La guerra de Franco contra el estraperlo: así fue la resistencia al régimen en los hambrientos años 40
En 1941, ABC informaba de la utilización de los tribunales militares de España para luchar contra los delitos de «acaparamiento, ocultación y venta, a precios abusivos, de los bienes de primera necesidad», con penas de muerte y cadenas perpetuas
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ABC, 28 de octubre de 1941: «Señores estraperlistas, ya está montada la máquina penal que habrá de extirpar vuestras malvadas ganancias y traeros a los caminos de la honestidad. Si persistís en vuestros manejos, negocios bajo cuerda y demás culpas contra el bien público, no durará muchos días vuestra ilusión de impunidad. Hay cerrojos, detrás de puertas de hierro, que se abren con facilidad para entrar, pero muy difícilmente para salir, como no sea para enfrentarse con el pelotón de ejecución. La perspectiva, señores del mil por ciento de lucro en venta, no tiene nada de halagüeña».
La noticia, entre advertencia y amenaza, fue publicada con motivo de la creación de los tribunales militares en las diferentes regiones de España para luchar contra los delitos de «acaparamiento, ocultación y venta, a precios abusivos, de los bienes de primera necesidad».
El titular, a toda página, no podía ser más claro: ‘Se acerca inexorablemente la hora del castigo para los logreros y traficantes sin conciencia’. Fue la reacción del primer Gobierno franquista, tras la Guerra Civil, para luchar contra el estraperlo e intentar atajar el acuciante problema del hambre que estaba azotando al país.
En 1939, la mayoría de los campos de cultivo habían sido arrasados y no podían surtir a los comercios de las ciudades. Para que se hagan una idea, de las 750 panaderías que había en Barcelona en los últimos meses de la Segunda República, al final de la guerra solo funcionaban 180. En Madrid el número era todavía más bajo. El panorama era desolador, incluso, para la Falange, que en diciembre de 1940 enviaba el siguiente informe al Gobierno desde Alicante: «La situación es pavorosa, tenemos toda la provincia sin pan y sin la posibilidad de adquirirlo. Hace más de cuatro meses que no se ha repartido aceite, por no hablar de otros productos. En la provincia, prácticamente todos seríamos cadáveres si tuviésemos que comer de los racionamientos».
Cartilla de racionamiento
El país no estaba para bromas. En mayo del año anterior el régimen franquista había establecido las famosas cartillas de racionamiento para «26 millones de españoles o extranjeros residentes», según anunciaba la orden emitida por la nueva administración. La decisión se tomó después de otro informe emitido cuatro días antes en el que se advertía de la situación: «Tenemos la necesidad de asegurar el normal abastecimiento de la población e impedir que prospere cierta tendencia al acaparamiento de algunas mercancías. Por eso se aconseja la adopción, con carácter temporal, de un sistema de racionamiento para determinados productos alimenticios».
Las cartillas eran de dos tipos, familiar e individual, que contenían cupones para los diversos productos que se iban a distribuir cada semana, los cuales dependían de las existencias y, por lo tanto, cambiaban muy a menudo. El decreto de 28 de junio, por ejemplo, establecía los siguientes alimentos y cantidades diarias por persona: 400 gramos de pan, 250 gramos de patatas. 100 gramos de legumbres, 50 gramos de aceite, 30 de azúcar, 125 de carne, 25 de tocino y 200 de pescado fresco.
Sobre el papel no estaba nada mal. El problema es que las entregas no se cumplían nunca. Por lo general, los españoles volvían a casa con un pellizco de pan negro, un puñado de lentejas llenas de gusanos, azúcar amarillo, un poco de chocolate y algún que otro boniato. Era tan escaso que la cartilla fue bautizada como el «salvoconducto del hambre». Las familias estaban obligadas a pujar por el poco género que se ponía a la venta para completar su pobre dieta. «Se formaban colas en los comercios y los vecinos se peleaban por coger un hueco, ya que los productos que se distribuían entre la población no llegaban a los últimos. Más de dos tortas de los mayores me he llevado yo», reconocía Bienvenida Verdú a ABC en 2013, que durante la posguerra vivía en la pedanía albaceteña de Nava de Abajo.
