28 marzo, 2024
Militantes del KPD repartiendo propaganda en Berlín durante las elecciones de 1924. Archivo federal alemán

En 1933 Hitler se sitúa a la cabeza del gobierno alemán. El nuevo canciller no pierde tiempo: partidos y sindicatos son erradicados. Algunos grupos e individuos, sobre todo desde la izquierda, tramarán planes para asesinarlo.

Berlín, tarde-noche del 30 de enero de 1933. A pesar de la gélida temperatura, las principales calles de la ciudad acogen un vibrante espectáculo: 17.000 miembros de las SA y las SS, así como de otras organizaciones, confluyen en la Puerta de Brandenburgo. Desde allí, al son de sus canciones y fanfarrias, se dirigen al número 77 de la Wilhelmstrasse, sede de la Cancillería, para rendir homenaje a su líder, que aquella misma mañana ha jurado el cargo como nuevo jefe de gobierno. Para atender a las aclamaciones de sus correligionarios, Adolf Hitler se asoma a la ventana. Primero solo. Luego con sus ministros. Una ola de satisfacción ilumina su rostro, mientras Joseph Goebbels exclama: “¡La revolución alemana ha comenzado. Ya nada volverá a ser igual!”. Minutos antes, el mismo gentío había pasado ante el Palacio Presidencial. Esta vez, desde una ventana cerrada y en semipenumbra, el octogenario presidente Hindenburg había correspondido también a los saludos de la multitud, aunque con cierto aire de ensimismamiento.

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La verdad es que el anciano mariscal se había mostrado reacio a nombrar canciller a Hitler. Aunque el NSDAP, el partido nacionalsocialista, formaba el mayor grupo parlamentario, su jefe no acababa de gustarle. Es más, en privado, y confundiendo su origen bávaro, solía llamarle despectivamente “el cabo bohemio”. Pero al final había cedido a las presiones de, entre otros, su hijo Oskar y el entonces vicecanciller, Franz von Papen. Este último contestaba a quienes le censuraban: “¿Qué quiere?, yo tengo la confianza de Hindenburg. En dos meses tendremos a Hitler tan arrinconado que estará dando chillidos”. Era algo factible, puesto que, al margen de la Cancillería, los nazis tan solo controlaban dos ministerios.

Ni partidos ni sindicatos

Otros líderes políticos tenían una opinión parecida, entre ellos los dirigentes del partido socialdemócrata SPD y del comunista KPD. Aunque hacía años que los grupos paramilitares del partido comunista disputaban el control de las calles a las milicias nacionalsocialistas, sentían tanto odio hacia éstas como hacia los socialdemócratas, a quienes motejaban de socialfascistas. De ahí que fueran incapaces de formar un frente común con el SPD ante las medidas que iba a tomar el nuevo canciller.

Tan pronto como el 2 de febrero, un decreto prohibía cualquier manifestación pública del KPD, mientras su central berlinesa, la Karl Liebknecht Haus, era ocupada por la policía. Era solo el principio. El día 7, el SPD aún fue capaz de organizar un mitin en Berlín con cerca de 200.000 participantes, pero tres semanas más tarde Hermann Göring creaba un cuerpo auxiliar de policía con 10.000 Stahlhelm (“Cascos de Acero”, una organización paramilitar nacionalista creada en 1918) y 40.000 SA y SS. Con la excusa de abortar un supuesto complot comunista, este cuerpo auxiliar puso en marcha la sistemática persecución de la oposición de izquierdas.

El incendio del Reichstag por Marinus van der Lubbe, un excomunista holandés devenido en anarquista, no hizo más que acelerar el acoso. Todo ello sería legalmente sancionado por el Decreto del Presidente del Reich para la Defensa del Pueblo y del Estado, que dejaba en suspenso las garantías constitucionales y allanaba el camino para que el partido hitleriano saliera vencedor en las elecciones de marzo. Arrasó con un resultado superior a los 17 millones de votos.

En los meses que siguieron, todos los partidos y sindicatos fueron prohibidos o se disolvieron por “propia voluntad”.

Hitler actuaba con rapidez y habilidad. En la ceremonia del Día de la Nación tranquilizaba al Ejército y a los círculos conservadores haciendo suya la tradición de la vieja Prusia. Y al mismo tiempo pedía poderes especiales con los que legislar al margen del Parlamento. Los obtuvo a finales de mes por 441 votos a favor y 94 en contra: los de los diputados del SPD que habían podido llegar a la sede parlamentaria. Los 26 restantes y los 81 del KPD habían sido detenidos o estaban huidos. Hitler tenía por fin un instrumento con el que transformar el país fuera de lo establecido por la Constitución de Weimar. Y no dudaría en emplearlo.

