La poderosa hija (y mano derecha) de Felipe II que pudo haber reinado en España
Gracias al conocimiento de los asuntos políticos adquirido de su padre, Isabel Clara Eugenia trabajó mano a mano con su marido no solo para la prosperidad de los Países Bajos, sino para mantener la autonomía respecto a Madrid
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«Dios, que siempre me ha dado tantos reinos, me ha negado un hijo capaz de regirlos», afirmó en una ocasión Felipe II, consciente de que era poco probable que su último hijo, a la postre su heredero, llegara a la edad adulta. Claro que el Rey se refería solo a los varones de su estirpe y no a las mujeres, entre las cuales había una hija con unas cualidades excepcionales que logró colarse en un lugar tan reservado como los despachos de su padre.
La educación del futuro Felipe III fue descuidada y su infancia se perdió en la abundante prole que, enfermiza y endogámica, no llegó a la edad adulta. El Rey Prudente prestó mucha más atención en
esos años de formación a su hija predilecta, Isabel Clara Eugenia, la última prueba viva de la esposa que probablemente amó con más pasión, Isabel de Valois. De ahí que la hija del Rey permaneciera soltera hasta poco antes de la muerte de su padre a fin de recurrir a un matrimonio beneficioso para la Monarquía hispánica en caso de que hubiera sido la sucesora al trono español.
La prudente
La infancia de Isabel Clara Eugenia, nacida en Valsaín, Segovia, 12 de agosto de 1566, estuvo marcada por la temprana muerte de su madre y por su mente extraordinariamente despierta. Con apenas tres años, la niña fue descrita por el secretario Gabriel de Zayas como «la más graciosa criatura que ha nacido en España, y tiene ya más autoridad que su padre en todo lo que hace». Su educación estuvo supervisada directamente por el Rey, quien se preocupó tanto de su bienestar físico como de su aprendizaje, de manera que vigilaba sus horarios, el ejercicio que hacía e incluso corregía los errores gramaticales que observaba en su correspondencia.
Desde pequeña, la Infanta se inclinó por la lectura, los idiomas, hablaba con fluidez francés y latín, la música —aprendió a tocar el laúd—, las representaciones teatrales y la caza, así como por el coleccionismo de obras de arte y de objetos curiosos que tanto le gustaba a su padre.
Isabel y su hermana pequeña Catalina Micaela fueran adoptadas como hijas propias por Anna de Austria, cuarta y última esposa de Felipe II, al menos a lo que se refiera a afecto. No obstante, cuando la reina se acercó a ellas por primera vez, Isabel Clara Eugenia se negó a besar su mano porque «no es mi verdadera madre». Los escollos se salvaron con el trato diario y la familia del Rey vivió años tranquilos hasta que la tragedia volvió a golpearlos.
Viudo por cuarta vez en 1580, el Rey pasó sus últimos dieciocho años con la sucesión inerte debido a la fragilidad de los hijos que tuvo con Anna. Si bien Catalina Micaela se desposó con el Duque de Saboya y se fue a vivir a Italia, Isabel Clara Eugenia permaneció al lado de su padre hasta el final y se convirtió en un personaje político relevante en aquella corte de secretarios y monjes.
La hija predilecta incluso ejercía labores de gobierno y de representación pública cuando los ataques de gota dejaban inválido a su padre, lo que dio lugar al rumor en varias cortes europeas de que «Su Majestad estaba loco y que a esta causa la señora infanta firma las cartas teniendo el gobierno en su mano». Con una abuela loca y un padre con tendencia a la depresión, la sospecha de locura resultaba muy recurrentes en lo concerniente al Monarca.
Padre e hija compartían una complicidad que afectaba tanto al ámbito familiar como al político. Al conocer que su sobrino Alejandro Farnesio había completado, en 1585, el asedio de Amberes, hasta entonces en manos protestantes, el Rey se levantó de la cama y fue en plena noche a la habitación de su hija Isabel Clara Eugenia para despertarla al grito de «nuestra es Amberes». O al menos eso cuenta la leyenda… Precisamente Farnesio se encargó de defender los intereses españoles y católicos en Francia en la guerra civil que terminó con el protestante Enrique IV en el trono galo.
