21 noviembre, 2024

La epopeya suicida de la Royal Navy para destruir el mayor acorazado de los nazis en la II Guerra Mundial

Uno de los comandos británicos capturados por los nazis tras el ataque contra el dique de Saint-Nazaire en la «Operación Chariot»
Uno de los comandos británicos capturados por los nazis tras el ataque contra el dique de Saint-Nazaire en la «Operación Chariot»

La Operación Chariot, llevada a cabo durante la noche del 27 de marzo de 1942, fue una de las acciones más intrépidas realizadas por los comandos británicos durante la Segunda Guerra Mundial

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La noche del 27 de marzo de 1942 estaba siendo tranquila en el puerto de Saint-Nazaire, en la Francia ocupada por los nazis. Los centinelas vigilaban rutinariamente las instalaciones portuarias, las cuales poseían un valor extraordinario para la marina de guerra alemana, la «Kriegsmarine», debido a que en ellas se encontraba el único dique seco capaz de acoger al mastodóntico Tirpitz. Hablamos del acorazado favorito del Tercer Reich, de de dimensiones gigantescas, el cual había alcanzado tanta importancia para Hitler, que se ordenó extremar las medidas de seguridad en torno a los muelles por miedo a que este sufriera un sabotaje.

Los nazis que la noche iba a transcurrir sin novedades, como era habitual en los últimos meses. Su misión era proteger las famosas instalaciones y el acorazado, que con sus ocho cañones de 380 milímetros y sus cuarenta armas de menor calibre era una de las piezas claves de la armada alemana. Aún sin ser utilizado con todo su potencial, el Tirpitz era un enemigo temible para los británicos. Sus 33 centímetros de acero en el casco lo convertían en una mole peligrosa que, si se hacía al mar junto con la escolta que habitualmente le acompañaba, consumía más de 8.000 tolenalas de combustible, para que se hagan una idea de sus dimensiones.

Dado el peligro que suponía para los aliados el buque insignia de Hitler, los británicos no cejaron en su afán de hundirlo en alta mar. Lo intentaron por todos lo medios posibles, pero fue imposible. De hecho, tal era el miedo que le tenían que, cuando sabían que el acorazado estaba lejos del puerto de Saint-Nazaire, el único capaz de albergarle para ser reparado, la Royal Navy retenía en sus bases varios buques y aviones necesarios en otros escenarios de la guerra, para ponerlos en marcha si el Tirpitz acometía alguna operación. Una prueba de ello es que, a finales de enero de 1942, el mismo Churchill envió un mensaje a sus colaboradores en el que dejaba constancia de que ningún objetivo era tan importante para los aliados como este buque emblema de la flota alemana.

La noche del 27 de marzo

Sin embargo, aquella noche de marzo de 1942 se vio alterada, de repente, por la aparición de una flotilla por el estuario que conducía hasta el puerto. Iba encabezada por lo que parecía ser un destructor alemán, puesto que enarbolaba la bandera de guerra de su armada. Pero cuando se encendieron los reflectores de los puestos de vigilancia y se dio la señal de alto, la flotilla siguió avanzando en dirección al puerto como si no se hubiera percatado. Desde la orilla se efectuaron disparos de advertencia, pero nada, los barcos siguieron avanzando sin mostrar la más mínima intención de detenerse. «¿Qué les ocurre si son de los nuestros? ¿Por qué no obedecen?», debieron pensar los germanos. Todas las alarmas en Saint-Nazaire ya se habían encendido.

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En ese momento, desde la flotilla visitante se emitieron dos mensajes en alemán asegurando que eran un convoy nazi que regresaba de una misión secreta. No tenían de qué preocuparse y los responsables del dique de Saint-Nazaire se tranquilizaron por unos momentos. Incluso ordenaron detener el fuego. Hasta que comprobaron que los barcos no solo no detenían la marcha, sino que aumentaban la velocidad a medida que se acercaban al puerto. A ojos de los alemanes, el destructor se había vuelto loco, como si de un kamikaze japonés sobre la aguas del Loira se tratara.

Los nazis se quedaron estupefactos. No sabían aún que iban a presenciar una de las acciones más intrépidas realizadas por los comandos británicos durante la Segunda Guerra Mundial. Lo intuyeron pronto al ver cómo la flotilla aumentaba la velocidad y, por fin, llegaron a la certeza de que se encontraban ante un ataque enemigo. La calma volvió a desaparecer y comenzaron los disparos de nuevo, que fueron respondidos por la flotilla visitante en el que fue el comienzo del ataque y la conocida como «Operación Chariot».

