La verdad sobre el “abate” Marchena: ni abate ni traidor
Se equivocaba Menéndez Pelayo cuando dijo que el mal llamado “abate Marchena” era un hombre “sin fe, sin patria y hasta sin lengua”. ¿No tenía fe quien
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Se equivocaba Menéndez Pelayo cuando dijo que el mal llamado “abate Marchena” era un hombre “sin fe, sin patria y hasta sin lengua”. ¿No tenía fe quien exclamó, tras haber tenido que huir a Francia para escapar de la Inquisición, que, “a la larga, las luces se imponen incluso a las inquisiciones”? ¿No tenía patria quien afirmó que “un ciudadano es necesariamente un cosmopolita”? ¿Y no tenía lengua quien podía escribir en francés un contundente Ensayo de teología y traducir al español el De rerum natura de Lucrecio, las Novelas de Voltaire o las Cartas persas de Montesquieu?
Cabe preguntarse por qué apenas nos acordamos de José Marchena, cuando sus dos exilios españoles, sus dieciséis meses de cárcel jacobina, su colaboración con el ejército napoleónico del Rin, su participación en el gobierno de José I Bonaparte y su tardío regreso durante el Trienio liberal hicieron de él una enciclopedia abierta de la historia europea, en general, y del pensamiento ilustrado, en particular.
Me atrevería a decir que si Marchena fuese inglés o francés ya tendría su película e, incluso, su universidad. Lo menos que podemos hacer hoy, 200 años después de su muerte, es preguntarnos por qué Marchena acabó, junto a tantos erasmistas, afrancesados y liberales, en el rincón de pensar de la historia. Un modo de empezar a recordar es identificar las razones del olvido.
En primer lugar, Marchena cometió el “pecado” de no pertenecer a ningún país, pues fue francés en España y cosmopolita en Francia. Fue francés en España, como un joven intelectual ilustrado que tuvo que acabar huyendo de la Inquisición por publicar textos tenidos por peligrosos, y, luego, como un alto funcionario del gobierno de José I Bonaparte que tuvo que acabar escapando de las tropas españolas por ser considerado un traidor.
Y fue cosmopolita en Francia, porque, a pesar de haber participado, con su vigoroso francés, en la primera fila de la vida política y cultural francesa, no se convirtió en un francés más, sino que prefirió defender el carácter universal del proyecto ilustrado, aun cuando, siempre que las circunstancias políticas se lo permitieron, regresó a España con la intención de ilustrarla.
Marchena también cometió el “pecado” de no pertenecer a ninguna ideología definida, pues si bien en el ámbito hispánico puede ser visto como el más radical de los ilustrados, en el contexto revolucionario francés se lo vio como un moderado, por haber criticado los excesos de los jacobinos y haber defendido la causa de los girondinos.
Más aún, su apuesta radical por la tolerancia le llevó a defender en varias ocasiones la libertad de culto de los sacerdotes católicos, cosa que se contempló como un gesto conservador en los sectores más intransigentes de la política y de la historiografía. Gibelino para los güelfos y güelfo para los gibelinos, como Montaigne, Marchena cayó en el fuego cruzado de los extremismos.
El equívoco sobrenombre
Esta “pecaminosa” indefinición se vio agravada por un malentendido que lo dejó sin nombre. El caso es que, pocos meses antes de morir, instalado ya en la España del Trienio liberal, José Marchena fue apodado “el abate Marchena”, posiblemente por haber colaborado estrechamente con el político francés Emmanuel-Joseph Sieyès, a quien se conocía como “el abate Sieyès”. Lo que en un primer momento no fue más que un apodo ocasional acabó convirtiéndose en el nombre con el que todavía hoy lo recordamos.
Pero hay confusiones que son peores que los olvidos. Mucha gente piensa que “el abate Marchena” fue un clérigo más o menos liberal, cuando lo cierto es que fue un ateo practicante, si bien en su madurez acabó condescendiendo con el deísmo de Voltaire.
A esta primera confusión suele añadírsele un error, puesto que algunos entienden “abad”, esto es, el superior de un monasterio, donde debe entenderse “abate”, que es un galicismo con el que se designaba, en el siglo XIX, a un eclesiástico de origen extranjero, o que ha residido en el extranjero, pero que, en todo caso, es considerado una persona frívola y cortesana. Como decía Larra en su artículo “Las palabras”: “Benditos los que no hablan, porque ellos se entienden”.
Esta confusión fue fomentada por los intelectuales conservadores, desde los defensores de los derechos de Fernando VII en adelante, con el objetivo de condenar a una figura que les resultaba incómoda al círculo infernal de los traidores y los ambiguos.
El más pequeño suceso de su biografía y el más pequeño escrito de sus obras anuncian, iluminan o piensan todo lo que sucedió
Cuando Menéndez Pelayo escribió un libro como El abate Marchena y redactó las burlonas páginas que le dedicó en su Historia de los heterodoxos españoles, no tuvo otra intención que la de empaquetarlo para el olvido. Traidor a su presunto país (que era en verdad el mundo), traidor a su presunta condición eclesiástica (que no era más que la de philosophe), traidor a su presunta lengua (que eran ciertamente muchas), para Menéndez Pelayo, Marchena no podía merecer más que la damnatio memoriae.
