La gran catástrofe de la frontera grecoturca
Lo que hoy son las fronteras entre Grecia y Turquía representan mucho más que una simple separación entre dos países del Mediterráneo. División natural entre dos continentes, han significado el linde simbólico entre las civilizaciones de Occidente y Oriente. De la legendaria guerra de Troya a la conquista turca de Constantinopla, la historia ha reservado para la región un espacio privilegiado en sus crónicas. Hoy vuelve a estar en el punto de mira como escenario de una grave crisis humanitaria que afecta a miles de refugiados llegados de las guerras de Oriente Próximo. Hoy como ayer, la frontera sigue separando dos mundos.
Desgraciadamente existe un precedente de la actual situación. Hace unos 100 años la región vivió una crisis humanitaria de aún mayores proporciones, que afectó a la vida de millones de personas y que aún hoy representa una profunda herida para ambos países. El foco principal de aquel desastre se encuentra a unos escasos 100 kilómetros de la isla de Lesbos, epicentro de la actual crisis de refugiados: es la costera y populosa ciudad turca de Izmir o Esmirna.
Desde que Grecia lograra su independencia en el siglo XIX, el objetivo de los nacionalistas fue la ‘Megali Idea’: ampliar su territorio a sus fronteras históricas y ‘refundar’ el Imperio Bizantino
Pero entender que sucedió en Esmirna en 1923, unos hechos que aún los griegos bautizan como la ‘Gran Catástrofe’, nos obliga a remontarnos todavía más años atrás. Si hubo una gran catástrofe es porque antes hubo una Gran Idea. Así, Megali Idea, es como bautizaron los nacionalistas griegos a la utopía de reconstruir una moderna Magna Grecia (aunque en este caso miraría más hacia el Imperio Bizantino que hacia el sur de Italia). Desde que Grecia lograra su independencia del Imperio Otomano en 1831, este fue el objetivo de muchos nacionalistas: recuperar un idealizado Bizancio y unir a todos los griegos diseminados a lo largo y ancho del imperio.
La Grecia que nació en el siglo XIX era un Estado pequeño comparado con sus predecesores históricos. En parte nació gracias a las potencias occidentales, que necesitaban un estado satélite en medio del Imperio Otomano y que además idealizaban el mundo griego como cuna de su civilización.
El recién nacido estado, con capital en una Atenas de poco más de 5.000 habitantes que nada tenía que ver con la gloriosa polis de Pericles, apenas comprendía entonces las regiones del sur y el Peloponeso. Pero ambicionaba conquistar Macedonia, el Épiro, el Dodecaneso, las islas del Egeo, Creta, Chipre, Tracia y las costas occidental y norte de Anatolia. Y todo ello, con capital en Constantinopla, para reinstaurar por fin el esplendor del Imperio Bizantino. Toda la política exterior del nuevo Estado el siglo XIX y primera parte del siglo XX giró en torno a este ideal.
Estos planes tuvieron predicamento no solo en Grecia, sino entre buena parte de la diáspora que aún vivía en el seno del imperio turco, especialmente en Constantinopla y Esmirna, dos grandes ciudades de mayoría griega. Cabe recordar que el imperio otomano era en aquel entonces un Estado multiétnico y multirreligioso que se expandía por los Balcanes y Asia Menor, y que las distintas comunidades nacionales no estaban concentradas en un territorio propio, sino esparcidas por todo el imperio. A los griegos les unía sobre todo la religión cristina ortodoxa y, en menor medida, el idioma.
En Asia Menor, las distintas comunidades helenas habían sufrido su propia evolución y contaban ya con sus tradiciones propias. Poco tenía que ver un griego de Esmirna con un griego de la histórica región de Ponto, al noreste. Y poco tenían que ver ambos con los griegos europeos. Algunos hablaban turco pero profesaban la religión ortodoxa, otros hablaban un griego muy arcaico pero eran de religión musulmana. Por lo tanto, una mezcla difícil de conjugar en una única nación.
