La dieta extrema que debilitó al gotoso Emperador Carlos V durante su «jubilación» en España
A Yuste le enviaban toneles de cerveza alemana y flamenca, sus predilectas; ostras de Ostende; sardinas ahumadas; salmones; angulas; truchas; salchichas picantes; magros chorizos, carne de cordero y de buey, que no hicieron sino empeorar el estado de salud del Emperador
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El 25 de octubre de 1555, el Emperador Carlos entró vestido de negro en la gran sala de su palacio, a paso lento, manteniéndose en equilibrio con un bastón y apoyándose sobre el hombro del Príncipe de Orange, quien paradójicamente más iba a contribuir a desestabilizar el reinado de Felipe II en los Países Bajos. Su hermana María de Hungría y su hijo Felipe le seguían pocos metros detrás. Con la lentitud de un venerable anciano, el Emperador «se puso las gafas y leyó un discurso escrito en un papel» donde explicaba sus razones para abdicar y retirarse a España, así como las empresas exitosas que había acometido en su reinado. Mientras hablaba con parsimonia —anotó un delegado inglés— «no hubo en toda la sala un hombre que no derramara abundantes lágrimas».
Emulando la tan característica teatralidad de los políticos romanos, Felipe II se arrodilló y, cuando hubo finalizado el discurso de su padre, le suplicó que se quedara algún tiempo más gobernando a su lado para que de este modo él pudiera «aprender de él, a través de la experiencia, aquellas cualidades que son más necesarias al gobierno». No, respondió. También llorando como los demás, Carlos apoyó las manos en su hijo arrodillado y le bendijo como nuevo soberano de los Países Bajos. A principios de 1556, mediante actos notariales, el Emperador abdicó poco a poco sus títulos. Legó los territorios Habsburgo de Europa Central a su hermano Fernando, posponiendo la cesión formal del Sacro Imperio Germánico a más adelante, puesto que el nacido en Alcalá de Henares no pudo estar allí presente. Luego de resolver el papeleo Carlos se marchó sin más, en cuanto lo permitieron los imprevisibles vientos de la primavera.
La noticia de la abdicación se extendió por las cortes europeas levantando una mezcla de asombro y lástima. No por previsible dejaba de ser sorprendente que el dueño de Europa hubiera decidido jubilarse con 56 años y renunciar a sus reinos. El anciano Papa Pablo IV creyó sin más que el monarca había perdido la razón y lo achacó a la misma locura que había sufrido su madre. Es lo que pasaba cuando no había comunicados de prensa: vuelan la imaginación y los rumores. La versión oficial atribuía la decisión a la incapacidad del rey suscitada por la enfermedad metabólica de la gota que le venía mortificando cada vez más. Y es cierto que aquello estaba mortificando la existencia de un hombre atlético y enérgico; si bien Carlos también reconocía que su estado depresivo estaba directamente relacionado con los errores políticos y militares que había acumulado en el último lustro:
«Estoy resuelto de renunciar a estos Estados, y no quiero que penséis que hago esto por librarme de molestias, cuidados y trabajos, sino por veros en peligro de dar en graves inconvenientes que por mis ataques de gota os podrían resultar… En lo que toca al gobierno que he tenido, confieso haber errado muchas veces, engañado por el verdor y brío de mi juventud y poca experiencia, o por otro defecto de la flaqueza humana».
Con los males al hombro
Un intenso sentimiento de culpa iba a carcomer a Carlos en sus años de retiro, aunque en ese momento a ninguno de sus aliados y familiares le preocuparan aquellas abstracciones. Estaban inmersos en cuestiones más inmediatas. Una vez renunció a sus coronas, un envejecido Carlos se dirigió a Cuacos de Yuste, en Extremadura, donde pretendía vivir sus años finales rodeado de monjes. Pero, ¿por qué había decidido retirarse a un monasterio de un pequeño pueblo extremeño? El que un rey abdicara ya era una cuestión rara en el periodo, pero que además lo hiciera tan joven para retirarse a un pueblo tan apartado era una cuestión de locos. Tras hallar en sus mapas el pequeño pueblo que probablemente imaginaron entre la Conchinchina y la Patagonia española, los grandes personajes y prohombres de su tiempo dictaron una sentencia casi unánime: la reputación de Carlos había tocado fondo. Juzga Federico Badoaro:
«Su salida a España le ha hecho perder casi toda su reputación; digo casi toda porque aún le queda tanta como queda de impulso a una galera que, empujada por los remos y el viento, hace todavía un poco de camino cuando los remos se detienen y el viento cae…».
Daba igual que no lo entendieran o que lo criticaran sus contemporáneos. Carlos no estaba para gobernar y había tomado una decisión irrevocable. Acaso confiaba en que su estado de salud, muy deteriorada tras el fracasado asedio de Metz, podría mejorar con el clima de la Vera (el lugar tal vez se lo sugirió uno de sus compañero de armas en Alemania, el palentino Luis de Ávila Zúñiga) y sin el peso de las responsabilidades que llevaba cargando desde que era un adolescente.
