La última arma secreta de Alfonso XIII contra la llegada de la Segunda República
Juan Bautista Aznar, héroe militar y figura de consenso, lideró en 1931 un gobierno de concentración que, durante 57 días, intentó reconciliar a los españoles
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Una sola frase le valió a Juan Bautista Aznar para copar los diarios. El 13 de abril de 1931, jornada de malos augurios, el entonces presidente del Consejo de Ministros se dirigía azorado al palacio de la Presidencia cuando los periodista le asaltaron. La pregunta parecía obligada: «¿Habrá crisis?». Él respondió como había hecho siempre, con una sinceridad absoluta: «¿Qué más crisis quieren ustedes que un país que se acuesta monárquico y se levanta republicano?». Una jornada después, y a pesar de lo ajustado del resultado de las elecciones municipales, la tricolor ondeaba en las plazas mientras Alfonso XIII preparaba a toda prisa su salida de la península. Acababa de llegar la Segunda República.
«Es una pena que la sociedad solo le conozca por esas palabras». Luis Aznar Fernández se confiesa con ABC tras apurar los últimos sorbos de café. Le duele que su antepasado no se haya ganado un hueco en los libros por sus logros, que fueron muchos: «Era un militar de carrera que combatió en las colonias y ascendió hasta la cúspide del poder naval: Capitán General de la Armada. Fue el último antes de que la República eliminara el cargo». Monárquico convencido, y figura de consenso, el ‘almirante’, como le llama nuestro entrevistado, fue seleccionado por Alfonso XIII para liderar un gobierno de concentración aperturista que sentara las bases de una España moderada. Y, en palabras de su sobrino bisnieto, vaya si lo logró durante los 57 días que estuvo al frente del país.
Pero a males mayúsculos, remedios de papel y tinta. En los últimos meses, Luis ha reeditado un ensayo, ‘Juan Bautista Aznar’ (Eolas), con el que espera esclarecer de una vez el pasado de su tío bisabuelo. «Borrar su leyenda negra», dice. Y lo ha hecho tras años de investigación y de tener la fortuna de que cayera en sus manos una ingente cantidad de documentación inédita. «Unos familiares me llamaron y me entregaron tres cajas de informes y fotografías de él. Desempolvé todo, lo estudié y añadí las conclusiones a la obra», sentencia.
Días de guerra
Hoy, Luis nos guía en un dulce recorrido por la vida de su antepasado. Un viaje en el que dispara contra algunos errores que los historiadores han replicado sobre el almirante; y un trayecto en el que demuestra que, antes de pasar por el trauma de 1931, venía bregado de las colonias. «Nació en 1860 y pronto se sintió atraído por el mar. Tuvo tres destinos en Filipinas y se encontraba en la escuadra que el Gobierno envió a Cuba a finales de abril de 1898», explica. Aznar era tercer comandante del buque insignia de Pascual Cervera y Topete, el ‘Infanta María Teresa’, y, durante el desastre de Santiago de Cuba, lideró la defensa de los náufragos que llegaron a tierra tras el combate.
Tras aquella debacle, Aznar dirigió también a los soldados capturados que fueron despachados hacia la prisión de Annápolis, en EE.UU. En este punto, Luis hace una pausa: «He descubierto un diario en el que narra qué sucedió en el viaje y durante los meses posteriores. Hizo frente, por ejemplo, a varios norteamericanos que se liaron a tiros con sus hombres».
Cuesta resumir casi cuatro décadas de gestas militares. Ya de vuelta en España, Aznar colaboró en la organización del futuro Desembarco de Alhucemas y fue enviado a Marruecos. «A partir de 1921, su escuadra ayudó a proteger la costa. Aunque lo más llamativo es que utilizó los submarinos de una forma muy moderna. Se valió de ellos para misiones como hacer aguadas o evacuar a militares sin ser vistos», explica Luis. Por aquellos lares permaneció hasta 1923, cuando Alfonso XIII le llamó para que se incorporara como ministro de Marina a la ejecutiva de Manuel García Prieto. Fue su primer acercamiento a la política. «Compró aviones a Inglaterra y acabó con la lentitud de la administración en varios ámbitos», añade su descendiente.
En esos menesteres andaba Aznar cuando Miguel Primo de Rivera se asió a la poltrona en septiembre de 1923. Él, monárquico hasta los intestinos, criticó la dictadura y defendió siempre los intereses del monarca. «Le ofrecieron seguir al frente del ministerio, pero lo rechazó en varias ocasiones. No estaba de acuerdo con que un espadón estuviera al frente del Gobierno», completa.
El ascenso a almirante le llegó en 1925, y ese mismo año pasó a estar al mando de la Capitanía General del Departamento de Cartagena. «Fue en esta época cuando empezó a tener una relación directa con el monarca. Mantuvieron siempre un trato muy cercano y personal», añade Luis. Tres años después, Aznar llegó a la cúspide de su carrera militar al ser nombrado Capitán General de la Armada. «¿Que cómo definiría la importancia de este cargo? Digamos que entonces había dos máximos representantes del poder militar en España, Weyler en tierra, y él en el mar», sostiene Luis.
Un gobierno limpio
El final de la dictadura no trajo la calma de las aguas; vientos bravos como el fallido pronunciamiento republicano en Jaca y el Pacto de San Sebastián contra la Corona las enturbiaron hasta hacer imposible surcarlas. En enero de 1931 la crisis era total y galopante la desazón de Alfonso XIII. Aunque Luis nos recuerda que las crónicas son soberanas: «A nivel social, el monarca era aclamado por las calles». En lo político, sin embargo, la tensión crecía con las elecciones municipales en el horizonte; unos comicios que, dice nuestro entrevistado, «boicotearon los diferentes partidos» por una u otra razón. Asfixiado, Dámaso Berenguer, al que Su Majestad había encargado la vuelta a la «normalidad constitucional», dimitió el 14 de febrero.