En los meses que siguieron, todos los partidos y sindicatos fueron prohibidos o se disolvieron por “propia voluntad”. Agrupaciones de toda índole se integraron en las nacionalsocialistas. De la misma forma, los organismos regionales perdieron la mayor parte de sus funciones en beneficio del Estado en un proceso llamado “de coordinación” . Ni la Iglesia católica, pese al Concordato con la Santa Sede, ni mucho menos las Iglesias protestantes iban a escapar a este proceso, aunque la primera pudo mantener su estructura y jerarquía a salvo.

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El NSDAP se había convertido en la única organización política legal, y sus organismos impregnaban ya el tejido social alemán. Además, con la muerte de Hindenburg en 1934, el cargo de presidente fue abolido. Desde entonces Hitler ostentó la máxima autoridad como “Führer y Canciller”, incluyendo la jefatura de las Fuerzas Armadas. Nadie en Alemania, desde la creación del II Reich por Bismarck, había acumulado semejante poder.

Una débil oposición

Estos cambios, lejos de provocar una reacción social adversa, fueron aceptados por una gran mayoría de alemanes, deslumbrados por los logros del régimen. Obreros y asalariados veían con sorpresa cómo el número de parados, que había llegado a los 6 millones, descendía sin cesar. Cierto que los sueldos eran bajos (nunca rebasarían los de 1928) y el control laboral estricto, pero las oportunidades se multiplicaban. Además, las ayudas sociales iban en aumento. Y ello hacía olvidar cualquier otra cosa a unas gentes cuya máxima preocupación, durante años, había sido la de encontrar trabajo.

Algo parecido podía decirse de campesinos y artesanos, favorecidos por la nueva política arancelaria, que limitaba las importaciones y protegía los productos nacionales. Y de los industriales, que veían cómo sus pedidos aumentaban vertiginosamente gracias a la demanda estatal.

Por lo demás, la delincuencia era mínima, y si uno no se metía en política y no formaba parte de ningún “grupo de riesgo”, como el de los judíos o el de los gitanos, podía vivir tranquilo. Así, de una u otra forma, tras años de zozobra, el alemán medio comenzaba a sentirse orgulloso de formar parte de aquella “comunidad nacional” (Volksgemeinschaft) de la que hablaban los medios de comunicación. Aun a costa de renunciar a muchas de sus libertades.

Por si fuera poco, los éxitos de Hitler en política exterior resultaban incluso más brillantes. Tras el exitoso plebiscito del Sarre y la remilitarización de Renania, vendría la anexión de Austria y la de los Sudetes (hasta entonces territorio checoslovaco), para acabar con la ocupación de Bohemia y Moravia. El Tratado de Versalles, que pretendió desarmar a Alemania al término de la Primera Guerra Mundial, ya era historia sin disparar un solo tiro. Sin embargo, una cierta oposición, proveniente de los ilegales partidos de izquierda, había cobrado forma.

A finales de 1938 la mayor parte de los grupos opositores izquierdistas y obreros habían sido desarticulados.

Con la mayor parte de sus líderes en prisión o en el exilio, cuando no muertos, los que habían logrado eludir la acción policial o eran dejados en libertad solían buscar refugio en un cierto anonimato, adaptándose, al menos en apariencia, a la nueva situación. Una buena medida al respecto era ingresar en las filas del propio NSDAP o en alguna de sus organizaciones para encubrir sus actividades y gozar de libertad de movimiento. Pronto los socialdemócratas, dirigidos desde Praga y luego desde París, vieron reconstruida su infraestructura. A ello contribuyó la recomendación dada de no llevar a cabo acciones que pudieran comportar pérdidas inútiles. Fue la razón por la que su núcleo principal quedó a salvo de la Gestapo al menos hasta 1938.

No ocurrió lo mismo con los comunistas, que se lanzaron a todo tipo de maniobras, de la difusión de panfletos al asesinato. El activismo les ocasionaría importantes bajas. Sin embargo, tras la firma en 1939 del Pacto Ribbentrop-Molotov, que convirtió a Hitler y Stalin en aliados, las actividades se congelaron por orden de Moscú. Solo regresaron tras la invasión germana de la Unión Soviética, preferentemente en los ámbitos del sabotaje y del espionaje, como en el caso del grupo alemán de la Orquesta Roja.

