La trágica muerte de Diego de León, el terror de los carlistas que quiso raptar a la pequeña Isabel II
El 15 de octubre de 1841, este militar con sangre real se remangó las mangas y dio él mismo las órdenes para que sus verdugos abrieran fuego por haber participado en el alzamiento de O’Donnell: «No tembléis, disparad al corazón»
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Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, Diego de León, conocido como «la Primera Lanza del Reino», no se conformó con ser un cordero. El 15 de octubre de 1841, este militar con sangre real se remangó las mangas y dio él mismo las órdenes para que sus verdugos abrieran fuego por haber participado en el alzamiento de O’Donnell y por intentar, sin éxito, asaltar el Palacio Real. «No tembléis, disparad al corazón», reclamó justo antes de morir.
Nacido en Córdoba, Diego de León y Navarrete procedía de una familia noble emparentada remotamente con los descendientes del Rey de Alfonso IX de León. Su padre ejerció como gentilhombre de Cámara del Rey Fernando y aprovechó los vaivenes de aquel reinado para escalar posiciones en la Corte. Criado a caballo entre Madrid y Córdoba, el joven Diego ingresó como teniente en el Regimiento de Granaderos Realistas de Montoro, en cuanto finalizó sus estudios básicos. Por influencia de su padre, que pagó el precio de 65 caballos, obtuvo con solo 17 años el mando de una escuadra de Caballería.
En ascenso de Diego de León dentro de la caballería española fue como una de sus cargas en el campo de batalla: fulgurante y cruda. Hacia 1834, ejercía como comandante de escuadrón del Regimiento de Lanceros de la Guardia Real, justo a tiempo y en el puesto idóneo para vivir de cerca el estallido de la Primera Guerra Carlista (1833-1840). Los partidarios de Carlos María Isidro de Borbón, hermano de Fernando VII, se levantaron en armas al saber que la Corona había ido a parar a la jovencísima Isabel II, representada por su madre y regente María Cristina de Borbón-Dos Sicilias.
«La Primera Lanza del Reino»
Diego de León se ofreció pronto a conducir su escuadrón al norte de la Península, punto clave del conflicto. En la toma de Arcos y el Puente de Lárraga, en las acciones de Arróniz, Fuerte de Treviño, el Carrascal, Salvatierra… el escuadrón del cordobés protagonizó cargas memorables que le ganaron para su oficial el apodo de «la Primera Lanza del Reino». De estas actuaciones es muy recordada la de Arcos, donde al mando de un escuadrón de solo 72 jinetes se enfrentó a una columna carlista de 14 batallones y 500 caballos, retratada recientemente por el pintor Augusto Ferrer-Dalmau, como un espectro que se abre paso entre la niebla, con los ojos del jinete y del caballo fuera de sus órbitas.
No obstante, fue cuando el general Fernando Fernández de Córdoba tomó el mando de las operaciones norteñas cuando el mito empezó a sustituir al hombre y, de hecho, los liberales pudieron retomar la iniciativa. Hasta la muerte de Zumalacárregui, en 1835, los partidarios de Isabel II se habían conformado con apagar los fuegos que las tropas carlistas prendían en sus expediciones desde el norte, Cataluña y el Maestrazgo, sin tener claro cómo se podía desmontar la causa rebelde a largo plazo.
Parte del cambio de vientos lo encabezó el caballero andaluz. Su papel en las batallas de Mendigorría y Arlabán hizo que, en marzo de 1836, Diego de León fuera nombrado jefe del Regimiento de Húsares de la Princesa. Esta unidad se convirtió por su velocidad y resistencia en el terror de los carlistas, cuyo éxito se basaba en la primera fase de la guerra en la capacidad de caer de forma sorpresiva sobre cualquier punto de la Península. Precisamente eso pretendió el general carlista Miguel Gómez Damas, que, desde junio de 1836, se movió con impunidad por Santander, Asturias, Galicia, las dos Castillas, Extremadura y Andalucía, llegando a ocupar varias ciudades del sur, antes de retirarse a Álava ante el empuje de un húsar temerario con apellido de depredador de la Sabana.
