La insólita entrevista en 1967 al «cerebro» del nazismo: «Hitler era sanguinario y mostraba anomalías sexuales»
Más de veinte años después de la Segunda Guerra Mundial, Otto Strasser era el único testigo vivo que podía explicar cómo fue el ascenso del nacionalsocialismo en Alemania, puesto que él y su hermano fueron los principales impulsores del movimiento junto al «Führer», con quien tuvieron un trato más que familiar
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Cuando se publicó esta entrevista en la revista «Planeta» de Buenos Aires, habían pasado ya más de veinte años desde la muerte de Hitler y el final de la Segunda Guerra Mundial. Los crímenes de la Alemania nazi, el derrumbe del Tercer Reich, los 80 millones de muertos y la miseria de la posguerra quedaban muy lejos. El país había experimentado su particular «milagro» y se había erigido ya como la primera potencia económica de Europa, por lo que el nivel de vida a ambos lados del muro de Berlín era aceptable.
El entrevistado, por su parte, seguía vivo para contarlo con 70 años. Y lo cierto es que había pocos testigos como él para explicar de primera mano cómo se había producido el ascenso del nazismo en Alemania, puesto que fue uno de sus principales impulsores junto a Hitler. Hablamos de Otto Strasser, el líder de aquella famosa «izquierda fascista» que, con ayuda de su hermano Gregor, a punto estuvo de robarle el liderazgo del Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán (NSDAP) al futuro dictador y, según muchos historiadores, incluso de convertirse en el canciller del país en vez de este. ¿Se habría desatado la guerra y el genocidio si este hubiera ganado su particular batalla contra el compañero Adolf en el seno del partido nazi?
La pelea entre Otto Strasser y Hitler
Luego llegaron las diferencias y los ataques y Hitler comenzó a ver amenazado su liderazgo, por lo que fue apartando a los Strasser de los puestos más relevantes del partido. Los hermanos, sin embargo, nunca cesaron en su empeño de hacer virar el nazismo hacia posiciones más socialistas. Un ejemplo de ello es la discusión que Otto mantuvo con él, en Berlín, a raíz de un artículo crítico que este había publicado, en el que establecía la diferencia entre el ideal, que es eterno, y el líder, que tan solo es su sirviente.
Según recoge Alan Bullock en «Hitler y Stalin: Vidas paralelas» (Kailas, 2016), estas fueron las palabras de Hitler: «Todo eso no son más que disparates. En el fondo no estás diciendo otra cosa que otorgar a todos los miembros del partido el derecho a decidir lo que ha de ser el ideal, incluso a decidir si el líder es fiel o no al llamado ideal. Eso es democracia de la peor especie y no hay lugar entre nosotros para tales concepciones. Para nosotros el líder y el ideal son una y la misma cosa, y todo miembro del partido debe hacer lo que manda el líder. Tú mismo fuiste soldado… Y yo te pregunto: ¿estás dispuesto a someterte a esta disciplina o no?».
Otto Strasser respondió: «Pretendes estrangular la revolución social en aras de la legalidad y de tu nueva colaboración con los partidos burgueses de derechas». Y el futuro dictador enfureció ante su insinuación: «Yo soy socialista, y un socialista de índole muy distinta a la de tu rico amigo el conde de Reventlow. En otros tiempos fui un hombre trabajador común y corriente. Yo no permitiría nunca que mi chófer comiese peor que yo. Lo que tú entiendes por socialismo no es otra cosa que marxismo. Y ahora fíjate en lo que te digo: lo único que quiere la masa de trabajadores es pan y circo. No entiende nada de ideales. Jamás podremos ganarnos a los trabajadores apelando a estos».
La conversación se reanudó al día siguiente en presencia de Gregor Strasser y Rudolf Hess, en la que Otto se pronunció por la nacionalización de la industria y Hitler le replicó con desprecio: «La democracia ha dejado al mundo en ruinas y, sin embargo, ahora tú pretendes extender eso a la esfera económica. Sería el fin de la economía alemana. Los capitalistas se han abierto paso hasta la cima gracias a su capacidad, y sobre la base de esa selección, que es una nueva prueba de que son una raza superior, tienen el derecho de mandar y dirigir».