Una de las razones por las que Felipe II se inmiscuyó en este asunto vecino era que esgrimía que Isabel Clara Eugenia, «la niña de sus ojos», tenía derechos sobre la Corona francesa como nieta de Enrique II, lo cual iba en contra de la Ley Sálica que impedía a las infantas francesas reinar si había varones en las líneas secundarias. El Rey levantó una comisión de teólogos para sortear la Ley Sálica, algo muy del estilo de El Prudente, además de entrar en contacto con el gobernador de Bretaña para usar este territorio como base de operaciones contra los franceses protestantes.
Bretaña era, de hecho, una suerte de infantado afín a la Casa Valois cuyas pretensiones encarnaba la hija de Felipe II. No en vano, la Liga católica y el resto del país siempre vio con desconfianza la posibilidad de que Francia fuera gobernada por una española y, finalmente, hicieron tripas corazón con Enrique IV una vez este decidió que «París bien vale una misa», es decir, cuando decidió convertirse al catolicismo.
Un matrimonio de última hora
Sin el trono de Francia ni presumiblemente el de España, Felipe II dispuso cercano a su muerte un buen matrimonio para su hija para que pudiera reinar en algún sitio. La joven poseía «una rara belleza», lo que en su caso significaba que sus facciones eran demasiado similares a las de su regio padre, y empezaba a ser carne de convento cuando el Rey se decidió a casarla con un sobrino a mano en consonancia con la inmemorial tradición endogámica de los Habsburgo.
¿Quién mejor que el sobrino (también era su cuñado, por cierto) favorito del Rey, Alberto de Austria, para casarse con su hija predilecta? Desde su llegada a España en 1570, el hijo de Maximiliano II fue promocionado para compatibilizar la carrera eclesiástica —siendo nombrado Arzobispo de Toledo (1584)— con la política como virrey de Portugal (1583-1593) y posteriormente como gobernador de los Países Bajos. El Rey dispuso que Alberto e Isabel se casaran y recibieran como dote la soberanía de los Países Bajos, donde a esas alturas se inclinó por cambiar de estrategia. Solo un príncipe con sangre real podía frenar los sucesivos episodios de rebelión y traer la paz.
En cualquier caso, la hija permaneció al lado de su padre hasta que lanzó su último aliento. En la agonía final que dejó al Rey postrado en la cama, solo la voz de su hija, tan parecida a la de su madre, lograba sosegar el espíritu de Felipe, cuyas extremidades inmovilizadas por la gota, las llagas y el dolor le torturaban día y noche.
El compromiso matrimonial de Isabel Clara Eugenia coincidió con el acuerdo matrimonial de su hermano Felipe III con Margarita de Austria, lo que llevó al Papa Clemente VIII a ofrecerse a oficiar las bodas dobles. Tras renunciar a sus dignidades eclesiásticas, Alberto se dirigió desde Bruselas a Italia, donde se encontró con su prima Margarita en su ruta hacia España. Las órdenes portadas por el Archiduque pasaban por acompañar a la futura Reina de España y a su madre, María Ana de Baviera, hasta Ferrara y luego a la península.
En Ferrara, el Papa Clemente VIII recibió a los tres con gloriosas fiestas que, saltándose el luto por la muerte de Felipe II un par de meses antes, precedieron a las bodas dobles. Primero tuvo lugar la de Felipe III, representado por el propio Alberto, y Margarita; y después la de Alberto con Isabel, representada por el embajador español ante la Santa Sede, el Duque de Sessa. A Alberto le tocaba hacer de novio por dos veces en un día, lo cual era algo molesto pero no tenía punto de comparación con el papelón de Sessa, al que le tocó ocupar la posición de Isabel Clara Eugenia. Como regalo de boda, el Papa le entregó a Margarita una carroza parcialmente dorada con seis maravillosos caballos, entre otras varias barrabasadas de oro.
Las dos parejas ratificaron sus bodas en Valencia ya con todos los cónyuges presentes. Tras la ceremonia en Valencia, viajaron a Italia y de allí a Flandes, donde la guerra civil se encontraba estabilizada. El periplo de los recién casados hasta Bruselas estuvo bañado de muchas anécdotas. «Y como soy ta que poco a poco creo lo he de ser», bromeó en sus notas Isabel, sobre la costumbre de los campesinos suizos de entregarla botas de vino como obsequio. Lo cierto es que la hija de Felipe II no había salido nunca del país, a pesar de sobrepasar ya los treinta, y quedó extasiada con los paisajes europeos y con su nuevo hogar.
