21 noviembre, 2024

La justicia de los faraones: los castigos más severos del Antiguo Egipto contra criminales y saqueadores de tumbas

Representación de uno de los castigos de Egipto ABC
Representación de uno de los castigos de Egipto ABC

La justicia de los faraones: los castigos más severos del Antiguo Egipto contra criminales y saqueadores de tumbas

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La historia de Paneb quedó grabada en los papiros egipcios. Los textos cuentan que este jefe de equipo del poblado de Deir el-Medina era un currante que se deslomaba para levantar las tumbas de los faraones. Pero arrastraba un problema: todo lo que tenía de trabajador lo tenía de pendenciero. Su jugarreta máxima, su particular ‘last dance’, la perpetró tras la muerte de Seti II en el 1197 a. C. Enterrado el gerifalte, se coló en su sepulcro del Valle de los Reyes y, según los textos de la época, «robó las jarras de aceite-inb del faraón, vida, salud y fuerza, cogió su vino y se sentó sobre el sarcófago del rey».

El papiro Salt 124, testigo de su tropelía, no narra qué le deparó el destino a Paneb. Aunque no hace falta ser muy avispado para saber que fue ajusticiado. Porque, si saquear la tumba del faraón estaba castigado ya con la pena capital, no sería menos hacerlo mientras bebías el vino destinado a acompañar al monarca a la otra vida encima de su sarcófago. Y, si todavía es usted optimista con respecto a la vida de nuestro saqueador de tumbas, sepa, querido lector, que hay un indicio más de que no fue halagüeño: su hijo no heredó su puesto, como solía suceder en esta época. La conclusión es que Paneb fue víctima de su avaricia, pero también del sistema de justicia del Antiguo Egipto.

Impartir justicia

Allí donde hay hombres hay crímenes, y Egipto no fue una excepción. Con todo, la máxima de la sociedad era aspirar al ‘Maat‘. «El término significaba orden, verdad, equidad y justicia», explica la doctora en Historia Irene Cordón en el dossier ‘La justicia del faraón’. El encargado de que sus súbditos llegaran a ese cenit era el faraón y, para cumplir tan ardua tarea, contaba con la ayuda de una serie de aparatos judiciales encargados de impartir ley y orden. «Una de las fuentes más valiosas para conocer el funcionamiento de la justicia se encuentra en el antiguo poblado de Deir el-Medina, donde vivían los obreros encargados de la construcción de las tumbas de los faraones del Imperio Nuevo», añade la experta.

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Las tablillas allí conservadas desvelan que en los pueblos existían dos órganos judiciales diferentes. El primero era también el más pintoresco: el oráculo del faraón Amenhotep I. En la práctica, consistía una estatua de grandes dimensiones que ocho sacerdotes portaban por las calles de la ciudad los días de fiesta. Los ciudadanos podían acercarse a ella y hacerle preguntas que se respondieran con un ‘sí’ o un ‘no’. Si la escultura se movía hacia delante, contestaba de forma afirmativa; si lo hacía detrás, de forma negativa. La respuesta valía para pequeños hurtos o delitos menores.

Cuando los crímenes escalaban en importancia, entraba en juego un tribunal popular conocido como ‘kenbet’. «Estaba formado por personas respetables del poblado y se ocupaba de temas civiles como impagos de bienes o servicios, disputas y riñas entre vecinos», añade la experta en su artículo. El sistema era sencillo: una parte exponía su acusación, la otra respondía y, por último, los improvisados jueces dictaban sentencia. Su límite eran los delitos más graves; en estos casos, si consideraban que había indicios de culpabilidad, derivaban el caso al visir para que lo volviera a juzgar. Aquello era una suerte de segunda instancia bastante garantista.

