La tragedia del «USS Indianápolis», el buque espía cuya tripulación fue desmembrada por tiburones
El 29 de julio, el crucero que transportó varias partes de las bombas atómicas norteamericanas hasta Tinian fue torpedeado por un submarino japonés. Decenas de los supervivientes al desastre fueron devorados por escualos. Ahora, Nicolas Cage recupera esta tragedia en su última película
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Cinco días de sufrimiento que acabaron con la muerte de más de 800 valientes marineros en julio de 1945. La tragedia del «USS Indianápolis», un crucero pesado estadounidense conocido por ser el orgullo de Roosevelt, fue la más grande que los Estados Unidos han visto a lo largo de toda su historia.
Y ya no solo por el casi millar de fallecidos que se sucedieron después de que este crucero pesado fuese torpedeado por un submarino japonés, sino porque muchos de los supervivientes del naufragio dejaron este mundo desmembrados por tiburones en aguas del Pacífico. Una situación que fue recordada en la película «Tiburón» y que, a partir del mes que viene, será la protagonista también en una nueva película de Nicolas Cage: «Men of courage». Hoy, os contamos su historia.
Un crucero puntero
Las primeras páginas de esta tragedia -más propia, por cierto, de un largometraje de Hollywood que de la última fase de la Segunda Guerra Mundial- se empezaron a escribir cuando el «USS Indianápolis» fue alumbrado en los Astilleros New York Shipbuilding Co. el 7 de noviembre de 1931. Este gigante de los mares era un crucero pesado, lo que significa –ni más ni menos- que era un buque de gran radio de acción (mucha autonomía), con una velocidad considerable para el tonelaje que desplazaba y, finalmente, con un armamento reseñable al contar con unos gigantescos cañones de 203,2 milímetros (los cuales eran capaces de lanzar proyectiles de más de 100 kilogramos).
EE.UU. fue la última potencia que construyó cruceros pesados bajo la sombra del Tratado de Washington
En palabras de Patrick J. Finneran (expresidente de la organización dedicada a recordar a los supervivientes de la tragedia de este navío), Estados Unidos fue la última potencia que inició la construcción de cruceros pesados bajo la sombra del Tratado de Washington (un acuerdo internacional que firmaron los países más destacados de la época y unificó las características básicas que tenían que tener los buques con el objetivo de evitar una carrera armamentística).
Este hecho permitió a sus ingenieros solucionar las dificultades vistas en el resto de bajeles del mundo, solventar dichos problemas, y copiar la tecnología más eficaz. «EE.UU. tuvo la ventaja de haber analizado el desarrollo de los navíos contemporáneos que se construyeron en todo el mundo», explica el autor en su artículo «La tragedia del «USS Indianápolis»».
El resultado fue la construcción de uno de los buques (el Indianápolis) más modernos de los años 30, siempre según Finneran: «Desde su creación, el «Indianápolis» fue el orgullo de la Armada, era el representante de la tecnología más avanzada de su tiempo». A su vez, Estados Unidos no solo ideó un navío puntero para la época, sino que aprendió a construirlos en serie. Así lo demuestra el que, al principio de la guerra, este país tuviera la friolera de 18 cruceros pesados, mientras que los británicos contaban con 15, los japoneses con 12, los franceses con 7, los italianos con 7 y los alemanes con 2.
Con todo, el «Indianápolis» y los buques de su clase contaban también con sus pequeños fallos. Y es que, para ganar velocidad, fueron ensamblados sin un grueso blindaje que solía incluirse en barcos similares, y que servía como protección adicional contra minas y torpedos.
Características básicas
La clase (tipo) del «Indianápolis» era la «Portland». Algo que, en la práctica, nos lleva a hablar de una serie de navíos construidos al comienzo de la década de los 30 y cuya característica principal con respecto a sus predecesores era que contaban con una mayor protección en el área de máquinas, como bien señala la Dirección de Intereses Marítimos en su obra «Buques de la Marina de Guerra del Perú desde 1884».
Sus características concretas son explicadas por el contralmirante Carlos Quiñonero López en su artículo «Un valioso regalo marinero» (publicado en 2010 en la Revista General de Marina). En este texto, el marino señala que desplazaba 9950 toneladas y sus dimensiones eran de 610 pies de eslora (largo) por 66 de manga (ancho). Todo ello, acompañado de una dotación de 1269 hombres «incluidos oficiales y personal».