Ya hacia finales del XIX y con un decadente Imperio Otomano al que llamaban “el enfermo de Europa”, los nacionalismos de los Balcanes aspiraban a la construcción y expansión de sus propios estados. Los límites étnicos no estaban nada claros y el puerto de Tesalónica era codiciado tanto por griegos como por serbios y búlgaros. Además, en 1897 la isla de Creta se alzaría contra el imperio para unirse a Grecia. El estado griego declaró la guerra a los turcos sufriendo, sin embargo, una dolorosa derrota. La Megali Idea quedaba más lejos.
Las comunidades griegas estaban esparcidas por todo el Imperio Otomano , incluida Asia Menor, y eran mayoría en Esmirna; pero había muchas diferencias entre sí: algunos eran musulmantes grecoparlantes; otros ortodoxos de lengua turca
Sin embargo, fue precisamente un cretense, Eleftherios Venizelos, el que cambiaría el rumbo de los acontecimientos. Tras su irrupción en el poder en 1910, Venizelos retomó la aspiración de la Gran Idea y lideró a Grecia en las guerras balcánicas de 1912 y 1913, años en los que primero el Imperio Otomano perdió casi todos sus territorios en Europa y después los distintos estados emergentes se disputaron las fronteras de la península.
Grecia arrebató a serbios y búlgaros las regiones históricas del Epiro, Macedonia y Tracia Occidental, quedándose con el codiciado puerto de Tesalónica, además de sumar también Creta y Samos. Los territorios agregados a la nueva Grecia sumaban un 70% más a la extensión total del país, aumentando el número de habitantes en dos millones de habitantes, casi el doble de la población griega hasta el momento.
Poco después también arrancó en los balcanes la Primera Guerra Mundial (1914-1918), capítulo clave en esta historia, especialmente porque supondrá el desmembramiento definitivo del Imperio Otomano tras cinco siglos. Pese a que Grecia comenzó como estado neutral, la entrada otomana en el bando de las potencias centrales llevó a Venizelos a apoyar a los aliados.
De nuevo, la obsesiva Gran Idea tuvo la culpa: era la oportunidad de arrebatar los territorios históricos al moribundo imperio. Esta posición dividió al país entre partidarios de Venizelos, favorable a entrar en la Gran Guerra, y leales al rey Constantino I, favorable a mantener la neutralidad. La victoria de los aliados dio la razón al político cretense que al poco tiempo quiso cobrarse su apoyo reclamando su parte del pastel.
La Gran Guerra también trajo con ella un odio irreconciliable entre las comunidades que durante siglos habían convivido más o menos pacíficamente en el seno del imperio. Durante el conflicto, más de 450.000 griegos tuvieron que exiliarse a las regiones occidentales de lo que hoy es Turquía.
En paralelo al conocido como genocidio armenio, los nacionalistas turcos y las autoridades otomanas también la tomaron contra los griegos de Anatolia, que sufrieron numerosas atrocidades: deportaciones indiscriminadas y crímenes que todavía hoy están por esclarecer. Especialmente sangrante fue la situación en la región de Ponto, al sudeste del Mar Negro. Aún hoy Grecia exige a la comunidad internacional que reconozca esos hechos como un genocidio.
Con el fin de la guerra, Venizelos reclamó las regiones que quedaban para formar la anhelada Gran Grecia, incluyendo las provincias occidentales de Asia Menor. Aunque las negociaciones no habían alcanzado su fin, y ante el temor de que un nuevo competidor, Italia, le arrebatara ahora la región, Venizelos se adelantó y el 15 de mayo de 1919 ocupó la ciudad de Esmirna y, con ello, arrancó la guerra grecoturca. El Tratado de Sévres de 1920 permitió a Grecia gestionar los nuevos territorios de Anatolia por cinco años, aunque la soberanía seguía siendo turca. Pasados estos cinco años, las regiones pasarían bajo poder griego tras referéndum.
Con la llegada de Venizelos al poder, el sueño se acerca: Grecia se aprovecha de las guerras balcánicas y la Gran Guerra para extender su territorio a costa del desmembrado Imperio Otomano
En solo nueve años, Grecia había pasado de tener una superficie de 64.679 km2 con una población de poco más de 2,5 millones de personas a extenderse por 173.799 km2 con una población total de más de 7 millones habitantes. El sueño parecía cumplido. Sin embargo, fue el inicio de la pesadilla.