El HMS Campbeltown británico incrustado en Saint-Nazaire
El HMS Campbeltown británico incrustado en Saint-Nazaire

A la 1.34 exactamente, con humo saliendo de la sala de máquinas a causa de la velocidad, el destructor de la Royal Navy HMS Campbeltown conseguía llegar hasta su objetivo y se estrellaba contra el famoso dique causando un gran estruendo y varias explosiones. Aquello fue un buena señal para los organizadores de que esta operación secreta del Ejército británico marchaba bien, puesto que el barco debía causar el máximo daño posible y quedar encajado en la presa.

Como explica también el historiador Jesús Hernández Martínez en « Operaciones secretas de la Segunda Guerra Mundial» (Nowtilus, 2011), los británicos ya había empezado a pensar en este ataque un año antes. Y es que la importancia de esa instalación para la Kriegsmarine era capital. Si los ingleses conseguían destruirla, «la última gran amenaza de la armada nazi podría ser conjurada, despejando el camino hacia la victoria», apunta el autor.

El plan, sin duda, era muy arriesgado y consistía inicialmente en que un grupo de asalto tendría que colar 18 barcos y un destructor hasta dejarlos a 8 kilómetros del estuario del Loira. Después colocarían un detonador de acción retardada a bordo del destructor, que estallaría ocho horas después de embestir contra el dique. Efectivamente, los grupos de asalto entrarían después en el muelle para colocar más explosivos antes de que los 5.000 soldados alemanes que había en Saint-Nazaire pudieran reaccionar. Al mismo tiempo, una serie de comandos británicos deberían mantener abierto el malecón y tener preparadas varias lanchas a motor para la huida de sus compañeros. Y, tras abandonar el Loira, tendrían que confiar en que el temporizador hiciese su cometido y volara por los aires la presa. Pero era un ataque muy complicado que tenía muchas fases.

El turno de los comandos

Abrir una brecha en las puertas del dique solo fue la primera fase de la «Operación Chariot». Después le tocaba el turno a los comandos, que empezaron a descender por los costados hacia el muelle utilizando escaleras mecánicas y cuerdas, como si de un combate medieval se tratara, Mientras, los disparos y las explosiones se sucedían a su alrededor. Alguno de los ingleses fue alcanzado y se quedó atrás en la avanzadilla. «Aquellos que ponían pie en tierra no tenían tiempo de pensar y sabían desde un primer momento que debían moverse con rapidez y cuál era su cometido. Varios de los puestos de defensa fueron tomados con éxito, pagando, eso sí, el lógico peaje en vidas. Se abría ahora una vía para que los expertos en explosivos de los comandos comenzaran su trabajo para acabar con algunas de las instalaciones y volar determinados puntos del dique, lo que haría imposible cualquier reacción o intento de activar el dique para evitar daños mayores. Una explosión acalló los disparos cuando las instalaciones de bombeo saltaron por los aires debido a las cargas que habían colocado los británicos, seguida después por otras explosiones que inutilizaron las compuertas del dique», cuenta Manuel J. Prieto en su libro « Operaciones Especiales de la Segunda Guerra Mundial. La lucha tras las líneas enemigas» (La Esfera de los Libros).

Se trataba de 70 comandos divididos en nueve equipos. Dos equipos de asalto fueron los que lideraron el camino y tomaron las posiciones enemigas posicionadas a izquierda y derecha del dique. Estos estaban bajo las órdenes del teniente Corran Purdon, un soldado de tan solo 20 años que ya había estado en un comando de asalto en Noruega. Y mientras, los equipos de demolición, al mando del teniente Stuart Chant, un jugador de rugby y antiguo corredor de bolsa, avanzaban. Cuando los principales objetivos fueron destruidos, se retiraron hasta el punto de evacuación.

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«Según los testimonio de los supervivientes, parecía que el río estuviera en llamas, ya que tanto las lanches en las que habían llegado, como la embarcación en la que debían escapar, habían sido alcanzadas. El fuego iluminaba la noche a la vez que la oscurecía con el humo. Quedaban unos cien hombres con vida, algunos de ellos heridos, y no había ninguna posibilidad alguna de escapar por el Loira, por lo que fueron reorganizados rápidamente en grupos de unos veinte soldados con una única instrucción: buscar una vía de salida de las instalaciones de Saint-Nazaire y salir a campo abierto. Allí, quizá con la ayuda de la población local, tal vez les quedara una última oportunidad de vivir».