Su protección tenía de 3 a 4 pulgadas de espesor a babor y estribor, 2 en su primera cubierta y de 2 a 3 en las torres. Por su parte, y como explica pormenorizadamente el marino español en su artículo, el armamento del «Indianápolis» (y por ende, el de todos los de su clase) consistía en «tres torres triples con cañones de 8 pulgadas, calibre 50».
Además, contaba en palabras del experto con «ocho grupos de ametralladoras antiáereas; tres morteros; un tubo lanzatorpedos y dos catapultas para el lanzamiento de aviones», y su maquinaria estaba formada por «ocho calderas White-Foster, dos turbinas a vapor Parsons con engranajes de reducción simple; cuatro ejes de propulsión, con un poder de 107.000 SHP». Estos motores le permitían alcanzar una velocidad de 32,7 nudos -aproximadamente unos 60 kilómetros por hora-.
El favorito de Roosevelt
Tras ser dado de alta en la Armada el 15 de noviembre de 1932 en el astillero de Filadelfia, el «USS Indianápolis» fue asignado al capitán John M. Smeallie. Sus primeros viajes (más rutinarios que militares) se desarrollaron por la bahía de Guantánamo, el canal de Panamá y Chile. Tras un período de reparaciones, nuestro gigante metálico tuvo el honor de recoger al presidente Franklin D. Roosevelt de su casa de verano en Campobello Island (cerca de Maine) el 1 de julio de 1933.
Aquella fue la primera de una larga lista de visitas de dignatarios, pues también pisaron su cubierta algunos políticos de soberana importancia como el Secretario de Marina, Claude A. Swanson, quien se embarcó en este navío el 6 de septiembre de 1933 para llevar a cabo una inspección de las bases estadounidenses en el Pacífico.
A partir del 1 de Noviembre, el «USS Indianápolis» se ganó un galón más al convertirse en el buque insignia de la fuerza de exploración de la Armada de los Estados Unidos. Ya había saltado a la fama, y esta le volvió a ser reconocida en mayo de 1934 cuando, de nuevo, Roosevelt se embarcó en él junto a otros tantos dignatarios con el objetivo de revisar la flota norteamericana.
Dos años más tarde, el trigésimo segundo presidente volvió a subirse de nuevo a este navío, aunque en este caso, para viajar hasta América del Sur. Aquel fue un viaje histórico que incluyó una gira por Buenos Aires, Trinidad y Montevideo. Al final, y como todo el mundo sabía que sucedería, el líder terminó seleccionando al «USS Indianápolis» como su nave de Estado y, siempre que podía, la elegía para que le llevara de un lado a otro. Y así, tour por aquí, y prácticas de tiro por allá, pasó el barco los siguientes años de paz.
La suerte de Pearl Harbor
Así de tranquilo continuó el «USS Indianápolis» hasta 1940, año en que se le ordenó partir hasta la base de Pearl Harbor (en Hawai) ante el aumento de la tensión entre Estados Unidos y Japón tras el comienzo de la Segunda Guerra Mundial. Para entonces, este navío ya había sido equipado con la mejor tecnología de la época (se avecinaban tiempos duros y le haría falta) y había recorrido la friolera de 215.140 milla náuticas, por lo que no era precisamente un buque novato.
Poco antes del ataque, el «USS Indianápolis» recibió órdenes de alejarse de Pearl Harbor
En los años posteriores Norteamérica fue arrastrada de forma indirecta a la contienda cuando, tras ofrecerse a vender armamento y provisiones a Inglaterra para evitar el bloqueo naval alemán, tuvo que escoltar a los buques mercantes que trasportaban aquellas vituallas hasta las tierras al mando de Churchill para evitar que volaran a manos de los temibles U-Boote germanos.
Con el paso de los meses la tensión siguió creciendo y creciendo entre los Estados Unidos y Japón. Una situación que alcanzó su punto álgido allá por diciembre de 1941, cuando el país del sol naciente tomó la decisión de armar sus cazas Zero y sus bombarderos B5N y D3A para acabar –el día 7- con la flota norteamericana amarrada en la bahía de Pearl Harbor.