Dos meses después de aquella disputa, a finales de junio de 1930, Hitler dio instrucciones a Goebbels de que su principal opositor fuese expulsado del partido junto a sus seguidores. Le acusó de conspiración y alianza con el judaísmo y tuvo que huir del país, dando tumbos por Austria, Portugal, Estados Unidos, Canadá o Checoeslovaquia, donde fue víctima de varios intentos de asesinato por parte de la Gestapo. Su hermano corrió peor suerte, puesto que fue detenido y asesinado por las SS en la famosa Noche de los Cuchillos Largos de 1934. Pero Otto pudo regresar a Alemania nada más terminar la Segunda Guerra Mundial. Y en julio de 1967, el periodista y escritor ruso Víctor Alexandrov tuvo la oportunidad de entrevistarlo en su casa de Munich. Y esta fue la insólita y reveladora charla:
La entrevista:
—Usted es considerado generalmente el «cerebro del nacionalsocialismo». ¿Está de acuerdo?
—Sí y no. Estoy de acuerdo si entendemos por ello que traté de dar una forma al oscuro concepto del nacionalsocialismo y de utilizarlo según los datos económicos y políticos. Siempre lo hice, guiado por mi educación y mi forma de pensar. En primer lugar, con lo que se llamó el «Programa de Bamberg» y, después, en mis «Catorce tesis de la revolución alemana», que aparecieron en 1930. Esta obra fue justo el principal motivo de mi rivalidad con Hitler, más allá de una animosidad recíproca, pues él se empeñaba en no tener ningún programa y, menos, anticapitalista. De esta forma quería obtener el apoyo de los poderosos que necesitaba para tomar el poder. Por eso hizo todo lo posible, sobre todo después del golpe de Estado del 9 de noviembre de 1923 [el Putsch de Múnich], para no provocar al capitalismo, al ejército y a la burocracia. En ese sentido, yo no era el «cerebro del nacionalsocialismo», tal como Hitler lo desarrolló.
—¿Cuándo y dónde conoció a Hitler?
—En otoño de 1920, en la época en que yo era estudiante de la Universidad de Economía y Jurisprudencia de Berlín. Mi hermano Gregor, entonces farmacéutico en Landshut, me invitó un día a su casa para conocer a dos personas importantes. En esa época, mi hermano era ya jefe del Cuerpo Franco de la Baja Baviera, una de las numerosas organizaciones paramilitares contrarias al tratado de Versalles que iba a firmarse. Su ayudante era Heinrich Himmler, quien se encargaba de reunir a los miembros dispersos de la organización y las armas, para mantenerlos en condiciones. Fui a Landshut y allí mi hermano me informó de que estaba esperando al general Ludendorff y a un tal Adolf Hitler. Ludendorff quería iniciar el reagrupamiento de todas las asociaciones paramilitares y con ese fin iba a hablar con mi hermano, para que pusiera su grupo bajo sus órdenes. Lo acompañaría Hitler, que era su «asesor político», porque pensaban que, sin una preparación política, ningún golpe tendría éxito. Hitler debía asumir esa tarea, pues sus reuniones públicas contaban ya con numeroso público.
—¿Qué impresión le causó Hitler?
—Cuando llegaron en automóvil, el general Ludendorff me impresionó profundamente y correspondía exactamente con lo que me había imaginado. Hitler, en cambio, me resultó desagradable por el servilismo que evidenciaba en presencia del general. Lo colmaba de atenciones como un maitre de hotel a un huésped de categoría. Cuando conversaba con él, todas sus frases comenzaban y terminaban con un «por supuesto, excelencia», acompañado de una reverencia más o menos insinuada. Esa actitud ya me hubiera resultado chocante de haber vestido uniforme, pero con ropas civiles me resultaba doblemente desagradable. Ludendorff, en cambio, a pesar de lucir uniforme militar, hablaba de de manera sencilla y natural y escuchaba con interés todas las sugerencias.
—¿Cuál era su posición política en esa época?
