La misión diplomática más desastrosa de la historia del Reino Unido
A fines del siglo XVIII el imperio chino, regido por los Qing era próspero, poderoso y autosuficiente. Los ingleses organizaron una misión diplomática con la
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A fines del siglo XVIII el imperio chino, regido por los Qing era próspero, poderoso y autosuficiente. Los ingleses vieron en él una gran oportunidad de negocio y organizaron una misión diplomática con la intención de abrir un nuevo mercado. La expedición terminó en ridículo y en un fracaso estrepitoso.
En ese entonces el Imperio británico se encontraba en pleno proceso de expansión. Su dominio en India estaba consolidado gracias a miles de comerciantes, burócratas, misioneros y soldados que hacían prosperar en esas tierras lejanas la economía y gloria del Imperio. Allí operaba la Compañía Británica de las Indias Orientales, un agente esencial para la expansión y dominio imperial que gozaba del monopolio del comercio en la zona. Desde allí solía organizar, con la bendición de la corona, expediciones que enviaba a regiones alejadas, a menudo desconocidas, intentando ampliar su radio de influencia.
China, mientras tanto, era un imperio milenario, civilizado, poderoso y próspero, que inspiraba admiración, respeto y la codicia de Inglaterra y la Compañía que pretendían hacer allí negocios. ¿El inconveniente? que el imperio Qing se resistía contumaz y formalmente a tener el menor contacto con extranjeros. El único punto habilitado para el comercio internacional era Cantón, donde convergían los comerciantes de todos los orígenes. Era solo allí que Inglaterra podía vender sus textiles de algodón, algo de opio proveniente de Bengala e importar crecientes cantidades de té a Europa.
El comercio entre India y China tenía un importante potencial de desarrollo, pero este sistema imponía numerosas condiciones molestas para los intercambios.
Stephen R. Platt, alude a esta misión diplomática en Imperial Twilight: The Opium War and the End of China’s Last Golden Age, donde explica que la prohibición de navegar hacia el norte no solo frustraba las pretensiones de la Compañía para ampliar el negocio, si no que dejaba en claro tanto el poder de la dinastía Qing para imponer sus propios términos para el comercio internacional como el desprecio que sentía por todos ellos. No los necesitaban a ellos ni su comercio.
En 1792 y pese a las reticencias de los comerciantes británicos en Cantón, en Londres se decidió enviar una embajada formal en nombre y representación de Su Majestad, el rey Jorge, con el auspicio de la Compañía de las Indias Orientales que asumiría el coste de la operación.
Lord Macartney y su grupo, que desconocían completamente la cultura china, tardaron un año en llegar a su destino
Para dirigir la expedición se designó a Lord George Macartney, un diplomático orgulloso y optimista que, pese a no conocer en absoluto la civilización con la que se disponía a negociar, se sentía preparado para adaptarse a las costumbres locales por muy extrañas que pudieran ser.
Como la intención era impresionar y seducir al emperador, prepararon una ostentosa comitiva y 600 cajas con magníficos presentes. Además de productos manufacturados, llevaron una sofisticada muestra de los últimos desarrollos científicos y tecnológicos británicos como un globo aerostático o un planetario que había llevado 30 años construir. Platt señala que, como esos objetos despertaban admiración y asombro en Europa, daban por sentado que serían desconocidos en China y que sus interlocutores quedarían deslumbrados.
Tras casi un año de viaje cargado de accidentes e incertidumbres, llegaron a Jehol, donde se encontraba la residencia de verano del emperador. Se había previsto una ceremonia de bienvenida cuando llegaran a destino, pero una vez allí, la comitiva esperó durante 6 horas formados y engalanados, nadie vino a recibirlos. Macartney tuvo que ir a buscar él mismo al representante del emperador con lo que el comienzo fue un tanto incómodo. Las contrariedades apenas comenzaban.
Los británicos entregaron sus telas de algodón, lana y demás obsequios mientras que los representantes del emperador, a su vez, les ofrecieron telas lujosas (sedas, terciopelos, rasos), abanicos, porcelanas, objetos de jade… Lo que dio lugar a otro malentendido. Los británicos creían que con eso se ganaban su buena voluntad para negociar ventajas comerciales para el futuro, los chinos, en cambio, entendían que se trataba de un intercambio comercial puntual que se agotaba allí.