El ataque resultante fue brutal y terminó con casi 4.000 bajas estadounidenses y 4 cruceros hundidos. Por suerte para sus tripulantes, el «USS Indianápolis» (que debería haber estado en el puerto y, por tanto, podría haber sido dañado severamente) recibió la orden apenas dos jornadas antes del asalto de encender motores y dirigirse hasta la isla Johnson con el objetivo de llevar a cabo un ejercicio rutinario.
Esta extraña casualidad aviva la teoría partidaria de que los norteamericanos sabían que el ataque japonés se iba a suceder y que no hicieron nada para evitarlo salvo sacar del puerto a sus bajeles más modernos y mejor preparados. ¿Con qué objetivo? Por un lado, evitar que estos se fueran al fondo del mar y, por otro, tener una excusa para meterse de lleno en la contienda.
Lo cierto es que la orden de abandonar la base de forma tan repentina llamó la atención de los marineros del «USS Indianápolis». Uno de ellos, Daniel Brady, se quedó tan sorprendido que escribió una carta en la que dejó patentes sus dudas sobre el suceso: «El 5 de diciembre de 1941 yo estaba destinado como marinero de segunda clase en el «Indianápolis». […] Era viernes por la tarde y, como era rutina los fines de semana, dejamos en tierra a una tercera parte de la tripulación. A continuación, se nos dio una orden sorprendente: el barco se pondría en marcha en una hora. “Imposible”, comentamos». Pero no lo era. En pocos minutos el navío fue cargado de comida, los marinos subieron a cubierta, y se inició la travesía. Todo ello, en un tiempo récord.
Hacia Okinawa
«Ayer, 7 de diciembre de 1941, una fecha que vivirá en la infamia, los Estados Unidos de América fueron atacados repentina y deliberadamente por fuerzas navales y aéreas del Imperio de Japón […] Pido que el Congreso declare el estado de guerra entre Estados Unidos y el Imperio japonés». Después del ataque sobre la bahía, estas fueron las palabras con las que Roosevelt declaró la guerra a los nipones. Desde ese momento, la flota norteamericana se fue desplazando paulatinamente hasta el Pacífico para ir arrebatando, isla tras isla, sus territorios a los japoneses. Y en esa ofensiva (que duró hasta el final de la guerra) participó activamente el «USS Indianápolis» de forma exitosa. El método de actuación siempre solía ser el mismo: bombardear hasta la saciedad el atolón para que luego la infantería lo asegurase.
El «USS Indianápolis» participó activamente en la ofensiva contra Japón
Su participación en la contienda en los siguientes años fue un éxito. Sin embargo, todo cambiaría cuando, tras asegurar Iwo Jima, se planteó el ataque de Okinawa (la mayor isla del suroeste de Japón). «Esta gran isla fue seleccionada por su tamaño y proximidad a Japón. Se pretendía que las fuerzas estadounidenses la utilizaran como base militar para asaltar al propio Japón», añade el autor norteamericano. La teoría era impecable, pero para conquistar esta región lo primero era, como bien explicaba el manual de todo buen oficial deseoso de asaltar una posición similar, bombardear hasta la saciedad el territorio para allanar el camino a los infantes. Y en esa misión entraba el «USS Indianápolis», buque al que se le ordenó -el 14 de marzo de 1945- partir hacia sus proximidades.
Así fue como, en palabras de Finneran, este navío comenzó a hacer retumbar sus gigantescos cañones sobre Okinawa durante siete días. Y todo ello, mientras ayudaba también a hacer que menguasen los aviones japoneses que defendían la zona. «Durante este período derribó seis aviones japoneses y ayudó a acabar con otros dos», completa el experto.
¡Banzai!
No andaban mal las cosas para el «USS Indianápolis» frente a las costas de Okinawa. Al menos, así era hasta que un piloto japonés decidió que el Emperador y el porvenir de Japón eran más importantes que su vida y, en la mañana del 31 de marzo de 1945, se lanzó contra el navío de forma kamikaze. «Rompió las nubes de la mañana y chocó contra el costado de babor de la cubierta de popa de la nave para después caer al mar», añade el experto. En principio no parecía que el enemigo hubiese causado daños severos, pero lo cierto es que logró matar a 9 marineros y herir a otros 26. Y eso únicamente en lo que se refiere a pérdidas humanas.