—Yo todavía era miembro del partido socialdemócrata. Hitler, que se había informado acerca de mí antes de nuestra entrevista, me atacó de inmediato. «¿Es cierto que tomó usted en marzo las armas contra el golpe nacional y, por consiguiente, contra su excelencia Ludendorff?», me preguntó con tono cortante. Y le respondí: «Sí, y también lo hice el año anterior contra el poder del Consejo de Baviera, porque me opongo a toda dictadura, ya sea roja o parda. Además, estoy convencido de que el resurgimiento nacional solo podrá hacerse con la bandera del socialismo y no con la del capitalismo y la reacción. Y aunque los golpistas eran nacionalistas, también eran reaccionarios y capitalistas». Ludendorff me dio la razón: «Todos eran viejos reaccionarios. Cuando lo advertí, los abandoné inmediatamente y me desvinculé de su intento». Entonces le pedí a Hitler que me dijera cuál era el programa de su nuevo partido, que se llamaba Partido Obrero Nacionalsocialista, pero fue en vano. Al despedirse, Hitler se dirigió a mi hermano: «Con usted me hubiera entendido fácilmente, pero su hermano es un marxista y un intelectual. Es difícil ponerse de acuerdo con esa gente».
—¿Cuál fue su impresión en general y cuáles fueron las consecuencias de esa entrevista?
—Mi impresión fue totalmente negativa. Hitler no podía precisar su pensamiento y carecía de plan claro, o bien no quería revelarlo. En mi opinión, en esa época y después, Hitler no tenía un programa político, solo quería el poder, solo eso. Cualquier programa que lo llevase al poder le hubiese convenido. Su intuición le hizo comprender que la unión del nacionalismo y del socialismo, las dos fuerzas del siglo XX, eran el camino que lo llevaría a él al poder.
—¿Considera entonces que Hitler no creía en ningún concepto político?
—Sí, creía en el antisemitismo, si podemos llamar a eso un concepto político.
—¿Cuándo y dónde volvió a ver nuevamente a Hitler?
—Mi hermano ingresó en el partido nazi y yo abandoné el partido socialdemócrata. Me mantuve entonces al margen de la política, aprobé mi doctorado e ingresé como informante en el ministerio de Abastecimiento y Agricultura en Berlín. El 9 de noviembre de 1923 se produjo el golpe de Hitler. Mi hermano fue detenido y condenado con Ludendorff y Hitler, pero en 1924 fue puesto en libertad al ser elegido diputado en la Dieta de Baviera. Hitler permaneció en la prisión de Landsberg y Ludendorff fue absuelto. Es más, después del alejamiento de Hitler de la vida política alemana, Ludendorff y mi hermano se hicieron cargo de la dirección política del partido, para su gran desagrado. En esa época mi hermano pidió mi colaboración, en su carácter de consejero político, para hacer del NSDAP un verdadero partido nacionalsocialista, con un programa claro y eficaz. Ingresé entonces en el partido, pero sin Hitler, y fundamos las «Letras Nacionalsocialistas» y designamos jefe de redacción a Joseph Goebbels, exmiembro del Partido de la Libertad del Pueblo Alemán. Recibía un pequeño sueldo mensual como secretario particular de Gregor, el primer dinero que el joven Goebbels ganó regularmente.
—¿Cómo volvió Hitler a la escena?