Hacia el espigón

En primer lugar fueron hacia el viejo espigón para coger las lanchas motoras, pero los nazis les estaban esperando. El teniente coronel Charles Newman se enfrentó a una dura decisión, puesto que, de los 269 comandos de su equipo, más de la mitad estaban heridos y con poca munición. Marineros, policías y trabajadores portuarios alemanes habían recibido la orden de actuar, así que no le quedaba más remedio que improvisar un nuevo plan de escape. Este fue atravesar la ciudad de Saint-Nazaire, plagada de refuerzos alemanes, para cruzar después los casi 650 kilómetros de territorio enemigo que les separaban de la España neutral.

Los comandos supervivientes evitaron la plaza del casco antiguo, que estaba asediada por fuego enemigo, así que se dirigieron al único puente que podía conectarles con la ciudad para cruzarla. Entre ellos estaba el teniente Purdon, cuyo equipo había volado la caseta Norte del dique. Y también el teniente Chant, que fue herido en la rodilla. Muchos hombres, sin embargo, iban cayendo ante el intenso fuego de los nazis. Poco después, los supervivientes llegaron al puente y, en cuestión de segundos, consiguieron llegar al otro lado y desaparecer entre las calles de la ciudad.

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El amanecer se acercaba con cientos de soldados alemanes peinando las calles, pero los comandos estaban escondidos bajo tierra, en sótanos de casas, con la idea de esperar a que pasara el día para huir cuando volviera a oscurecer. Sin embargo, el cerco se fue cerrando y acabaron siendo acorralados. Muchos de ellos tienen que rendirse. Chant, incapaz de moverse por la herida en la rodilla, fue de los últimos en ser encontrado. Todos estarían pensando por qué el HMS Campbeltown continuaba incrustado en el dique sin que hubiera hecho explosión una hora antes. Allí continuaba, quieto y silencioso con sus 3,85 toneladas de amatol, un potente explosivo situado directamente sobre la puerta del dique seco.

La explosión

Los alemanes no tenían la más mínima idea del plan de los británicos. Pensaban que estos simplemente querían destruir la puerta del dique estrellando el viejo destructor contra ella. Pronto descubrirían que no. A las 10.35 horas, cuando menos se lo esperaban, toda la ciudad sintió la tremenda sacudida causada por la explosión del Campbeltown. Había unos 100 alemanes a bordo de él que perdieron la vida al instante. Cuentan que los restos humanos llegaron tan lejos que los equipos de limpieza tardaron días en encontrarlos todos. La puerta del dique, de 1.360 toneladas, quedó totalmente desencajada y el río lo inundó todo.

Después de todo, el objetivo había sido cumplido, aunque parecía imposible. La «Operación Chariot» era un ataque suicida, pero acabó causando daños irreparables en el dique. El Ejército nazi, de hecho, no pudo repararlo durante lo que quedaba de guerra. No volvió a funcionar hasta 1947, lo que provocó también que el Tirpitz no volviera a navegar por el Atlántico. El poderoso buque estuvo escondido en los fiordos noruegos hasta que fue destruido por los bombarderos Lancasters de la RAF en noviembre de 1944.

El balance final, sin embargo, no fue tan positivo como los británicos pudieran pensar. Según los datos aportados por Manuel J. Prieto, de los 277 comandos que llegaron a la desembocadura del río Loira, 65 murieron. A estos habría que sumar los 105 marineros que también perdieron la vida en aquella intrépida acción. Solo tres de las 17 lanchas motoras que participaron en el ataque escaparon del infierno de Saint-Nazaire y consiguieron volver a Inglaterra. De los más de 600 participantes del ataque, más de 400 no volvieron a casa. Como dijo sobre esta operación el oficial de la Royal Navy Louis Mountbatten, «en Saint-Nazaire se ganaron no menos de cinco cruces la victoria, con mucho la mayor proporción de ellas jamás otorgada por una sola operación. Y esta es la medida del heroísmo de todos los que participaron en esa magnífica empresa».

Origen: La epopeya suicida de la Royal Navy para destruir el mayor acorazado de los nazis en la II Guerra Mundial

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