Bajo el mando del general Espartero, el regimiento de León persiguió a Gómez por la Península, en un juego del gato y el ratón que casi acaba en desastre para los realistas en la batalla de Villarrobledo, en Albacete, en septiembre de ese año. Frente a la superioridad de los carlistas, el noble y sus 105 húsares protegieron a las fuerzas de Espartero (reemplazado por Alaix en esa batalla por enfermedad) y así lograron dispersar a 11.000 infantes y jinetes del enemigo. Acción que ganó para el cordobés la Cruz laureada de San Fernando de 2ª Clase y el nombramiento de comandante general de la Caballería del ejército en campaña.
En los siete meses que duró la persecución, la unidad de Diego de León recorrió España de punta a punta sin descansar un solo día, ni recibir relevo como otras compañías. Solo así cercaron a la presa. Tras el revés de Villarrobledo, Gómez también se las vio con « la Primera Lanza del Reino» en Córdoba, Trujillo, Medellín y Villanueva de la Serena. El cordobés obtuvo una enorme victoria en Alcaudete (Jaén), apoderándose de parte de sus suministros y causando una sangría de bajas a Gómez en su vuelta al norte. Claro que, como bien es sabido, el norte nunca olvida.
La política de los pronunciamientos
Cataluña centró la actividad carlista en el verano de 1837. Cuenta Trinidad Ortuzar Castañer en la entrada que dedica al cordobés enla Real Academia de Historia, que en los campos de Grá realizó la carga considerada «más brillante de toda la Primera Guerra Carlista», frente al mismísimo Carlos María Isidro de Borbón. Mientras acumulaba nuevas merecedes, como la Gran Cruz de Isabel la Católica, la Gran Cruz laureada de San Fernando o la Gran Cruz de Carlos III, Diego de León continuó saliendo indemne de batallas que matarían hasta al más pintado.
En la toma del puente de Belascoaín, clave para que Pamplonano quedara aislada, Diego de León se enzarzó en una batalla de cuatro horas para desalojar con un puñado de húsares la posición carlista en noviembre de 1837. Dos años después, cuando los carlistas volvieron a apoderarse de ese mismo puente, el León y sus húsares acudieron a restablecer otra vez la comunicación de Pamplona con el resto de Navarra. La acción valió para el entonces virrey de Navarra el título de conde de Belascoaín y un baño de masas.
No fue hasta los últimos coletazos de la guerra, a finales de 1839, cuando chocaron los egos del general Espartero y el general Diego de León. Ambos aspiraban a hacerse con la jefatura del Ejército, e incluso a sustituir a la Reina María Cristina, regente en nombre de Isabel II, en cuanto terminara la guerra. Y, en efecto, a los pocos meses de que silenciaran los cañones, se produjo la Revolución de septiembre de 1840, que convirtió al general Espartero en el nuevo regente. Desesperada y aislada en Valencia, la Reina María Cristina nombró a Diego de León capitán general de Castilla la Nueva con el objeto de obtener el apoyo de los militares moderados. Diego de León aceptó el nombramiento y se dirigió a Madrid a restablecer el orden, si bien la madre de Isabel II abdicó de su puesto para evitar una guerra civil y partió al exilio.
«La Primera Lanza del Reino» quedó así en medio del fuego cruzado, y no de aquel que gustaba sortear en los campos de batalla, sino del que escupe el fango político. En cuestión de un siglo, se produjo una veintena de pronunciamientos militares en España, implicando a hombres buenos, hombres regulares y hombres terribles en una guerra política donde no servía de nada, como en el caso del cordobés, ser el más hábil con la lanza.
Tras la abdicación de la regente, Espartero escribió a Diego de León «aconsejándole» que dimitiera de la Capitanía General, lo cual hizo mientras buscaba la mejor oportunidad de contraatacar junto a los suyos. El general cordobés puso tierra de por medio para pasar unos meses en Francia, todo ello sin pisar París, donde se encontraba María Cristina, con el fin de evitar comentarios dañosos.
El teniente general Diego de León no renunció así a participar, junto a Ramón María Narváez, Leopoldo O’Donnell y otros generales afines a María Cristina, en un intento de los moderados por desalojar del poder a Espartero, quien mantenía bajo su tutela a las dos niñas herederas, Isabel y su hermana Luisa Fernanda. El resultado de estas conjuras se materializó en un pronunciamiento, a principios de octubre de 1841, que fracasó por la mezcolanza política de los sublevados y, sobre todo, porque el regente Espartero estaba más prevenido que muchos de los golpistas.