El protocolo exigía nueve reverencias ante el emperador, pero Macartney se negó si los funcionarios chinos no hacían lo mismo ante el retrato del rey de Inglaterra
Esperaron una semana el encuentro con el emperador. El protocolo exigía que el embajador hiciera nueve reverencias de rodillas ante él. Macartney se negó, argumentó que sólo lo haría si los oficiales chinos hacían lo mismo ante el rey de Inglaterra (o más bien ante el retrato que él llevaba). Consideraba que el emperador era el igual del rey de Jorge, así que exigía una ceremonia entre “iguales” para distinguir Gran Bretaña de los estados tributarios, como Vietnam o Corea. Finalmente, los chinos aceptaron que se inclinara sobre una rodilla, como habría hecho ante el rey de Inglaterra. Estas negociaciones a propósito del protocolo ofendían al emperador, pero Macartney no se daba cuenta.
El día del encuentro con el emperador las cosas se torcieron desde el principio. El desfile con el que la comitiva contaba llegar con toda pompa salió mal, los portadores chinos que llevaban la litera del embajador -que lucía un traje con diamantes y plumas- imprimieron un ritmo tal a la procesión que los músicos y militares no los pudieron seguir.
El desfile se terminó de arruinar cuando varios cerdos, burros y monos se cruzaron por el camino y los obligaron a dispersarse. Una vez ante el emperador, Macartney se salió del protocolo, vaciló y estuvo algo torpe al presentar a Qianlong la caja de oro incrustada con piedras preciosas que llevaba sobre la cabeza y contenía el mensaje del rey Jorge, aunque esto no pareció molestar al emperador. Allí descubrió que había también otros seis embajadores vestidos de manera modesta y discreta, y que no dudaban en echarse a los pies del emperador y hacer las reverencias de rigor.
Por otra parte, los embajadores de países tributarios, no iban allí con la intención de impresionar a nadie, sino que la visita apuntaba a obtener la aprobación del emperador y con eso consolidar su poder y situación en su propio país, lo que escapaba a la comprensión de los británicos, ajenos a esas tradiciones y culturas.
La actitud británica enfureció al emperador chino, algo en lo que no ayudó el catastrófico desfile organizado por el embajador
Bajo su pátina de cortesía impasible, el emperador estaba furioso y tan disgustado que un par de días después dijo a sus ministros que no quería hacer ya más favores a los británicos, que podían conservar los obsequios que habían recibido, pero que dado lo presuntuosos y engreídos que eran, debían retirarse de Jehol inmediatamente, que se los escoltara a Pekín y se les diera un día o dos para que recogieran sus pertenencias y se marcharan. Macartney aceptó las consignas, pero sin medir el alcance, no era consciente de hasta qué punto había ofendido al emperador.
Poco después Macartney recibió un edicto en seda imperial amarilla, era la respuesta de Qianlong a la carta del rey Jorge. Decía que rechazaba todas sus solicitudes, aunque aceptaba los regalos como prueba de afectuoso respeto hacia él, pero que su nación estaba provista de todo lo que podía desear y que no necesitaban más, que esos costosos objetos no les interesaban.
Platt señala que, por suerte Macartney no podía leerlo, pero como tampoco había entendido nada y seguía guardando esperanzas sobre el éxito de su misión, escribió una nueva carta a Qianlong donde iba aún más lejos en sus requerimientos en cuanto a los nuevos puertos que contaban abrir, pedía una isla en la costa para poder almacenar productos…
La respuesta del emperador no se hizo esperar y fue aún más contundente. Precisó que los británicos no tenían ninguna influencia sobre su imperio, que tenían todo lo que necesitaban y si comerciaban con ellos para venderles té, seda y porcelana era solo una gracia que él les concedía porque no tenían esos productos esenciales, y que para eso el puerto en Cantón era más que suficiente. Entre otras cosas, decía que entendía que probablemente Macartney había obrado por su cuenta y sin el consentimiento del rey Jorge y que por eso permitiría a los británicos conservar el privilegio de comerciar en Cantón.
La falta de empatía por parte de los británicos hizo que la misión fracasara y que los chinos respondieran que no necesitaban comerciar con ellos
En síntesis, la misión terminó de una manera más que embarazosa y aunque Macartney dio su versión de los hechos, la que publicó el valet que lo acompañó durante el viaje, además de poner las cosas en su lugar, tuvo mucho éxito y lo desacreditó aún más.
En el fondo, el fracaso rotundo de la misión se debió a que la comprensión del mundo de Macartney y del sector que representaba estaba impregnada de su propio orgullo nacional y la íntima convicción de su superioridad, que le impedía ver más allá de sus propios valores culturales.
Las guerras del opio, unas décadas más tarde, impondrían por la fuerza lo que no se había obtenido por la diplomacia y obligarían finalmente a China a comerciar en los términos impuestos por los británicos.
Claudia Contente, historiadora, Universitat Pompeu Fabra
Origen: La misión diplomática más desastrosa de la historia del Reino Unido