La comitiva imperial fue dejando en su despedida un reguero de cortesanos y criados tras de sí. Contaba en su nómina de Bruselas con 762 personas, entre los que se incluían desde nobles en nómina como el Duque de Alba, a 85 arqueros, 36 cantores de su capilla musical (su sobrino Maximiliano II se apropió de ella), zapateros, cirujanos, boticarios, relojeros, limosneros e incluso a un grupo de mozos de litera para sus traslados. La mayoría se quedó en Flandes, siendo solo 150 criados quienes viajaron con él a España y, una vez en Yuste, jubiló casi a un centenar de estos. Una jubilación anticipada y bien pagada al alcance de los que consiguieron pisar tierras extremeñas. El fatigoso viaje de tres meses mató a casi una decena de servidores y dejó a otros tantos enfermos. El propio Emperador sufrió el que más los avatares del viaje, cuyas etapas debió recorrer casi siempre en litera y con el mismo aire depresivo.
¿Por qué Extremadura?
Carlos se decantó por un sitio tan remoto como Extremadura (la tierra que paría conquistadores como churros) para no escuchar a nadie. Sus médicos, en cambio, intentaron convencerle de que no se instalara en Yuste. El clima de la Vera, húmedo en invierno y caluroso en verano, se consideraba malo para la gota que desde hace años afectaba al Monarca. El ataque que sufrió durante su primera Navidad en España, cuando estaba en Jarandilla de la Vera, pareció confirmarlo. Un médico italiano de fama llamado Giovanni Andrea Mola acudió a Extremadura a atenderle y a certificar lo que ya sabía: contra la gota no cabía otra solución más que mejorar su alimentación y dejar la cerveza.
La gota había sido determinante para que Carlos renunciara a sus coronas. Desde los 28 años registraba ataques de este tipo, aunque hacía tiempo que la gota se había convertido en crónica, con brotes intermitentes que llegaron a dejarle completamente inválido. En Bruselas, la depresión y la gota habían hecho que en varias ocasiones no pudiera sostener ni la pluma para firmar los despachos. Los malos hábitos alimenticios habían acrecentado estos furiosos ataques de gota. Giovanni Andrea Mola no era el primer médico que le aconsejaba que redujera en su dieta la carne y los mariscos, que ya entonces se sabía que influían en esta enfermedad metabólica. El Emperador se negó en redondo, porque en esencia era adicto a la comida o porque sufría alguna clase de enfermedad que le empujaba a comer en exceso, tal vez la diabetes. Badoaro relata en detalle su peculiar dieta cuando solo era un príncipe imberbe:
Tenía la costumbre de tomar, por la mañana, al despertarse, una escudilla de jugo de capón con leche, azúcar y especias; después de lo cual volvía a reposar. A mediodía comía una gran variedad de platos; merendaba pocos instantes después de vísperas, y a la una de la noche cenaba, tomando en esas diversas comidas toda clase de cosas propias para engendrar humores espesos y viscosos…
La fábrica de viscosidades que se estimaba en el estómago del Emperador tenía su razón de ser, o al menos el más evidente, en sus problemas para masticar los alimentos. Su mandíbula prominente le dificultaba las digestiones y además le obligaba a comer sin compañía, puesto que le avergonzaba que le vieran digerir como una bestia. Reclamaba con reiteración mayor abundancia en la comida y exigía la introducción de nuevos platos casi a diario. Y dado que nunca modificó su peso corporal pese al hambre exagerada, el psiquiatra Francisco Alonso-Fernández y otros autores argumentan como lo más probable que el rey fuera bulímico.
Aquí resultaría complicado saber si la bulimia y el insomnio eran la causa o, más bien, la consecuencia de aquella depresión que le había dejado fuera de juego en Bruselas. Durante este episodio se despertaba a deshoras, tras pasarse la noche en vela ajustando sus relojes, con la ansiedad de llevarse cuanto antes algo a la boca. Devoraba los platos de carne sin respetar siquiera las prescripción de ayuno los días que comulgaba, para lo cual pidió a Roma una especial Dieta pontificia.
Centro gastronómico
En Cuacos de Yuste vivió con mucha humildad en los ropajes y en el séquito a su cargo. Hasta el extremo de que los lugareños empezaron a cantar una coplilla con el estribillo: «Grande celda para un fraile, corto albergue para un César». Se decía que en las paredes desnudas de sus aposentos solo había unos paños negros, a modo de recordatorio de su luto perpetuo, y un mobiliario tan maltrecho como la silla para la gota que usaban para trasladarle. Lo más probable, sin embargo, es que aquello sea una exageración para retratarle como un humilde fraile en su celda sombría. El Emperador adornó su pequeña mansión de Yuste con tapices de Turquía y de Alcaraz, sillones de terciopelo, cuatro grandes relojes, una colección de valiosos libros, abundantes vestidos de seda y una vajilla de plata. El palacio contaba, además, con un gran jardín donde se habían plantado naranjos, limoneros y flores olorosas.