—Mediante una serie de influencias aún no aclaradas. Según las investigaciones de los historiadores, Hitler habría sido puesto en libertad de forma totalmente inesperada e, incluso, se le habría permitido reiniciar su actividad política, aunque siempre fuera extranjero y a pesar de haber sido condenado a varios años justamente por sus actividades políticas. Prusia emitió una orden de arresto y le prohibió residir en su territorio y hacer uso de la palabra en público, de modo que dos tercios de Alemania le eran inaccesibles. Mi hermano aprovechó esa situación para convocar un mitin en Hannover para constituir una comunidad con todos los trabajadores del norte de Alemania. Las «Letras Nacionalsocialistas» serían para ellos un órgano de formación política y servirían para ampliar y difundir la acción. En Berlín fundamos las «Ediciones Combate» y, como yo debía asumir la dirección, acepté continuar mi colaboración, pero puse como condición la adopción de un programa definido, que elaboré junto a mi hermano y que se conoció como «Programa de Bamberg». Este fue aprobado por la asamblea de Hannover. Así, mientras en el sur de Alemania reinaba Hitler, en el norte mi hermano tenía sólidamente el partido en sus manos. Goebbels y yo aseguramos el apoyo intelectual. Hitler tomó la iniciativa durante una reunión del partido en Bamberg, en primavera de 1926, para tratar de obtener por la fuerza una elección definitiva entre «hitlerismo» y «strasserismo». Aquello no tuvo otra consecuencia que el ingreso de Goebbels en el sector hitlerista, que tenía la ventaja de ser el más rico.
—¿Cómo fueron sus relaciones con Hitler?
—Después de la reunión en Bamberg, la antipatía que Hitler sentía por mí aumentó cuando Goebbels le contó que en Hannover yo me había posicionado contra el antisemitismo de Munich. Pero Hitler sabía muy bien que, mientras durase su destierro del norte de Alemania, no podía hacer nada sin mi hermano y trató de estrechar sus vínculos con él. De hecho, fue el padrino de los mellizos de mi hermano, frecuentó asiduamente su casa, y en oportunidad de la muerte de mi padre, pronunció una alocución fúnebre en la casa de mi familia, de modo que entre 1925 y 1930 mantuve numerosas entrevistas con él. Esto es importante, porque hay una diferencia entre el hecho de haber conocido a un hombre en privado en sus comienzos y verlo en el poder. Junto con Rudolf Hess, soy el único hombre vivo que conoció a Hitler en sus comienzos y en un círculo muy restringido.
—¿Y cuál es su juicio definitivo acerca de la personalidad de Hitler?
—Coincide exactamente con mi primera impresión de 1920. El encanto austríaco de Hitler y sus accesos de furia igualmente controlados eran tan irresistibles como su voluntad sobrehumana. Gracias a su poder de intuición, basado justamente en su incultura, Hitler desorientaba a los débiles y a los fuertes por igual, y entonces explotaba sin ningún escrúpulo esos puntos vulnerables, para ganar a su interlocutor a su causa o para intimidarlo, según la importancia que le atribuía. Su fuerza de voluntad, que superaba las dimensiones humanas, se acrecentaba también con su falta de cultura y de conocimientos, convirtiéndose así en el arma decisiva de su desmesurada ambición. Esa ambición indomable, una voluntad poco común, una falta total de principios morales y su poder de intuición fueron los ingredientes de esa mezcla explosiva que, al ser lanzada en medio de la situación revolucionaria de la posguerra tanto en Alemania como en Europa, tuvieron el efecto fatal que todos conocemos.
—¿En qué época tuvo usted frecuentes oportunidades de conversar a solas con Hitler?
—En los primeros años posteriores a su liberación. Hitler era frecuentemente huésped de mi hermano en Landshut y de mis padres en Dinge. Durante esos encuentros privados y sin protocolo, podía en cierta forma salir de sí mismo. Hitler se expresaba de manera muy diferente cuando se hallaba ante un público numeroso que cuando asistía a una pequeña reunión, pues temía la crítica. En este caso, cuando hablaba de política, se limitaba siempre a generalidades, evitaba referirse a cualquier problema con precisión y desviaba la conversación al terreno del arte.
—¿Puede describir alguna jornada que haya pasado en compañía de Hitler?