En todo caso, a finales de 1938 la mayor parte de los grupos opositores izquierdistas y obreros habían sido desarticulados. Subsistieron pequeñas células, pero su falta de unión, la presión policial y su alejamiento de los círculos de poder les restaban eficacia. Fueron destruidas una y otra vez, dejando tras de sí un amplio saldo de víctimas. Eran con frecuencia jóvenes idealistas que, como los miembros de la Rosa Blanca, pagaron las acciones con sus vidas. Estos grupos nunca pusieron en serio peligro al nacionalsocialismo. Sí lo hicieron, en cambio, dos individuos aparentemente insignificantes que, de forma independiente, a punto estuvieron de acabar con la vida del Führer.

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Muerte al neopagano

Maurice Bavaud era un joven suizo de clase media profundamente católico que había decidido hacerse misionero. Ingresó en el seminario bretón de Saint-Ilan, y allí trabó amistad con Marcel Gerbohay, un exaltado con signos de desorden mental cuya influencia sumió a Bavaud en un mundo de fantasías. Aunque eran furibundos anticomunistas, veían en Hitler el principal peligro para la Iglesia. El primero por su neopaganismo, el segundo por su “debilidad” frente a Stalin.

En el verano de 1938, Bavaud abandonó el seminario rumbo a Baden-Baden, donde vivían unos parientes. De allí marcharía a Berlín. En la capital compró una pequeña pistola de 6,55 mm y abundante munición. Y comenzó un seguimiento de las actividades del líder nazi a fin de determinar el mejor momento para matarlo.

Cada 9 de noviembre, Hitler y sus adláteres repetían la marcha que durante el fallido golpe de Estado de 1923 los había llevado desde la cervecería Bürgerbräukeller hasta el monumento de la Feldherrnhalle, en el centro de Múnich. Todos conocían el recorrido y orden de marcha, pues era una de las máximas celebraciones del imaginario nacionalsocialista. El joven solo tuvo que proveerse de una plaza en una de las gradas habilitadas al efecto y esperar a que llegara ese día. Y llegó, claro.

Sentado en la grada, Bavaud vio cómo, tras la Blutfahne, la Bandera de Sangre, aparecía Hitler entre una docena de los suyos. Avanzaban despacio, acercándose al lugar que él ocupaba. En el bolsillo derecho tenía la pistola. Su sudorosa mano apretaba las cachas, mientras su dedo índice jugaba con el gatillo. De pronto, la multitud se abalanzó brazo en alto desplazando al joven, que a punto estuvo de caer. Confuso, pugnó por acercarse a su objetivo. Fue inútil. Había perdido su oportunidad. Pero habría otras, pensó.

En los días siguientes fue a Berchtesgaden, donde se hallaba la residencia alpina de Hitler, y de allí regresó a Múnich, a la sede del NSDAP, con la esperanza de ser recibido por el Führer para hacerle entrega de las importantes misivas (falsificadas) que decía portar. Todo en vano. Como sus recursos se habían agotado, decidió volver a Francia. Ya lo intentaría en mejor ocasión. Sin dinero para el billete, subió a un tren como polizón. Todo iba bien hasta que se topó con el revisor. Fue detenido por la policía de ferrocarriles por una falta menor. Pero al encontrársele la pistola y la munición, esta dio parte a la Gestapo. Los planos de Múnich y Berchstesgaden levantaron sospechas. Los interrogatorios harían el resto.

Mientras el joven suizo llevaba a cabo su tentativa, un carpintero alemán completaba un ingenioso mecanismo de relojería para detonar la bomba que debía acabar con la vida del Führer.

Formalmente acusado del intento de magnicidio, Bavaud fue condenado y ejecutado. Tras la caída de Francia en 1940, un comando especial de la Gestapo se presentaría en Saint-Ilan para detener a Marcel Gerbohay, que, como Bavaud, terminó guillotinado. Pero mientras el joven suizo llevaba a cabo su tentativa, un carpintero alemán, de pequeña estatura y pocas palabras, completaba un ingenioso mecanismo de relojería. Su objetivo: detonar la bomba que debía acabar con la vida del Führer.

Una larga planificación

Georg Elser no había tenido una trayectoria fácil. Un entorno familiar desgraciado y las turbulencias económicas de la posguerra lo habían llevado de aquí para allá sin residencia fija. Era, sin embargo, un empleado hábil y concienzudo que sabía ganarse el aprecio de sus amos, aunque su carácter reservado y taciturno lo alejaba de toda vida social. Elser creía que solo el partido comunista era capaz de aliviar la suerte de los trabajadores, pero no era un fanático, y su militancia duró muy poco. Sea como fuere, sin que se sepan bien las causas, quizá para evitar los vientos de guerra que soplaban en otoño de 1938, maduró la idea de asesinar a Hitler. Era meticuloso, así que se tomaría su tiempo. El lugar y la fecha elegidos casi coincidían con los de Bavaud, solo que un año después.