Y no podía ser aquella la vida de un humilde fraile, porque su dieta extrema seguía siendo la de un soberano glotón. A Yuste le enviaban toneles de cerveza alemana y flamenca, sus predilectas; ostras de Ostende; sardinas ahumadas; salmones; angulas; truchas; salchichas picantes; magros chorizos, carne de cordero y de buey, etc., que no hicieron sino empeorar el estado de salud del Emperador hasta el punto de tener dificultades para vestirse solo.
De todos estos platos llegados de los rincones del imperio, a Carlos lo que más le placía, según explica Agustín García Simón en su libro «El ocaso del emperador: Carlos V en Yuste», eran las empanadas de anguila, los lenguados, las platijas y las lapreas (pescadas en Sevilla y Portugal). En lo referido a la carne su preferencia era la ternera de los valles abulenses, las longanizas de Tordesillas y las perdices de Gama, porque «allí hay las mejores del mundo».
«Su gula, su voracidad maldita, llega al punto de que aun con mala salud, en medio de crueles dolores, no se abstiene de comer ni de beber lo que le es perjudicial», narra Guillermo Van Male, ayuda de Cámara del Rey. Consta que únicamente en una ocasión compartió mesa con los austeros monjes de Yuste, en el mes de mayo de 1557. Aceptó la invitación de los jerónimos para compartir mesa, pero no volvió a repetir. Él prefería los alimentos muy condimentados y los frailes le obsequiaron con comidas más bien sosas y alimentos humildes.
De abandonar la cerveza ni quiso oír hablar. Su querida cerveza flamenca –oscura, aromatizada, caramelizada y de alta graduación– era lo único que le saciaba la sed tras los salados banquetes que se metía para el cuerpo. Cuando vino por primera vez a Castilla, Carlos se trajo a un grupo de maestros cerveceros procedente de los Países Bajos para elaborar un «zumo de cebada» más cremoso y tostado que el de España. Varios de esos artesanos se instalaron en Castilla, lo que impulsó una industria que aquí tenía poco tradición frente al monopolio del vino («Beati Hispani quibus bibere vivere est»), al que Carlos tampoco hacía ascos. Aunque nunca renunció a su cerveza flamenca, el Emperador cogió una insana afición a beber vino de pitarra en Yuste.
En eso se parecía a los castellanos. Ellos no renunciaron a beber vino caliente, pero se incrementaron los adeptos a la cerveza, que los artesanos, atentos a los gustos de los consumidores, rebajaron en su sabor amargo para conquistar a los consumidores españoles. Hoy, esa variedad de baja fermentación sigue gozando de más popularidad que ninguna otra entre el público patrio.
La tierra
La buena comida y la ociosidad permitieron a Carlos recuperar fuerzas con el paso de los meses, aunque desde luego la gota nunca remitió. «Está tan bueno y gordo y con tan buen color, como no lo he visto después que entró en Yuste», escribía el secretario del Emperador meses antes de que una tarde calurosa del verano de 1558, a las cuatro, se sintiera de golpe indispuesto, le brotara dolor de cabeza y una sed voraz que ni su apetito salado ni las altas temperaturas de la zona justificaban. Hoy sabemos que un mosquito contagió al Emperador el paludismo. Se trataba de una enfermedad muy habitual en la región, sobre todo en veranos especialmente cálidos y en zonas húmedas.
La fiebre alta y la falta de apetito descartaron esta vez la gota y los otros sospechosos habituales. El consejo de los médicos terminó de condenarle: sangrías y purgas. El 2 de septiembre se le extrajeron diez onzas de sangre. Y ante la intensa sed, se le dio de beber agua con vinagre y también cerveza. Su salud entró en caída libre a mediados de septiembre. El Emperador era consciente de que su estado era grave y como prueba de ello pidió añadir nuevas disposiciones al testamento que firmara en Bruselas en 1554. Rechazó, sin embargo, que su hija y su hermana viniesen a Yuste a despedirse.
Y al final la tierra. El 21 de septiembre, a las dos de la madrugada, el Emperador expiró agarrado a un crucifijo que había acompañado a su esposa Isabel en su lecho de muerte. «¡Ay Jesús!», suspiró antes de dejarse morir. Lo hizo contemplando el misterioso cuadro de «La Gloria», que siete años antes había encargado a Tiziano.
Origen: La dieta extrema que debilitó al gotoso Emperador Carlos V durante su «jubilación» en España