Los peores castigos

Si era condenado, el desafortunado se enfrentaba a un abanico más que amplio de castigos. El más severo era la pena capital. Esta estaba reservada a cualquiera que atentara contra la vida del faraón o injuriara su figura; aunque tampoco escapaban de ella los saqueadores de tumbas. En sus ensayos, la profesora de egiptología Salima Ikram sostiene que, si bien la profanación de los sepulcros se hallaba entre los peores crímenes de Egipto, era muy habitual: «La perpetraban los mismos que habían colaborado en la construcción del sepulcro o incluso los sacerdotes que debían cuidar de él».

¿Cómo acababan las autoridades con la vida de los criminales en el Antiguo Egipto? Lo más habitual era el empalamiento. «Consistía en atravesar al condenado a muerte con una estaca por el recto, la vagina, la boca o cualquier parte del cuerpo», sostiene Cordón. Exhibir el cadáver, inerte y humillado, ante la muchedumbre furibunda era el complemento perfecto. Sobre el papel, las clases más pudientes también podían ser condenadas a este castigo. La realidad, sin embargo, es que solían morir antes con la ayuda de algún veneno. Porque sí, existe estatus hasta en la marcha al otro mundo.

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Aunque, en palabras de Cordón, había algo peor que morir empalado frente a un nutrido público ávido de sangre. «Sin lugar a dudas, la pena capital mayor que se podía aplicar era, además de la muerte terrenal, la muerte y desaparición en la otra vida», incide. Si el delito era lo bastante atroz, no era extraño que se quemase el cadáver del criminal o que se le arrojase al Nilo. De esta forma, el criminal era condenado a no existir tampoco en el Más Allá. Para colmo, la familia no recibía el cuerpo, no podía rendirle culto funerario y, por descontado, no tenía la posibilidad de enterrarlo.

Deir el-Medina

En su artículo, Cordón sostiene que, tras la pena capital, los castigos más severos eran los corporales. Y, entre ellos, el más habitual consistía en golpear a la víctima con un bastón más de un centenar de veces. Así queda recogido en el Decreto de Nauri, un conjunto de leyes y normas referidas al templo del faraón en Abydos: «Un castigo debe llevarse contra él golpeándole con 200 bastonazos y haciéndole cinco heridas abiertas». José Miguel Parra, Doctor en Historia Antigua por la UCM, confirma en sus ensayos sobre el tema que este tipo de barbaridades solían provocar infecciones que derivaban en el fallecimiento.

Menos recurrente, aunque no por ello extraño para la sociedad egipcia, era la mutilación del criminal. Lo normal era que se atacara el rostro –la nariz y las orejas, para ser más concretos– en un intento de destruir su personalidad.

Otras penas

Funcionarios corruptos, ladrones… Nadie escapaba de la justicia del faraón. O más bien casi nadie. Parra recoge el caso de un desafortunado trabajador que, tras hallar a su mujer en la cama con otro hombre, obtuvo de los tribunales una respuesta que no se esperaba: «Denunció el adulterio ante los jueces del poblado, quienes le dieron cien bastonazos a él. Eran, sin duda, más amigos del adúltero que del cornudo». La situación pareció solucionarse cuando el jefe de un equipo de trabajadores entró en escena, pero no fue demasiado severo. «Simplemente hizo jurar al adúltero que no reincidiría bajo pena de cortarle la nariz y las orejas», añade.

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Pero no todo era barbarie en Egipto. Si el crimen no era demasiado lesivo para la sociedad y el ‘Maat’, existían también caminos intermedios. A los ladrones, por ejemplo, se les podía condenar a restituir dos veces la cantidad del objeto sustraído. Por su parte, aquellos funcionarios que robaban en un templo se arriesgaban a ser rebajados de estatus o que su familia acabara de sierva del mayordomo. Porque sí, en el Antiguo Egipto era habitual que el castigo se aplicara también sobre los allegados del delincuente. Posibilidades había muchas, y cada una, más original que la anterior.

Origen: La justicia de los faraones: los castigos más severos del Antiguo Egipto contra criminales y saqueadores de tumbas

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