A nivel estructural, el barco también sufrió severos daños. Y es que, durante el impacto penetró en una de las cubiertas de babor, provocó dos agujeros en el casco a través de los que se inundaron varios compartimentos estancos, generó una pequeña explosión e inutilizó la máquina ideada para destilar el agua y una serie de tanques de combustible. No quedó más remedio. Tras las reparaciones de emergencia, tuvo que ser llevado a dique seco. «Debido a sus averías mayores, fue necesario remolcarlo hasta la isla Mare, en Nueva Caledonia, y someterlo a extensas reparaciones», determina –en este caso- Carlos Quiñones López. De ellas salió a finales de abril de ese mismo año.
Una misión atómica
Mientras pasaba por el taller, los mandamases del gobierno norteamericano llegaron a la conclusión de que los días de combatir en el Pacífico se habían acabado para el «USS Indianápolis». Su nuevo destino, según establecieron, sería mucho más secreto e importante: sería el encargado de llevar las piezas más grandes de una de las dos bombas atómicas (las mismas que se lanzarían sobre Hiroshima y Nagasaki) desde San Francisco, hasta la isla de Tiniam (en las Marianas). Estos datos dependen de las fuentes, pues, mientras que Quiñones es partidario de que portaba piezas de las dos, otros autores consideran que solo cargaba los de una de ellas.
La misión, lógicamente, era de vital importancia, pues de este navío dependía que los diferentes partes pudiesen ensamblarse en la región y, posteriormente, las armas se arrojasen sobre Japón para poner fin a la guerra. Por ello, este crucero pesado recibió todas las mejoras tecnológicas que había en los armarios de la Armada (entre las que se destacan un nuevo equipo electrónico o varios radares para detectar enemigos).
Tras terminar su paso por dique seco, el oficial al mando del «USS Indianápolis» (el capitán de navío Charles Butler McVay III, hijo de un almirante que había combatido contra España y en la I Guerra Mundial) se tomó unos días para poner a punto sus nuevos juguetes en alta mar y se dirigió a San Francisco. «Tan pronto se dio término a las reparaciones del “Indianápolis”, se le encomendó a su Comandante la secreta y fatídica misión de dirigirse a San Francisco para embarcar y transportar hasta Tinian, del grupo de las Islas Marianas, los componentes de mayor peso y tamaño de dos bombas atómicas. Previamente las otras partes más pequeñas habían sido aéro-transportadas también hasta Tinian para proceder allí a su armado», añade el experto español.
Su valiosa carga fue subida al buque el 16 de julio de 1945 de buena mañana, para evitar ojos indiscretos. En palabras de Finneran, las piezas fueron almacenadas en varias cajas de madera dentro de dos hangares de la nave. «Entre ellas estaban los corazones de las bombas. El uranio 235. Este estaba sellado dentro de un contenedor de metal forrado de plomo», determina el estadounidense. Con todo, la tripulación no supo jamás que portaban aquella temible y destructiva carga, aunque sí recibieron órdenes de lanzar los contenedores al mar si el navío corría el riesgo de ser tomado por los alemanes. Tras terminar los preparativos, el «USS Indianápolis» comenzó su viaje hacia la historia. Y lo hizo sin escolta para no llamar la atención.
El cazador de ojos rasgados
Curiosamente, ese mismo día fue en el que el capitán de corbeta Mochitsura Hashimoto –japonés de nacimiento, como su propio nombre indica- recibió órdenes de empezar a patrullar las aguas situadas al este de Filipinas para destruir a cualquier buque occidental que tuviera las bolas de arroz de ponerse frente al periscopio de su submarino, el I-58. «El I-58 era un sumergible relativamente nuevo. Su quilla fue colocada en el Astillero Naval Yokosuka el 26 de diciembre de 1942», añade el autor español. El experto estadounidense es de la misma opinión y suscribe en sus textos que este aparato nipón era «más nuevo, más grande y tecnológicamente más avanzado» que cualquier otro.
El I-58 era uno de los pocos submarinos japoneses que escudriñaban todavía la zona
Lo cierto es que –a priori- este submarino era uno de los pocos que se encontraba surcando las aguas del Pacífico, pues las gran mayoría habían sido hundidos por las patrullas estadounidenses. Independientemente de aquel cazador de ojos rasgados, el 26 de junio el «USS Indianápolis» llegó a la isla y dejó su fatídica y secreta carga en su destino. «Al infierno» (debió pensar el capitán). Ese mismo día, y tras la liberación de aquella tensa misión, el buque americano recibió órdenes de dirigir sus hélices a Leyte para reunirse con el «USS Idaho» para llevar a cabo un ejercicio de rutina.
