La leyenda de la conquistadora española que decapitó a siete caciques para evitar una matanza
Inés Suárez ha pasado a la historia por ajusticiar a varios nativos, pero lo cierto es que su historia bien podría ser una exageración. El debate está abierto: ¿Cruel guerrera o valerosa exploradora? José Luis Hernández Garvi, autor cuyos libros recomendamos, alberga su opinión sobre el tema
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Inés Suárez, española de nacimiento, ha pasado a la historia por acabar con la vida de siete caciques chilenos para evitar que medio centenar de conquistadores españoles fuesen masacrados en Santiago. Sin embargo, también fue una de las pocas mujeres que se atrevieron a partir hacia el Nuevo Mundo y la única que se embarcó en la exploración de la costa americana junto a su amante, Pedro de Valdivia, allá por el siglo XVI. En la actualidad, por tanto, parece difícil saber si fue una heroína, una villana o (simplemente) una persona de su tiempo que se vio obligada a tomar medidas drásticas ante una situación desesperada. Con todo, algunos estudiosos de su figura son partidarios de que esta ejecución podría haber sido exagerada en los libros. ¿Realidad o ficción?
Hacia América
Poco se sabe de la vida de Inés Suárez antes de viajar al Nuevo Mundo. Así lo afirma el divulgador histórico José Luis Hernández Garvi en su obra « Adonde quiera que te lleve la suerte» (Edaf, 2014). Según se cree, esta mujer nació en Plasencia, Extremadura, allá por 1507. «Contrajo matrimonio en Málaga para enviudar poco después, circunstancia que la llevó a tomar la decisión de embarcarse al Nuevo Mundo», desvela el autor. Lo mismo opina Sergio Martínez Baeza en su artículo sobre esta curiosa heroína publicado en la Real Academia de la Historia. Este experto señala, por su parte, que las crónicas la definen como «mujer de mucha cristiandad».
Al parecer, la decisión de viajar al Nuevo Mundo la tomó tras barruntar seriamente convertirse en monja tras la muerte de su marido. Sin embargo, al final prefirió cruzar el Atlántico en busca de una nueva vida en 1537, cuando sumaba ya una treintena de primaveras a sus espaldas. Ese año, junto a una sobrina, embarcó en el puerto de Cádiz a bordo del barco del maestre Manuel Marín. «Después de llegar a su destino, su rastro reaparece en Cuzco, donde encontró trabajo como gobernanta en la casa de Pedro de Valdivia», añade el escritor en su obra. Probablemente desconocía que su patrón sería el futuro conquistador de Chile y uno de los amigos más cercanos de Francisco Pizarro.
Como si de una película americana se tratase (no en vano se suele afirmar que la realidad supera la ficción), nuestra Inés cayó rendida a los encantos de Valdivia, veterano de batallas como la de Pavía. Y otro tanto le ocurrió al curtido militar. Aunque en su caso tenía más delito, pues había dejado a su mujer esperándole al otro lado del Atlántico entre sollozos. Debieron pensar que lo pasa en el Nuevo Mundo no tiene por qué saberlo el Viejo, porque ambos iniciaron un romance de esos que todo el mundo sabe, pero que nadie admite para evitar tensiones innecesarias. Dónde se conocieron es otro de los misterios sin resolver. ¿Venezuela? ¿Cuzco? Existen tantas versiones como estudiosos del tema.
En todo caso, lo que está claro es que, como señala Baeza, Inés «habría optado por trabajar cuidando a los soldados heridos, lavando y componiendo sus ropas». Todo ello, mientras su amante le contaba historias sobre sus andanzas pasadas. Anécdotas que hablaban, por ejemplo, de su nombramiento como maestre de campo tras haber demostrado de sobra su valentía o de la guerra civil que se había desarrollado cuando el también conquistador Diego de Almagro se había enfrentado contra el mismísimo Francisco Pizarro.
«Finalizada la guerra civil entre conquistadores, su lealtad había sido recompensada con extensas tierras […] y una mina de plata en Cerro de Poco, cerca del Potosí», añade Hernández Garvi.
Pero ni todo ese poder sació a Pedro de Valdivia quien, en 1539, solicitó permiso para iniciar la conquista de Chile. No lo haría solo, pues desde el principio doña Inés se mostró resuelta a acompañarle. A la postre, la extremeña se mostró como un gran activo después de que, aprobada la expedición, arribara a aquellas tierras Pero Sancho de Hoz enarbolando tres Reales Cédulas que le autorizaban a navegar exactamente por la misma región que ansiaba tomar el amante de nuestra protagonista. Aunque Pizarro quiso ser salomónico y ordenó que las fuerzas fuesen dirigidas por ambos, Suárez se preocupó de que aquel recién llegado no traicionase a su amado y, de hecho, evitó que fuera asesinado en varias ocasiones.