Atajar la inflación
En las grandes ciudades esas filas se formaban desde las cuatro de la mañana aunque las tiendas abrieran a las nueve. La única opción de asegurar la supervivencia era comprar en el mercado negro, pero la demanda era tan elevada que la inflación comenzó a hacer estragos. Solo unos pocos tenían opción de hacer frente a los desorbitados precios. Para atajar la situación y controlar los precios, el Gobierno estableció el ‘régimen de tasas’ en agosto de 1939. En septiembre del año siguiente lo intentó con la Fiscalía de Tasas, una entidad que sancionó los abusos y el acaparamiento de productos. A esta le siguió la Junta Superior de Precio en 1941, pero ninguna de todas estas instituciones logró su objetivo. El estraperlo, o mercado negro, es un triste protagonista de uno de los periodos más críticos de nuestra historia reciente.
«La intervención del Estado a partir de la aplicación de la política autárquica generó un mercado paralelo al margen de los precios oficiales establecidos por el régimen. Dio lugar, en suma, a un mundo de ficción, de hipocresía, de desorden, de ilegalidad, de miseria… pero también de resistencia y represión», apuntaban los historiadores Miguel Gómez Oliver y Miguel Ángel del Arco Blanco en su artículo ‘El estraperlo: forma de resistencia y arma de represión en el primer franquismo’, publicado por la Universidad de Salamanca en 2005.
En este sentido, la mencionada utilización de los tribunales militares para controlar este fenómeno, a partir de octubre de 1941, establecía penas mucho más duras que las anteriores. Así lo explicaba ABC: «¿Sabéis cuáles son las sanciones? Las que previene el Código de Justicia Militar contra los delitos cometidos contra la seguridad del Estado y el Ejército, cuyo capítulo se abre con la definición y castigo del de rebelión: ‘Los reos de rebelión militar serán castigados, en primer lugar, con la pena de muerte el jefe de la misma y, en segundo, con la reclusión perpetua a muerte los demás no comprendidos en el caso anterior». «¿Por qué has de ser tú quién sirva de ejemplo ante un pelotón de fusilamiento, si por un casual has cometido delitos de esta especie o en el fondo de tu conciencia persiste todavía la tentación de seguir cometiéndolos?», se preguntaba a continuación.
Para Del Arco Blanco, esta persecución escondía también un problema mucho mayor. «La reacción de la dictadura fue la de desarrollar importantes campañas de propaganda o castigar a los pequeños estraperlistas, mientras que toleraba el comercio clandestino y la impunidad de los principales responsables del gran estraperlo. De esta forma, la corrupción fue algo estructural dentro de la dictadura, justificándose no sólo por los intereses individuales que satisfizo, sino también porque fue un elemento esencial dentro de los mecanismos que consolidaron y dieron estabilidad al nuevo Estado surgido de la Guerra Civil», defiende el historiador en su artículo ‘La corrupción en el franquismo: el fenómenos del gran extraperlo’, (Revista ‘Hispania Nova’, 2018).
El ‘año del hambre’
El estraperlo alcanzó su nivel más alto en 1946. Fue conocido como el «año del hambre». El informe de la Cámara de Comercio de Sabadell calculó que el precio del azúcar era 10 veces mayor que el establecido de manera oficial. El del pan se había multiplicado por cuatro, el del aceite por seis, el del arroz por cinco y el de las patatas por tres.
La cartilla estuvo en funcionamiento hasta abril de 1952. Ese año, el consumo de carne per cápita se había duplicado para esa fecha, por lo que el Gobierno consideró que ya no era necesaria. En total fueron 13 años de carencias que llevaron a muchos investigadores a defender la idea de que la Guerra Civil no acabó, en realidad, hasta el final del racionamiento. De hecho, se calcula que entre 1939 y 1942 se produjeron entre 200.000 y 600.000 muertes como consecuencia de la mala alimentación o de las enfermedades derivadas de ella. Un margen muy amplio cuyo umbral inferior es el dato que ofrecen Stanley Payne en ‘El régimen de Franco’ o Juan Díez Nicolás en ‘La mortalidad en la Guerra Civil española’. Otros estudios estiman que la mortalidad asociada a la desnutrición aumentó un 250% en los años 40.