—Con mucho gusto. En Dingensbüttel, en 1926, estando de visita en casa de mi abuelos, fuimos a buscarlo después del desayuno para visitar la ciudad. De inmediato comenzó a exponer sus proyectos para modificar su aspecto. Su odio se dirigía especialmente contra los techos planos que, según afirmaba, eran de inspiración judía. Al recordar las visitas que hicieron a la ciudad los emperadores, acometió contra los banqueros judíos y los prestamistas, entre los cuales Fugger era, según él, el típico representante judío, y con un ligero movimiento de la mano rechazó mi objeción de que no era judío. Hitler sentía aversión por toda rectificación o corrección, sobre todo si se presentaban pruebas. Le gustaba discurrir solo y llamaba «juegos de intelectuales» a las discusiones. Por la tarde, a la hora del café, Hitler se limitaba a hablar de arte o de obras políticas que coincidían con sus propias concepciones. Recuerdo una larga conversación sobre Maquiavelo. De su obra deducía que todos los hombres son malos y que un jefe debía tomar a César Borgia como modelo.
Esta conversación de 1926 me parece muy importante a la luz de los acontecimientos del 30 de junio de 1934 [la Noche de los Cuchillos Largos en la que su hermano fue asesinado], porque cuando yo condené el cobarde asesinato de sus generales realizados por Borgia, Hitler lo defendió considerándolo su mayor hazaña política. Afirmó que un jefe debe estar dispuesto a separarse de sus compañeros de primera hora si ellos representan un obstáculo para el fin que se propone. En «Mein Kampf» (Mi lucha), Hitler confiesa haber leído solamente libros que confirmaban sus propias convicciones. Buscaba argumentos para su imaginación enfermiza. Casi siempre lo acompañaban Hess y su chofer Schaub. Llevaba un ligero impermeable sobre sus ropas y botas de montar y no se separaba de su fusta. Durante la noche, lo visitaban algunos notables de la ciudad y Hitler les exponía sus planes para la transformación de Munich. Era el hombre más desprovisto de sentido del humor que he conocido. Detestaba los cuentos cómicos, los juegos de naipes y las conversaciones galantes. Se acostaba siempre a las diez de la noche. Era un fenómeno interesante, de un magnetismo extraordinario. He visto a muchas personas que le eran totalmente hostiles entusiasmarse completamente con él al cabo de diez minutos, porque Hitler advertía sus debilidades y sabía halagarlas.
—¿Cuál es su opinión acerca de la actitud de Hitler con las mujeres, basada justamente en su conocimiento personal e íntimo?
—¡Hitler no tenía ninguna relación con las mujeres! Esa fue una de las razones de la desconfianza instintiva que sentía por él. Quien no gusta de las mujeres, no bebe vino y se precia de no fumar ni comer carne, me resulta sospechoso a primera vista. Mi experiencia de la vida me ha enseñado que conviene cuidarse de esta clase de hombres. Frecuentemente, ellos compensan esos sentimientos de frustración en una forma lamentable: anomalías sexuales, crueldad, deseos sanguinarios y un desprecio sin límites por la vida. Y Hitler odiaba a las mujeres. Ignoro si se trataba de una deficiencia congénita o era consecuencia de una experiencia desdichada, pero es totalmente cierto que Hitler era impotente y que, a raíz de ello, había generado odio hacia las mujeres y los hombres muy viriles. No obstante, a pesar de considerar a las mujeres objetos capaces de permitirle alcanzar sus fines, como ganarse la voluntad de ciertos hombres, las veneraba en su condición de madres.
—¿También era así con su sobrina Geli Raubal? ¿La conoció usted? ¿Qué sabe de su muerte?
—Todo lo dicho antes es también válido para la relación que tenía con la hija de su hermanastra, a la cual yo conocí muy bien. La frecuenté lo suficiente como para despertar celos en Hitler, pues no hay duda de que Hitler estaba enamorado de su sobrina. No la amaba como tío, sino que ese amor adquirió un carácter morboso. Mantenía prisionera a Geli, la encerraba en su habitación no solo por la noche, también durante el día. Ella vivía en su casa, de modo que la tenía continuamente vigilada. Cuando salía, hacía que un hombre de su confianza la siguiera. La tiranizó tanto que ella misma me pidió que le consiguiera una autorización para establecerse en Berlín a través de mi hermano.
—¿Y su muerte?