Los meses siguientes se tradujeron en kilómetros recorridos por la expedición de Valdivia y doña Inés. Así, hasta la llegada al desierto de Atacama (al norte de Chile). Un territorio que se convertiría en una dura prueba para los conquistadores españoles. «Sometidos a los rigores extremos de las temperaturas del día y de la noche, sin agua y con escasos víveres, Valdivia dividió a sus huestes en cuatro grupos que marchaban separados entre sí por una jornada de distancia; de esta forma esperaba no dejar exhaustas las escasas fuentes y pozos que se encontraban en el camino», añade Hernández Garvi. Pero esa idea no sirvió para paliar la brutal sed y el calor abrasador que tenían que sufrir.
Durante el trayecto, la joven se dedicó a cuidar a los enfermos y a tratar de mitigar el impacto emocional que suponía hallar los cuerpos momificados de la expedición de Diego de Almagro, quien también había intentado hacerse con Chile. Fue en ese momento de máximo sufrimiento cuando, según las crónicas, doña Inés obró un milagro solo equiparable al que, años después, se viviría en Empel. Al parecer, la amante de Valdivia ordenó a varios hombres que hicieran un pozo en un lugar concreto del territorio…. Y la sorpresa fue mayúscula cuando brotó un manantial de agua de él. Así se recuerda este hecho en la «Crónica del reino de Chile» de Pedro Mariño de Lobera y Bartolomé de Escobar:
«Estando el ejército en cierto paraje a punto de perecer por falta de agua, congojándose una señora que iba con el general llamada doña Inés Suárez, natural de Plasencia y casada en Málaga, mujer de mucha cristiandad y edificación de nuestros soldados, mandó a un indio cavar la tierra en el asiento donde ella estaba, y habiendo ahondado al punto de una vara, salió al punto el agua tan en abundancia que todo el ejército se satisfizo, dando gracias a Dios por tal misericordia. Y no paró en esto su magnificencia, porque hasta hoy conserva el manantial para toda gente, lo cual testifica ser el agua de la mejor que han bebido la del jagüey de doña Inés, que así se la quedó por nombre. Con esta y otras dificultades y trabajos casi increíbles llegaron los españoles a Copiapó, que es la primera tierra poblada de las de Chile».
Aquel curioso milagro permitió, según las crónicas, que la expedición de Pedro de Valdivia arribase felizmente hasta el fértil valle del Copiapó y que la mayoría de sus hombres se salvasen. Corría por entonces octubre de 1540. Ni los nativos, organizados para acabar con ellos, pudieron detener a estos aguerridos españoles en su avance por la región. Una zona que fue tomada en nombre del rey de España y bautizada con el nombre de Nueva Extremadura. A partir de entonces continuaron hacia el sur hasta que llegaron al cerro de Huelén, donde fundaron en 1541 la ciudad de Santiago de la Nueva Extremadura. El amante de Inés adoptaría, no mucho después, el cargo de Gobernador y Capitán General Interino de la urbe en nombre del Rey después de escuchar rumores que hablaban del asesinato de Pizarro.
Defensa sangrienta
Los días fueron pasando entre más conquistas, batallas sangrientas (como la del valle del Aconcagua) y conspiraciones para tratar de arrebatar el poder a Valdivia. Así llegó septiembre de 1541, un mes aciago para Inés y su amante, pues fue en el que los nativos decidieron unirse en torno a la figura del cacique local Michimalonco para asaltar Santiago y pasar por la espada a todo aquel conquistador español que hubiese en su interior. Pintaban bastos.
«Los informes de los yanaconas, aliados de los españoles, hablaban de miles de guerreros preparados para la batalla», añade el autor español en su obra. El maestre de campo partió entonces a su encuentro y dejó en la urbe a una cuarentena de peninsulares y a dos centenares de aliados indígenas al mando de su lugarteniente. «Este organizó las defensas, reforzando la empalizada que protegía a la población y repartiendo armas a sus escasas fuerzas», completa Hernández Garvi. También escondieron en el lugar a siete caciques locales que habían atrapado y que, en caso de extrema necesidad, pensaban canjear por su vida.
El 11 de septiembre, antes del amanecer, el infierno se desató ante los españoles de Santiago, donde también se encontraba Inés. De la nada, miles de guerreros rodearon la empalizada y se dispusieron a tomar la ciudad. No pudieron elegir mejor hora para atacar, pues la oscuridad impidió a los españoles disparar sus arcabuces contra los asaltantes (no demasiado efectivos, pero sí aterradores). El relevo lo tomó la caballería, que se vio obligada a lanzarse en varias ocasiones contra los enemigos para obligarles a retroceder. Por entonces, en el Nuevo Mundo no había nada más letal que un envite de los jinetes hispanos, pero el número de enemigos era tan alto que parecía imposible rechazarles.