El objetivo de estas maniobras era foguear a la tripulación (en su mayoría formada por marineros novatos) y prepararse para una posible invasión de Japón. Con los motores listos, McVay solicitó una escolta de destructores para su viaje. Y es que, temía que los submarinos japoneses pudiesen rondar por la zona. La respuesta, curiosamente, fue negativa. El alto mando consideró que las patrullas habían hecho su trabajo y no quedaba ningún nipón por la zona que le pudiese poner las cosas «hard» al «USS Indianápolis». Al capitán y al más de un millar de marinos les tocaba hacer la travesía solos.
¡Avistado y hundido!
Tic tac. Tic tac. Las manecillas del reloj de a bordo marcaban poco más de las once de la noche del lunes 29 de julio (las 23:05) cuando el oficial navegante del I-58 llamó a su capitán para darle noticias. Él debería decidir si eran buenas o malas. A los pocos segundos llegó Hashimoto, que escuchó atentamente. Un destructor se acercaba por babor (la izquierda, para los que anden justos de conocimientos marineros) desde el Este hacia el submarino de la armada Imperial, entonces surcando las aguas en superficie. La respuesta fue inmediata… ¡Zafarrancho de combate. Inmersión! (o cómo demonios se diga en japonés). Una vez engullido por las frías aguas, el aparato nipón quedó oculto de ojos indiscretos.
Pocos minutos después, Hashimoto asió el periscopio, lo levantó, y escudriñó en la noche para confirmar si su invitado había acudido a la cita. Y vaya que sí. Su nuevo amigo era un buque con el siguiente nombre en el casco: «USS Indianápolis». Se encontraba a 4.400 yardas y, para mayor felicidad del «japo», navegaba sin hacer zig-zag, la medida básica para esquivar los torpedos de los submarinos. ¡Por el emperador y por todo Japón! La ocasión no podía ser mejor. El capitanucho norteamericano se había confiado y ahora él podía hacerle explotar a placer.
«La ocasión para el I-58 era irrepetible. Pocas oportunidades volverían a tener de encontrarse ante un destructor sin escolta, con la posibilidad de atacarlo por sorpresa. De inmediato, ordenó cargar los tubos delanteros», explica el periodista e historiador español Jesús Hernández en su obra «Enigmas y misterios de la Segunda Guerra Mundial». Por su parte, Quiñones afirma que «cuando la proa del «Indianápolis» estaba a 60º grados a estribor del submarino, Hashimoto ordenó disparar sus seis torpedos con un intervalo de 2 segundos y prefijados a una profundidad de 4 metros».
El capitán japonés lo explicó así posteriormente: «Esperamos hasta que se acercó lo suficiente como para ver lo que era. Cuando nos percatamos de que era un barco grande, ordené dirigir mis torpedos hacia él y disparar».
«En menos de quince minutos, el «USS Indianápolis» fue engullido por las aguas»
Poco después, la muerte llegó en forma de torpedo hasta el «USS Indianápolis». Y todo, para sorpresa de su capitán, quien se percató muy tarde de que había sido acechado y cazado. Bum. Bum. Bum. Tres explosiones separaron al «Indianápolis» y a las más de un millar de vidas de su interior de estar a flote, a terminar bajo las aguas.
«El primer impacto dio ligeramente a proa de la torre número 1, el segundo justo en ésta y el tercero, entre el puente y la torre número 2», añade Quiñones. El quejido del casco de aquel gigante metálico se oyó en toda la zona. Posteriormente, el bajel se escoró a estribor (la derecha, para los despistados) y empezó a hundirse por la proa mientras sus marinos se arrojaban al agua.
Mientras el «USS Indianápolis» daba sus últimas bocanadas de aire y era ingerido por un mar ávido de buques, a Hashimoto todavía le dio tiempo para levantar el periscopio, ver aquel desastre, e iniciar la marcha hacia el Norte. Por suerte, decidió no emerger y disparar sus ametralladoras contra los supervivientes (algo que, por cierto, no estaba ni mucho menos mal visto en la armada Imperial) y marcharse sin hacer demasiado ruido. El combate había acabado para él.