«A partir de entonces, la máxima del Rey fue conseguir un presidente que formara un gobierno de concentración», explica Luis. Alfonso XIII se reunió con los gerifaltes más populares, pero todos se negaron a asir aquel barco a la deriva. Y fue ahí donde entró en juego Aznar. «No era un político, pero sí una figura pública conocida y respetada. La clave es que contaba con una trayectoria muy importante al frente de la Marina y ofrecía una imagen de consenso», sentencia. Su descendiente ha descubierto que el almirante tuvo un debate familiar muy serio. «Su familia le aconsejó que rechazara el cargo. Él no tenía nada que ganar, pero respondió que debía obedecer al Rey», añade.
Su elección como presidente del Consejo de Ministros, último recurso de un monarca desesperado, supuso la llegada de cierto aire renovador. Aznar abrió las ventanas presidenciales y luchó, como él mismo explicó a los periodistas, por «calmar las inquietudes políticas de los últimos meses». Así lo asegura su descendiente: «Lo primero que hizo fue acabar con los déficits democráticos que existían. Devolvió a los sindicatos la actividad que había clausurado la dictadura, por ejemplo, e hizo que se recuperara la normalidad en instituciones como el Ateneo de Madrid». Su gabinete, admitió el conde de Romanones, se basó en el trabajo: «He sido ministro muchas veces, pero en ninguna se llegó a un examen tan escrupuloso y a fondo de las cuestiones puestas a debate».
Su mayor reto fue asegurar un camino pulcro hacia las elecciones municipales del 12 de abril. El almirante, nos asegura su descendiente, sabía que «hasta entonces los comicios se producían en el ámbito del caciquismo», y suspiraba por acabar con esta práctica para que la Monarquía se asentara sobre pilares firmes. El mismo conde de Romanones insistió en aquella máxima a finales de febrero:
«Si al Gobierno llega la noticia de que un gobernador, sea cual fuere, ejerció presión sobre los alcaldes con alguna viciosa práctica […], la sanción será sumarísima y consistirá en la destitución». Luis, orgulloso, añade que «hasta los peores detractores» de su antecesor «reconocieron que garantizó la limpieza de todo el proceso».
Pero ese no fue su único movimiento en favor de la reconciliación; Luis se guarda bajo la manga una infinidad de ellos. El más destacado consistió en conseguir el indulto de los militares que se habían alzado contra la Monarquía en Jaca y que habían sido condenados a muerte o a cadena perpetua. «¿Qué podría decir yo en cuanto a la obra de mi último Gobierno? Casi todas sus promesas fueron cumplidas. Puso en libertad al Comité revolucionario, indultó a Sediles por el trágico episodio de Jaca, logró […] un crédito encaminado a estabilizar la peseta, se ocupó del problema del paro y, por fin, fijó la fecha de las elecciones», explicó el mismo almirante.
Último defensor
Luis ha buceado durante años en todos los archivos, personales e institucionales, y aporta pruebas de que la presidencia de Aznar fue aplaudida dentro y fuera de España. Por eso le entristece que haya caído en el olvido. Aunque lo entiende, dado que su gabinete tuvo que enfrentarse a unos resultados electorales adversos y que han generado ríos de tinta durante ocho décadas. «El cómputo global de concejales fue muy favorable a la Monarquía, pero las capitales de provincia, que era donde estaba la prensa, las ganó la Conjunción Republicano-Socialista. Aquello fue un ‘shock’ para todos; en primer lugar, para el Gobierno. No se creían aquello ni los mismos lideres favorables a la República», añade el descendiente.
Para Aznar, la Monarquía no era una cuestión baladí. Y va un ejemplo: su nombramiento como Caballero de la Real Orden del Toisón de Oro se contó entre los momentos más emotivos de su vida. El resultado de las elecciones fue para él un duro golpe, aunque fue peor saber que Su Majestad barajaba abandonar España. «Con gesto de desesperación, no pudo reprimir las lágrimas», escribió Romanones. La decisión quedó ratificada tras hondas deliberaciones y con el peso del asesinato del Zar en la retina. El almirante, como hombre de confianza de Alfonso XIII, fue el encargado de preparar el último viaje que este hizo como monarca. «Decidió que saliera en barco por el puerto de Cartagena. Otro tanto hizo con la reina, que se fue en tren», añade Luis.
Tras el advenimiento de la República, el almirante se mostró leal al nuevo régimen como Capitán General de la Armada que era. «Aznar visitó a Niceto Alcalá-Zamora, el nuevo presidente, y le dijo que estaba a su disposición. Pero este fue muy mezquino y tuvieron un encontronazo», desvela Luis. Los pormenores, insiste, los narra en su libro. En la práctica, dimitió y se volvió a la que era una de sus tierras soñadas: Cartagena. El olor a sal y el sonido de los submarinos que salían del puerto le encandilaban. Poco después, el 20 de febrero de 1933, expiró su último aliento en aquel Madrid desde el que había dirigido el destino de España.
Luis, sin embargo, prefiere quedarse con las otras facetas del almirante; esas que solo conocían sus amigos y familiares. Su gusto por la música, por ejemplo. «Mantuvo la presidencia de la Asociación de Cultura Musical hasta su muerte. Organizaba conciertos, traía a grandes figuras a cantar a la capital…». O su pasión por la cultura. «Era un lector impenitente. Yo conocí gran parte de su biblioteca. Aumento su colección hasta poco antes de morir», sentencia. Esta, insiste, sí es una buena imagen para despedirse de un hombre que no quería ser político, pero al que no le quedó más remedio.
Origen: La última arma secreta de Alfonso XIII contra la llegada de la Segunda República