Durante todo el asedio, doña Inés se dedicó, en principio, a cuidar de los heridos y ayudar a los soldados en mitad del combate. «Ante la escasez de españoles suficientes para rechazar los continuos ataques de los indios, la española animaba a los heridos a los que había prestado primeros auxilios para que, sin pérdida de tiempo, volvieran a ocupar su puesto en la empalizada», añade el autor español. Por si fuera poco, cuando la situación empezó a ser desesperada, se puso una coraza y se dedicó a alentar a los combatientes y a instarles a mantener su posición. La premisa era no rendirse. Al final, no obstante, los peninsulares terminaron retrocediendo ante el empuje de los enemigos.
La dura decisión
En ese momento fue en el que, según algunas crónicas, Inés decidió que la única forma de evitar la matanza de los hombres de Valdivia era acabar con la vida de los caciques presos para desmoralizar a los asaltantes. Según Hernández Garvi, la propuesta fue rechazada por el lugarteniente de su amante. No porque fuera una barbaridad, sino porque creía que eso enfurecería mucho más a sus enemigos. La historia oficial incide en que Inés logró convencer a los soldados y que, al ver que nadie se atrevía a acabar con los reos, ella misma desenvainó una espada y les dio muerte decapitándoles. Así lo afirma el primer cronista que dejó constancia de este hecho, Jerónimo de Vivar, en su «Crónica y relación copiosa y verdadera del reino de Chile» (escrita en 1558):
«Cuando allegó a la puerta de la casa, salió una dueña que en casa del general estaba, que con él había venido sirviéndole del Pirú, llamada Inés Juárez, natural de Málaga. Como sabía, reconociendo lo que cualquier buen capitán podía reconocer, echó mano a una espada y dio de estocadas a los dichos caciques, temiendo el daño que se recrecía si aquellos caciques se soltaban. A la hora que él entraba, salió esta dueña honrada con la espada ensangrentada, diciendo a los indios: «Afuera, auncaes» que quiere decir: «Traidores, que ya yo os he muerto a vuestros señores y caciques», diciéndoles que lo mismo haría a ellos y, mostrándoles la espada, los indios no le osaban tirar flecha ninguna […] Mandó luego el teniente llevar los malheridos a donde aquella dueña estaba y ella los curaba y animaba».
Su plan, según parece, funcionó. Así lo dejaron escrito también los cronistas Pedro Mariño de Lobera y Bartolomé de Escobar en la obra ya mencionada:
«Mas como empezase a salir la aurora y anduviese la batalla muy sangrienta, comenzaron también los siete caciques que estaban presos a dar voces a los suyos para que los socorriesen libertándoles de la prisión en que estaban. Oyó estas voces doña Inés Juárez, que estaba en la misma casa donde estaban presos, y tomando una espada en las manos se fue determinadamente para ellos y dijo a los dos hombres que los guardaban, llamados Francisco Rubio y Hernando de la Torre, que matasen luego a los caciques antes que fuesen socorridos de los suyos. Y diciendo Hernando de la Torre, más cortado de terror que con bríos para cortar cabezas:
-Señora, ¿de qué manera los tengo yo de matar?
Respondió ella:
-Desta manera.
Y desenvainando la espada los mató a todos con tan varonil ánimo como si fuera un Roldán o Cid Ruy Díaz. Habiendo, pues, esta señora quitado las vidas a los caciques, dijo a los dos soldados que los guardaban que, pues no habían sido ellos para otro tanto, hiciesen siquiera otra cosa, que era sacar los cuerpos muertos a la plaza para que viéndolos así los demás indios cobrasen temor de los españoles».
Desde entonces han sido decenas las novelas históricas que han replicado esta historia. Sin embargo, autores como Garvi son partidarios de que podría haber sido exagerada. «El testimonio, además de poner de manifiesto una extremada crueldad, parece un tanto exagerado. Resulta difícil creer que una mujer que había dado tantas muestras de generosidad y compasión ayudando a los demás, se mostrase capaz de cometer siete crímenes a sangre fría, exhibiendo un comportamiento brutal propio de una persona sin piedad», desvela. Con todo, el autor también acomete con cautela estas afirmación, pues sabe que el mismo Valdivia afirmó en su exposición posterior de los hechos que «ella les ayudó a ello [matarlos]». Pero… ¿Qué implicaba «ayudar»? A día de hoy, lo desconocemos.
La historia de Inés no acaba en este punto. Poco después tuvo que abandonar a su amante cuando acusaron a este de estar «amancebado» con otra mujer que no era su esposa. Obligada, contrajo matrimonio con otro español para no ser expulsada de la comunidad. A partir de entonces su pista se pierde en los archivos. «Dice Medina que Inés Suárez rindió una información de méritos y servicios a la Corona, la cual parece perdida. Se dice que vivió hasta los setenta y dos años y que murió en el año 1579 o 1580», completa Baeza.
Origen: La leyenda de la conquistadora española que decapitó a siete caciques para evitar una matanza