Sin embargo, para los 1197 estadounidenses que había en su interior la lucha acababa de empezar, aunque no contra aquel submarino nipón (poco podían hacer ya contra él) sino contra los elementos, el agua… y los tiburones. Y es que, aunque nadie se había percatado de ello, el agua al que ahora todos trataban de arrojarse estaba infestada de ellos.
«En menos de quince minutos, el «USS Indianápolis» fue engullido por las aguas, pero dos terceras partes de sus tripulantes tuvieron tiempo de arrojarse al agua o, los más afortunados, subirse a los escasos botes que habían podido rescatarse a tiempo, puesto que las lanchas salvavidas se habían hundido con el barco. En total fueron unos 800 marineros los que sobrevivieron al ataque, mientras que unos 400 quedaron atrapados y sobrevivieron al ataque», señala Hernández.
Aquellos 800 marineros tuvieron una suerte dispar, ya que –aunque se salvaron de hundirse con su buque- la mayoría solo contaba con una chaqueta hinchable que les impedía hundirse.
Una nueva pesadilla
Después del hundimiento del «USS Indianápolis», el mismo buque en el que había viajado Roosevelt tantas veces y que había sido el orgullo de la marina estadounidense, comenzó una nueva pesadilla para los más de 800 supervivientes (900 atendiendo a las diferentes fuentes) que cayeron al agua. Y es que, cuando pasó la noche, y con el amanecer de un nuevo día, empezaron a llegar hasta ellos decenas de tiburones ansiosos de dar buena cuenta de la carne que les había llegado caída del cielo. La mayoría, tiburones tigre y azules.
Los norteamericanos, por su parte, poco podían hacer más que tratar de seguir el manual que les habían entregado antes de partir y que afirmaba que, la mejor forma de quitarse de encima a un tiburón era asustarle dándole una buena patada. Aquellas precarias indicaciones no sirvieron de mucho a los marinos. Ya fuera porque muchos no las recordaron, porque no acertaron a propinar un buen mamporro a sus enemigos acuáticos, o porque trataron de salir de allí nadando a toda velocidad.
Aquel primer día, decenas de norteamericanos fueron, literalmente, comida para los peces. «Los implacables escualos les atacaron de repente, tiñendo rápidamente de rojo las aguas. La reacción de los desafortunados marinos es fácilmente imaginable; muchos intentaron trepar a los botes de goma pero, en su desesperación, lo único que conseguían era volcarlos y condenar a sus compañeros a una muerte segura», completa Hernández en su obra.
Algunos marinos no podrían quitarse jamás la imagen de sus compañeros muertos de la cabeza. Uno de ellos fue precisamente Loel Dean Cox quien, en 2013, concedió una entrevista exclusiva a la BBC en la que narró aquellos terribles momentos: «Eran grandes. Le juro que algunos tenían 4,5 metros de largo […] Estaban continuamente ahí, la mayor parte del tiempo comiéndose los cuerpos de los muertos. Gracias a Dios había mucha gente muerta flotando en el área […] Venían y se tropezaban con uno. A mí me golpearon varias veces».
Sin ayuda
A pesar de la tragedia que se sucedía a su alrededor aquellos hombres que chapoteaban en el agua tratando de salvar las vida todavía tenían una esperanza: el que el «USS Idaho» se hubiese percatado de que el «Indianápolis» no había llegado hasta la zona para llevar a cabo los ejercicios pertinentes. Si eso se cumplía, era lógico pensar que no tardarían en ser rescatados. Sin embargo, lo que no sabían los cada vez menos supervivientes era que dicho crucero pesado no había recibido el mensaje que -enviado varias jornadas antes- le informaba de la llegada del navío favorito de Roosevelt. ¿La razón? Un terrible fallo en la mensajería.
Además, la mala suerte quiso que se produjese otro error fatal. «Mientras tanto, y aunque resulte difícil de creer, la Armada norteamericana no tenía ninguna noticia del hundimiento del «USS Indianápolis». Un inexplicable error de coordinación provocó que las distintas secciones encargadas de hacer el seguimiento de los buques creyesen que era otra la que debía hacerse cargo del «USS Indianápolis«, por lo que nadie echó en faltas las emisiones procedentes de su equipo de radio. No a nadie se le ocurrió establecer comunicación con él», determina Hernández. La conclusión fue que no se inició ninguna misión de rescate.