—Es también un capítulo que nunca se aclaró, y cuyo secreto podría encontrarse tal vez en los archivos del Gobierno bávaro. Geli fue encontrada muerta de un balazo en su habitación y Hitler difundió la noticia de que «se había suicidado por desesperación amorosa». En la jerarquía del partido nunca pudo disiparse el rumor de que fue el mismo Hitler quien la había asesinado en una crisis de celos de la cual hubo varios testigos. Según esa versión, Hitler se habría enterado de una carta en la cual Geli confesaba estar embarazada, lo que habría impulsado a Hitler a darle muerte.
—¿Tenía Hitler propensión al sadismo?
—Sin duda alguna. Por ejemplo, le gustaba que le proyectaran las películas grabadas durante las ejecuciones.
—¿A qué ejecuciones se refiere?
—El caso del espionaje Sosnowski en Berlín, por ejemplo, culminó con la decapitación de la baronesa Von Berg en Plotzensee. Pues bien, Hitler se hizo proyectar varias veces la grabación de esa decapitación. Las ejecuciones que siguieron al desmembramiento del movimiento de resistencia del 20 de julio eran igualmente uno de sus filmes favoritos.
—¿Cuáles son los episodios menos conocidos de la vida de Hitler?
—El capítulo más oscuro es el de sus orígenes. Se sabe que el padre de Hitler era hijo ilegítimo de la señorita Maria Schicklgruber, que trabajaba como criada de un judío soltero, quien la habría dejado embarazada. Por lo tanto, el padre de Hitler era mitad judío. Es fácil comprender que el mismo Hitler hiciera todo lo posible por ocultarlo, pero resulta menos comprensible la actitud de sus adversarios alemanes y extranjeros, que no podían ignorar este hecho. Resulta sorprendente que nunca hayan hablado de ello. Si la ascendencia judía de Hitler se hubiera revelado, habría terminado definitivamente con su mito.
—¿Cómo escribió Hitler «Mi lucha»?
—Decir que lo escribió es inexacto. Refirió sus aventuras de juventud e ideas a su compañero de celda Rudolf Hess, quien las escribió. Mientras Hitler caminaba a lo largo de la celda, evocando sus recuerdos de forma incoherente y vaga, Hess se ocupaba de tomar nota de ellos. Después de abandonar Landsberg, Hess habló del manuscrito a Gottfried Feder, uno de los redactores de los famosos «25 puntos». Este último lo completó y luego lo envió, para una última corrección, al padre Stenzler, jefe de redacción de un periódico nacionalista de prestigio, el «Miesbacher Anzeiger», que calificó su estilo de muy malo y suprimió numerosos pasajes para disgusto de Hitler. El padre Stenzler fue asesinado por las SS el 30 de junio de 1930 y corrió el rumor de que su crítica de «Mi lucha» había influido en su trágico final.
—¿Es cierto que usted y su Frente Negro utilizaron la verdadera primera emisora clandestina de Alemania?
—Sí. Ya en 1934, cinco años antes de la guerra, yo ya había concebido el proyecto de difundir en el país mi propaganda contra Hitler mediante un transmisor de onda corta. Para furia de Hitler y de sus acólitos, todas las noches y durante largas horas, un río de verdades se volcaba en Alemania, sobre todo después de la «Noche de los cuchillos largos» del 30 de junio de 1934. Finalmente, Hitler encargó a su superasesino Heydrich que pusiera fin al transmisor del Frente Negro y que trajera a Alemania, vivos o muertos, a Formis y a mí. A mí no me encontró, pero sí descubrió el transmisor en nuestro escondrijo del hotel Zahorcy de Praga. Y también asesinó a mi amigo Formis.
—En la edición del 23 de noviembre de 1939 del «Völkische Beobachter» [periódico oficial del Partido Nacionalsocialista Alemán de los Trabajadores desde 1920 hasta 1945] se decía que usted había preparado un complot contra Hitler con la colaboración de los servicios secretos ingleses. En la acusación se mencionaba que usted intentó asesinarle en 1936, durante los Juegos Olímpicos de Berlín, después de una reunión del Partido en Nuremberg; también durante la visita del Mussolini en 1937 y que, en mayo de 1938, hizo transportar un artefacto explosivo a Dresde para el mismo propósito. ¿Es verdad?