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Tras el intento del suizo, la marcha hacia la Feldherrnhalle se había suprimido, pero no el discurso previo de Hitler ante los viejos camaradas en la Bürgerbräukeller, donde había comenzado el fallido Putsch de 1923. Después de varias visitas a la enorme cervecería, Elser consideró que la columna situada detrás del estrado en que hablaría Hitler era el lugar idóneo para situar su artefacto. Además, soportaba una galería corrida que, con seguridad, se derrumbaría sobre él rematándolo, en caso de no morir por la explosión. Pero ¿cómo colocarlo?

En agosto de 1939 se trasladó a Múnich con todos sus útiles de carpintero y se alojó en una pensión. Su intento de trabajar en la cervecería no prosperó, por lo que decidió acudir allí cada noche para cenar. Al acabar se escabullía hasta el salón de actos y, escondido, esperaba el cierre del local. Entonces, a la luz de una linterna, excavaba en la columna una oquedad que luego tapaba. Así toda la noche. Al llegar la mañana, aprovechando la entrada de los primeros empleados, se evadía por una puerta lateral.

Para cubrir su huida, Elser había programado el mecanismo de forma que pudiera colocar la bomba con días de antelación. Debía estallar a las 21.20 del 8 de noviembre, en medio del discurso, mientras él estuviera cruzando la frontera suiza. Lo colocó el día 6. Inseguro, volvió al día siguiente para comprobarlo de nuevo. Mientras tanto, Hitler, que preveía atacar Francia el 9, dudaba si suspender el acto. Al fin, para no levantar sospechas, decidió acudir a Múnich, pero empezaría antes su parlamento, y así podría estar pronto en Berlín. La ceremonia tendría que comenzar a las 20.00 horas y terminaría a las 21.07. Después tomaría su tren personal sin perder un segundo.

Cuando la bomba de Elser estalló, el local se hallaba semivacío. Aun así, los efectos resultaron devastadores. La galería y el techo se desplomaron, causando 8 muertos y 62 heridos entre los empleados y clientes que quedaban. Si la cervecería hubiese estado llena, una auténtica carnicería habría tenido lugar.

A los ojos de Himmler, el jefe de las SS, Elser se había convertido en un comodín que podía ser utilizado contra unos y otros.

Mientras, el carpintero se hallaba cerca de la frontera helvética, en un tramo que, como había comprobado meses antes, no estaba vigilado. Pero Elser no había tenido en cuenta que, con el estallido de la guerra, las cosas habían cambiado. Ahora sí estaba protegido, por lo que pronto fue interpelado por dos guardas fronterizos. Sus respuestas no resultaron convincentes, y fue conducido al puesto de mando. Al ordenársele vaciar sus bolsillos, una serie de objetos sospechosos comenzaron a aparecer: alicates, una espoleta, una insignia del KPD y una postal de la cervecería. Fue entregado a la Gestapo de inmediato, casi al mismo tiempo que llegaban las noticias del atentado. Lo que seguiría era previsible. Los durísimos interrogatorios pronto le hicieron confesar. Nadie creía que hubiera actuado solo, por lo que las sesiones se prolongaron durante días.

Finalmente se hizo pública su detención y se le relacionó con una oscura trama en la que habrían intervenido todos los enemigos del Reich: desde la inteligencia británica hasta los comunistas. A pesar de haber actuado en solitario, a los ojos de Himmler, el jefe de las SS, Elser se había convertido en un comodín que podía ser utilizado contra unos y otros. Por eso mismo no fue ajusticiado, sino internado en el campo de concentración de Sachsenhausen con numerosos privilegios. Esto llegó a dar pábulo a la hipótesis de que todo se trataba de una farsa y el carpintero no era sino un agente alemán, algo que hoy se descarta. Por fin, en febrero de 1945, con la guerra a punto de acabar, sería trasladado al campo de Dachau y muerto de un tiro en la nuca por orden de Himmler. Lo que nunca sabría el hábil carpintero era que la principal consecuencia de su atentado había sido abortar un golpe de Estado militar previsto para las mismas fechas.

Este artículo se publicó en el número 489 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com.

Origen: La izquierda y los atentados contra Hitler

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