francesas cruzaron territorio prusiano sin el permiso de estos para atacar al ejército austro-ruso en Austerlitz. Y aquello ya era demasiado.
La cacareada neutralidad estaba dejando el prestigio de Prusia, construido durante siglos, por los suelos en cuestión de meses. Si bien, la perspectiva de enfrentarse a Napoleón era igualmente poco halagüeña. Las tropas francesas que había atravesado Prusia para acudir a Austerlitz, la batalla de los Tres Emperadores, lo habían hecho para masacrar a los rusos y a los austriacos. Es por ello que Federico Guillermo III siguió sin tomar partido, aunque intensificó las conversaciones secretas con Rusia.
Buena parte de la administración prusiana perdió la fe en Federico Guillermo III en aquellas fechas. El 2 de septiembre de 1806 el monarca recibió un memorando de parte de altos funcionarios e incluso miembros de la familia real en el que se criticaba su política internacional y se le acusaba de abandonar a su suerte al Sacro Imperio Germánico en pos de su beneficio particular. El monarca tomó represalias contra algunos de los firmantes de la carta, entre ellos sus sobrinos, pero la acusación de que buscaba enriquecerse le dolió de forma grave y le empujó a silenciar a los que le habían llamado tibio. El 26 de septiembre el Rey de Prusia le envió una carta a Napoleón llena de recriminaciones pidiendo que le devolviera varios territorios prusianos en el Bajo Rin. Las palabras finales de la carta demostraban, a pesar del tono más agresivo de lo habitual, que Federico Guillermo III quería seguir manteniendo la cortesía:
«Quiera el cielo que podamos llegar a un entendimiento sobre la base de dejaros en plena posesión de vuestra reputación, pero también dejar abierta la posibilidad de hacer honor a otros pueblos, que pondrá fin a esta fiebre de temor y esperanza, con lo que nadie puede contar en el futuro»
Frente a esta carta, Napoleón contestó desde su cuartel general en Gera el 12 de octubre con tono sarcástico y muy arrogante:
«El 7 de octubre recibí la carta de Su Majestad. Siento muchísimo que se os haya hecho firmar un panfleto así. Os escribo solo para garantizaron que nunca atribuiré el insulto contenido en él a vos personalmente, pues son contrarios a vuestro carácter y simplemente nos deshonra a los dos. Yo desprecio y compadezco a la vez a los que han hecho tal trabajo. Poco después yo recibí una nota de su ministro pidiéndome fijar una cita. Bien, como un caballero, yo he cumplido con mi cita y ahora estoy esperando en el corazón de Sajonia. ¡Creedme, tengo unas fuerzas tan poderosas que todas las que vos tenéis no serían suficientes para negarme una victoria por mucho tiempo! Pero ¿por qué derramar tanta sangre? ¿Con qué finalidad? Yo le hablo a Su majestad como le hablé al Emperador Alejandro de Rusia después de la batalla de Austerlitz […]. Señor, ¡Su Majestad será derrotado! ¡Despilfarraréis vos la paz de vuestra vejez, la vida de vuestros súbditos, sin ser capaz de aportar la más mínima excusa para mitigar todo esto! Hoy estáis vos con vuestra reputación sin tacha, y podéis negociar conmigo de un modo que vuestro rango merece, ¡pero antes de que pase un mes vuestra reputación puede ser diferente!».
Napoleón cumple las amenazas
Solo dos días después de que Napoleón lanzara esta bravata se demostró por qué era el dueño y señor de Europa y que estaba en condiciones de cumplir sus amenazas. En la batalla de Jena un ejército francés prácticamente similar de efectivos aplastó a 53.000 prusianos, mientras que en Auerstedt, a pocos kilómetros, otro ejército de aproximadamente 50.000 prusianos fue sometido por una fuerza francesa la mitad de numerosa. Y lo peor es que Prusia estaba combatiendo sola, que era lo que más temía. Rusia se había comprometido a enviar tropas a Prusia, pero la coalición no se había materializado aún cuando llegó el rodillo napoleónico.
El movimiento en falso de Federico Guillermo III le costó la casi total aniquilación de sus fuerzas armadas y le dejó a merced del Gran Corso. Sus fuerzas no eran rival para Napoleón. El ejército prusiano estaba desfasado, dependía en exceso de las fuerzas mercenarias, los oficiales seguían obsesionados con las instrucciones de parada (lo que le convertía en una fuerza muy rígida) y apenas carecían de francotiradores como los franceses.
Berlín fue ocupada el 24 de octubre, mientras que Federico Guillermo y su familia huyeron a la parte más este de su reino. «Señores, si este hombre viviese todavía, yo no estaría aquí», afirmó Napoleón frente a la tumba de Federico II El Grande en la población cercana de Potsdam. Después de retrasar varias semanas su respuesta, el emperador francés al fin ofreció un plan de paz a Prusia a cambio de que renunciasen a todos sus territorios al oeste del río Elba. Para cuando el monarca aceptó, Napoleón subió la apuesta: ahora quería usar Prusia como base de operaciones para atacar Rusia. Federico Guillermo se negó y miró hacia Rusia.
El toma y daca entre Napoleón y Federico Guillermo llegó a su fin con la firma de un armisticio entre Rusia y Francia el 9 de julio de 1807. Prusia había evitado acceder a las humillantes condiciones con Francia porque mantenía la esperanza de que Rusia venciera militarmente a Napoleón pero, ante el armisticio, perdió toda esperanza. Después de tenerle horas esperando en la orilla del río Niemen, mientras el zar Alejandro y Napoleón se reunían para firmar el armisticio, fue atendido Federico Guillermo no sin recibir otro puñado de humillaciones.
Napoleón no paró de recordarle durante la reunión todos sus errores militares y se negó a informar a Federico Guillermo de la suerte de Prusia, que, como más tarde sabría, solo se salvó de la destrucción porque Rusia así lo pidió. La Paz de Tilsit despojó al reino germánico de casi la mitad de su territorio y de las provincias adquiridas con la partición de Polonia.
Origen: La cruel arrogancia de Napoleón: la amenazante carta antes de aplastar a Prusia y humillar a Europa