Escribió al Duque de Lerma, a propósito de su llegada a Flandes: «Esta tierra es lindísima si no estuviera tan destruida, que es la mayor lástima del mundo»
La vida en Flandes
De su estancia en Flandes lo más recordado en España es su promesa, normalmente atribuida a Isabel La Católica, de que no pensaba cambiarse de camisa hasta pacificar los Países Bajos. Obviamente este juramento, realizado en el contexto del sitio de Ostende (Bélgica) que duró más de tres años, de 1601 a 1604, era de carácter simbólico y no da una idea de los retos a los que se enfrentó la Infanta en un país que le resultaba completamente desconocido.
Si bien nunca lograron concebir a un heredero, Isabel y su primo trabajaron con éxito durante años para reconstruir el país y restablecer la paz, siendo en este periodo cuando se empezaron a definir con claridad las fronteras entre Bélgica y Holanda. Bajo su gobierno se recuperó la pujanza económica en este territorio plagado de urbes, se reformó por completo la administración y se dotó a Bruselas de su propia y esplendorosa corte. Los Archiduques promocionaron la lengua y la cultura españolas, especialmente la escuela de Salamanca y la literatura española, desde la mística hasta El Quijote.
Entre su actividad como mecenas, la Infanta española alimentó una impresionante colección privada de arte que, a través de regalos a sus parientes de la Península, permitió que hoy cuadros de Pedro Brueghel el Joven, Jan Brueghel de Velours, Dionisio van Alsloot, Pedro Pablo Rubens, que se trasladó a Madrid con misiones diplomáticas, o Anton van Dick decoren los museos nacionales.
Isabel Clara Eugenia, cuyo conocimiento del arte de la guerra y de los asedios causó la admiración del embajador de Luis XIII de Francia en Bruselas, percibió pronto que carecía de los medios para mantener la guerra en los términos que su padre mantenía abiertos desde hace décadas. Lo costoso en vidas y oro de conquistar Ostende, en 1604, obligó a los Archiduques a buscar una solución no militar al conflicto con las Provincias Unidas, que ya no eran un territorio rebelde sino un auténtico estado independiente.
Los Archiduques concluyeron, sin contar con Madrid, un alto el fuego con los holandeses, en marzo de 1607, que se fue prorrogando a lo largo de varios meses. El texto reconocía la soberanía de Holanda como estado independiente mientras durara el alto el fuego. Ya tenían una razón para que les durara la paz. España tardó todavía dos años más en seguir el ejemplo de los archiduques pues aceptar la soberanía de las Provincias Unidas era un trago demasiado grande.
Gracias al conocimiento de los asuntos políticos adquirido de su padre, Isabel Clara Eugenia trabajó mano a mano con su marido no solo para la prosperidad de sus territorios, sino para mantener la autonomía respecto a Madrid, que ahora anhelaba recuperar esta posición estratégica. Desde el entorno de Felipe III se envió una oferta en 1603 al Archiduque Alberto para que abandona el gobierno de los Países Bajos a cambio del Franco Condado, algo que el hijo de Maximiliano II rechazó por ser «contra su reputación», y hasta se deslizó la posibilidad de que Isabel Clara Eugenia pudiera ocupar el trono de Inglaterra a la muerte de la Reina Isabel I si se hacían antes a un lado en Flandes…
El verdadero fracaso del matrimonio fue su falta de descendencia. La soberana de los Países Bajos realizó novenas y procesiones pidiendo que Dios le concediera un hijo, e incluso visitó la Iglesia de Nuestra Señora de Laeken, cuya leyenda afirmaba que la Santa Virgen señaló con un cordón el lugar donde quiso que se erigiera la iglesia y ahora éste curaba a aquellas mujeres con problemas para tener hijos. A ella ninguno de estos remedios le funcionó.
Con la muerte del Archiduque Alberto, en 1631, quedó sellado que los Países Bajos iban a volver a manos del Rey de España. Isabel falleció dos años después sabiendo que las decisiones de su sobrino Felipe IV, al que ni siquiera conocía, conducirían al país a una nueva guerra. Isabel Clara Eugenia, que sin su marido vivo ejerció no como soberana sino gobernadora del país, tomó los hábitos de terciaria franciscana e impuso un aire más austero a la Corte de Bruselas. Una pequeña sombra en un reinado lleno de luz que contribuyó a devolver, a la manera española, la alegría y el dinamismo a una tierra azotada por la guerra.
Origen: La poderosa hija (y mano derecha) de Felipe II que pudo haber reinado en España