Los otros enemigos
Después de caer en el agua, los supervivientes pasaron un total de cinco días y otras tantas noches en el mar. Unas aguas, por cierto, en las que casi se cocían de calor durante el día, y se congelaban por la noche. Así recuerda James aquellos terribles momentos: «Pasó el día, llegó la noche y hacía frío, mucho frío. La siguiente mañana salió el sol y nos calentó, pero nos atacó un calor insoportable. Acabamos rezando para que el sol bajase y nos congelásemos de nuevo».
Con el paso de las horas, el hambre y la sed también empezaron a destrozar la moral de nuestros protagonistas. Los más fuertes lograron resistir la falta de agua. Sin embargo, no fueron pocos los que desesperaron y acabaron cometiendo un error que les costaría la vida. Este fallo es explicado por James en su relato: «Teníamos hambre, sed, no había agua, ni comida, ni podíamos dormir…. Algunos chicos bebieron agua salda y, durante un tiempo, les fue bien». Esa sensación no les duraría mucho, ya que ese líquido hizo que la deshidratación aumentara.
Durante aquellos días se vivieron además terribles momentos que hicieron perder la cabeza a muchos de los marineros. Dos de ellos, por ejemplo, se empeñaron -no sabemos si por la sed o por la desesperación- en que el «USS Indianápoles» estaba justo «debajo de la superficie» y que podían llegar buceando hasta los almacenes del bajel para coger algo de agua y comida (desde cigarrillos, hasta dulces y helados). «Tres o cuatro chicos se creyeron esta historia y se ofrecieron a ir con ellos», determina James. Desconocemos qué sucedió con estos hombres debido a que el superviviente no lo explicó en su relato.
Y, por descontado, todo esto se sumaba a la perpetua presencia de los tiburones a su alrededor. «Los tiburones eran el peor final. Se alimentaban por la noche. Todo estaba tranquilo y luego se oía a alguien gritar. Eso significaba que un tiburón lo había conseguido», determina James. Loel Dean Cox también describió a la BBC un sentimiento parecido: «En esa agua clara, uno podía ver a los tiburones merodeando. Y de tanto en tanto, como un rayo, uno nadaba derecho para arriba, cogía a un marinero y se lo llevaba. Uno vino y se llevó al marinero que estaba a mi lado». Fue una masacre absoluta.
Un final… ¿feliz?
Tras varios días de tragedia, los supervivientes fueron vistos accidentalmente el día 2 de agosto (aproximadamente a las diez y media de la mañana) por un avión pilotado por Wilbur Gwin y Warren Colwell. Los militares, sorprendidos por darse de bruces con aquel desastre, y a sabiendas de que no podrían amerizar, se limitaron a lanzar algunos víveres a los náufragos y una lancha de goma antes de dar media vuelta para informar de lo ocurrido.
El capitán fue llevado a juicio por no haber realizado las maniobras necesarias para eludir los torpedos
Posteriormente, y con varias jornadas de retraso, llegó a la zona el hidroavión del teniente Adrian Marks, quien comunicó a un destructor cercano lo sucedido. A partir de ese momento el rescate fue sumamente rápido. Se organizó una gigantesca operación de rescate en la que participaron cinco navíos. Pero ya era demasiado tarde para muchos. Cuando llegaron, solo pudieron rescatar a 316 (317 y 318, atendiendo a las diferentes fuentes) marineros. Había muerto el 75% de la tripulación. Y una buena parte de ellos, por culpa de tiburones.
Al hacer recuento de los supervivientes, los médicos se encontraron con el capitán McVay, quien tuvo la suerte de poder escapar a aquella tragedia. O al menos eso creía él. Y es que, después de recuperarse, fue juzgado por cometer varios errores que, según los mandos, pudieron costar la vida de sus marineros y la pérdida del buque de la armada. El primero de ellos fue no haber navegado en zig-zag durante la noche. En el juicio llegó a participar Ashimoto quien declaró que, navegara como hubiese navegado el navío, él lo hubiese destruido.
El capitán también fue acusado de no organizar como debía la evacuación del buque. Algo que se contrarrestó afirmando que el hundimiento había sido tan rápido, que había sido imposible llevarlo a cabo de forma adecuada. Al final, McVay fue readmitido en el servicio y ascendido a contralmirante, aunque aquello significó -en palabras del juzgado- su ataúd militar. Se retiró en 1949.
Origen: La tragedia del «USS Indianápolis», el buque espía cuya tripulación fue desmembrada por tiburones