El país llevaba 9 años seguidos de guerra ininterrumpida y fue incapaz de mantener cierto orden en sus nuevas conquistas. La administración de la ciudad, todavía muy multicultural y que en ese momento había acogido a unos 100.000 refugiados de la guerra, fue un auténtico caos. Los abusos de policía y civiles contra la comunidad turca de la ciudad fueron numerosos. El odio racial estaba en el orden del día.
Los acontecimientos se precipitaron los dos siguientes años. Grecia fue perdiendo el favor del mundo occidental, que vio en la nueva Turquía un aliado de más peso en la región. La revolución del movimiento nacionalista comandado por Mustafá Kemal, posteriormente conocido como Atatürk (‘padre de los turcos’), triunfó y la guerra estaba a punto de tomar otro rumbo. Con este empuje, Grecia sumaría las posteriores batallas por derrotas.
Pronto Esmirna se convertiría en el foco de atención para los turcos que se disponían ahora de recuperar lo que consideraban suyo. El ejército avanzaba por todos los frentes y se dirigía hacia la ‘infiel’ ciudad -así era conocida entre muchos turcos- con ganas de venganza. Grecia, ahora sin ningún apoyo exterior y con un ejército debilitado, se retiraba ofreciendo una tímida resistencia y dejando a Esmirna a la merced de las tropas de Kemal. El caos volvió a apoderarse de la ciudad.
La minoría turca, sabiendo la inminente victoria de los suyos, se tomó la justicia por su mano. Aunque en un primer momento la ocupación se hizo de forma pacífica, el odio étnico volvió a manchar de sangre toda la ciudad. Los barrios armenio y griego fueron literalmente arrasados por las llamas. Sólo el barrio turco y el judío se salvaron de un aberrante ejercicio de limpieza étnica con todo tipo de atrocidades. Los barcos de refugiados se amontaban en el puerto para tratar de rescatar al máximo número de personas de una ciudad incendiada. Un fin dantesco. La Gran Catástrofe fue un hecho un 13 de septiembre de 1922.
La guerra grecoturca estuvo marcada por el odio étnico. La caída de Esmirna, el 13 de septiembre de 1922, fue dantesca: los barrios armenio y griego fueron arrasados por las llamas y miles de personas asesinadas o obligadas a exiliarse
La caída de Esmirna fue traumática en términos simbólicos para el mundo griego y puso un final abrupto al sueño nacionalista. Pero las consecuencias prácticas fueron, por supuesto, mucho peores. El Tratado de Lausana, firmado el 30 de enero de 1923, planteó como única solución viable un intercambio masivo de poblaciones que, de hecho, ya se había producido con el efecto de la guerra. Una primera estadística de 1923 habla de un total 785.000 refugiados que se movieron en condiciones paupérrimas. Se estima que en los primeros nueve meses después del influjo, se produjeron 6.000 muertos al mes.
La primera estadística oficial en 1928 fijaba los refugiados en más de 1,2 millones de personas y hoy se calcula que probablemente fueron 1,4 millones. Por el lado turco, unas 500.000 musulmanes que vivían en zonas griegas se desplazaron a Asia Menor. Se trata del segundo mayor intercambio de poblaciones del siglo XX tras el que protagonizaron India y Pakistan en la década de los años 40.
El impacto demográfico y social fue brutal, en especial en las zonas urbanas. En el Pireo, por ejemplo, se pasó de 123 habitantes a 69.000 en sólo siete años. Más allá de la precariedad social, también hubo un importante choque cultural. Cabe recordar que muchos de estos griegos ‘asiáticos’ eran completamente distintos en tradiciones a sus compatriotas europeos. Todavía hoy se arrastran las diferencias y muchos descendientes de ese éxodo forzado mantienen vivo el orgullo de sus orígenes.
Durante esos años de exilio, en el sur de una ya superpoblada Atenas, nació un suburbio bautizado como Nueva Esmirna. Es uno de los recuerdos de la ciudad de Asia Menor, que contó con presencia griega desde tiempos homéricos, y desde hace un siglo borrada del mundo helénico para siempre.