—¡Como usted ve los nazis siempre tuvieron confianza en mí! Responderé objetivamente: considero que el tiranicidio es un medio legítimo de un pueblo sometido para reconquistar su libertad. Y Hitler comenzó por reducir al pueblo alemán a la esclavitud para arrojarlo luego al abismo de la guerra total, es decir, de la destrucción total. Hubiera sido una gran suerte lograr eliminar a Hitler antes de que se produjera ese cataclismo. Imagínese lo que habría evitado a Alemania y a toda la humanidad ese tiranicidio… Pero lo cierto es que, aparte de un atentado personal contra Hitler ejecutado por un grupo de las SA, que habló conmigo en Praga para prepararlo en venganza por el asesinato de Ernst Julius Günther Röhm [cofundador y comandante en jefe de las SA] en 1934, solo organicé el atentado con bomba contra el diario «Der Stürmer». Lamentablemente, tuve que abortar estos intentos, porque alguien nos traicionó y tres compañeros [Hirsch, Kremin y Dopkin] fueron ahorcados por el verdugo de Hitler. Todos ellos sabían que la lucha por la libertad exigía sacrificios, pero también que la finalidad era evitar la guerra.
—¿Cree usted que ahora, en 1967, podría haber un nuevo Hitler en Alemania?
—No lo creo, ¡estoy seguro! ¿Por qué? Porque hoy se plantean los mismos problemas de un nuevo orden económico y político que antaño, en la época de la República de Weimar. Eso hace objetivamente posible la aparición de un nuevo Hitler. Dichos problemas no fueron resueltos por Hitler, ni por las potencias victoriosas ni por Bonn. Y mientras esos problemas, a los cuales se suma ahora el de la unificación de Alemania, subsistan, las tensiones internas conducirán a intentos de solución, como sucedió en el pasado, y el espíritu del pueblo alemán le permitirá superar la «solución fascista».
—¿Hay algún candidato para ese papel de Hitler II?
—Debe señalarse que Hitler II se parecerá tan poco a Hitler como Napoleón III a Napoleón I. Evidentemente, tiene que haber sido miembro del Partido Nazi, pero sin haber desempeñado un papel activo en la persecución de los judíos. Debe haberse aproximado a Hitler lo suficiente como para beneficiarse con el sello de la legitimidad, pero al mismo tiempo hallarse suficientemente alejado para no ser contaminado por el olor nauseabundo de los hornos crematorios. Debe ser un capitalista convencido, pero también hablar elocuentemente de justicia social. Debe ser católico, pero sin un apego espectacular por la Iglesia, y tener cierto encanto en la televisión que resulta indispensable para esta forma de «dictadura demagógica». Debe ser pronorteamericano, sin dejar de mostrarse amable con De Gaulle y evitar sostener opiniones dirigidas contra Moscú. Además, debe resultar simpático al pueblo e inofensivo para las personas que tienen alguna influencia en el Parlamento.
—¿Cómo se explica que usted no haya recibido ninguna indemnización por haber combatido a Hitler, mientras que las señoras Goering y Heydrich reciben una pensión del Gobierno de Bonn?
—Usted ha puesto el dedo en una de las paradojas del «espíritu de Bonn». A hombres como el profesor Nikisch y yo nunca se nos reconoció como «víctimas del nazismo», mientras que nazis reconocidos conservan sus cargos o reciben elevadas pensiones como reparación. Pero recuerde usted que fue un hombre como Schroeder, actual ministro de relaciones exteriores de Bonn, que en su época fue agente de Hitler en la sección jurídica de los SA, quien se ocupó como ministro del Interior del decreto que privaba a Hitler de sus derechos ciudadanos. El mismo que me declaró «extranjero indeseable» y que ordenó que no me beneficiara de la nacionalidad alemana. Debí librar una batalla de cinco años contra Bonn para recobrar finalmente mi nacionalidad y el derecho de poder volver a mi país, pero después de seis procesos, Bonn me sigue negando una indemnización. Así pues, ni indemnización ni reparación, he ahí el espíritu de Bonn en todo su esplendor.