El 27 de septiembre, el general Leopoldo O’Donnell debía iniciar el golpe, sublevando Pamplona, pero no consiguió que la ciudad proclamase como regente a María Cristina ni siquiera a base de bombardeos. En Vitoria, Bilbao, Zaragoza y Vergara sí prendió el pronunciamiento, lo que animó a Diego de León y Manuel Gutiérrez de la Concha a poner en marcha el 7 de octubre la parte más delicada del plan: asaltar el Palacio Real y raptar a las dos herederas para llevarlas al País Vasco.
A las 19.45 h. Gutiérrez de la Concha penetró con el Regimiento del Príncipe por el interior de palacio por la escalera principal. Prevenido Espartero, 18 alabarderos de la guardia salieron al cruce. El combate por hacerse con las dos niñas duró casi diez horas. Para cuando llegóDiego de León al palacio, a media noche, no quedaban ya posibilidades de éxito, salvo huir para salvar la vida. De este modo, el cordobés se perdió por los caminos hacia Colmenar Viejo, cayendo herido al intentar saltar una zanja. Cuando le alcanzó al fin un escuadrón de húsares, el león herido estaba aguardándolos y dispuesto a quedar preso, a pesar de que el comandante Laviña, antiguo ayudante del cordobés, le ofreció huir a Portugal.
Recluido en el Cuartel de Santo Tomás, en Madrid, «la Primera Lanza del Reino» fue juzgado por un Consejo de Guerra formado por siete militares. Según demostró la prensa de la época, el proceso estuvo repleto de irregularidades, se procedió con una celeridad inusitada (fue ejecutado solo ocho días después del asalto) y, además, la decisión de condenar a muerte a Diego de León se tomó por un solo voto. Varios de estos militares, como Méndez Vigo o el brigadier Minuisir, ni siquiera eran competentes para asistir a aquella causa por ser al mismo tiempo jueces y testigos en el proceso.
La carta de un hombre traicionado
El promotor de aquellas prisas, Espartero, se mostró inflexible ante las numerosas peticiones de clemencia desde el estamento militar y desde figuras de su entorno. Su propia esposa, la Duquesa de la Victoria, el defensor general Roncali y su hermano, el general Castaños o la marquesa de Zambrano pidieron a la niña Isabel II que escribiera una carta al regente pidiendo un indulto. Hasta el coronel Domingo Dulce, que al frente de los alabarderos había defendido el palacio la noche del 7 de octubre, pidió clemencia para su rival. Pero, todas las peticiones fueron en vano para León y el resto de militares implicados… a excepción de los que huyeron a tiempo.
Acusado de sedición, Diego de León, de 34 años, fue ejecutado a las dos menos cuarto del mediodía del 15 de octubre enla Puerta de Toledo. Él mismo se encargó de dar la orden a los fusileros. La noche anterior, escribió una triste carta a su esposa, María del Pilar Juez-Sarmiento y Mollinedo, donde pidió que sus hijos siguieran su misma «Senda honrada»:
Preveo que sobre estas líneas van a caer abundantes lágrimas; yo quisiera evitarte este dolor, pero es tan largo y acelerado el viaje que he de emprender que no puedo dilatar la despedida. Me dicen los amigos que la sentencia que sobre mí ha recaído es injusta, pero cuando Dios la consiente la tendré merecida; por eso apelo a la resignación, que es el triste consuelo de los moribundos.
Indicarte los deberes que competen a la viuda de un soldado pundonor, sería ofenderte y no lo mereces, ni el trance pide argumentos de esta clase.
No solicites verme, no quebrantes con tu cariñosa presencia el vigor que necesito para morir como he vivido, ni busques duplicar tus dolores delante del que no ha de poder remediarlos.
Supla el cariño de nuestros hijos el inmenso amor de tu infortunado esposo y llévalos por la Senda honrada que anduvo su padre.
Quisiera estar hablándote toda la noche, por ser la última que te dirijo la palabra, pero hay deberes que me lo impiden.
El que vivió caballero, es menester que muera cristiano y el que merecerse a Dios, exige meditadas y supremas preparaciones.
Tuyo hasta exhalar el último suspiro.