Resulta, pues, necesario sacarlo del olvido en el que vegeta, pero no por un mero interés arqueológico, sino porque hasta el más pequeño suceso de su biografía y el más pequeño escrito de sus obras anuncian, iluminan o piensan todo lo que sucedió después.
La libertad por delante
José Marchena nació en Utrera en 1768 y estudió Leyes en Salamanca, donde empezó a publicar, en 1787, una gacetilla titulada El observador. En aquellas primeras publicaciones, Marchena criticaba la vieja escolástica universitaria, defendía las ideas ilustradas más radicales y se burlaba del nacionalismo pasivo-agresivo de Juan Pablo Forner.
En 1792, ante la inminencia de un proceso inquisitorial, Marchena decidió cruzar el Bidasoa para instalarse en Francia, donde se convirtió en un personaje muy activo en el convulso panorama político que se disputaban, por aquel entonces, los jacobinos de Maximilien Robespierre y los girondinos de Jacques Pierre Brissot.
Apenas instalado, Marchena ofrecerá sus servicios a Brissot y le remitirá a Lebrun, el ministro de Asuntos Exteriores por el partido girondino, una “Memoria” con ideas sobre cómo exportar la revolución a España. En dicho documento, Marchena aconseja respetar las instituciones soberanas, reconocer las diferencias regionales e incluso transformar el sistema de Cortes en un estado federal. ¡Cuán diferente hubiese sido la historia europea si Napoleón hubiese tenido en cuenta estas recomendaciones cuando intervino, no solo en la península, sino en toda Europa!
Tras el triunfo del partido jacobino, Marchena será encarcelado durante dieciséis meses, en una época en la que buena parte de los girondinos fueron guillotinados. Habría sido irónico que aquel que huía de la Inquisición española hubiese muerto a manos de la Revolución Francesa. La de aquellos meses fue una gran incertidumbre.
Lo que parece indudable es que el hecho de haber sido perseguido por ambos bandos hizo que Marchena se erigiese en un defensor radical de la tolerancia y la libertad de expresión. Cosa que hará de forma pública y valiente cuando, unos años después, defienda la libertad de culto y de expresión de los sacerdotes e incluso de los contrarrevolucionarios.
Aquí tenemos otro filón para los que ejercen la confusión, aunque nada es más claro que el hecho de que Marchena estaba decidido, como se dice de Voltaire, a dar su vida para permitir que los que pensaban diferente tuviesen el derecho a hablar.
Marchena propugnó una política de la reconciliación (regreso de expatriados y sacerdotes) en la Revolución Francesa
Tras haber sobrevivido milagrosamente al Terror, Marchena volverá a la carga y criticará en varios panfletos y artículos muchas de las medidas adoptadas por la Convención (1792) y el Directorio (1795), propugnando una política de la reconciliación (regreso de expatriados y sacerdotes) y criticando los intentos de los jacobinos por volver a reunir los poderes legislativo y ejecutivo. Todo ello le valdrá ser deportado a Suiza, en 1796, en unas condiciones muy penosas.
Durante todos estos años de exilio, prisión, deportación y miseria, que Menéndez Pelayo llama con displicencia “las aventuras francesas del abate Marchena”, este no dejó de escribir numerosos artículos y ensayos. Entre ellos destaca su Ensayo de teología (1797), en el que defenderá una ética y una política ateas, de raíz naturalista, en la línea de Spinoza, Shaftesbury y Holbach.
Tras haber colaborado con el “abate Sieyès” en la preparación del golpe de Estado del 18 de Brumario (9 de noviembre) de 1799, que puso fin al Directorio y erigió a Napoleón Bonaparte como líder del Consulado, Marchena será recomendado para un puesto adscrito al ejército del Rin.
Durante esos meses publicará el Fragmento de Petronio, un presunto fragmento perdido del Satiricón de Petronio, acompañado con una serie de notas, firmadas con el seudónimo de Lallemandus, que conformaban una especie de ensayo libertino que fue muy celebrado.
En 1801 regresó a París, donde prosiguió, durante siete años, con sus labores de escritor y traductor. Sin embargo, en 1808, la política volverá a irrumpir en su vida, pues Marchena regresará a España con el ejército del general Murat, para acabar integrándose, como alto funcionario del Ministerio de Interior, en el reinado de José I Bonaparte.
Los defensores de Fernando VII, y sus herederos ideológicos, se encargarán de marcarlo con el estigma de traidor a la patria, pero lo cierto es que Marchena consideraba servirla al sumarse a un régimen en el que filósofos y liberales habían de tener más influencia.
A pesar de algunos errores políticos, como defender el laissez passer, laisser faire durante la hambruna por desabastecimiento de 1812, Marchena, que conocía tanto la violencia reaccionaria como la revolucionaria, trató de actuar como un mediador. Véanse, por ejemplo sus escritos dirigidos a las Cortes de Cádiz. Pero, tras la derrota napoleónica, Marchena se verá obligado de nuevo a exiliarse a Francia, ya no solo como hereje, sino como traidor y afrancesado.
El panorama político no era mejor en Francia, donde la restauración borbónica había triunfado, si bien Marchena acabará reconciliándose con la idea de una monarquía constitucional. En todo caso, desde aquel momento, sobrevivió realizando traducciones para el mercado editorial clandestino que proporcionaba obras prohibidas en España.
Aún hoy siguen reimprimiéndose sus traducciones del De la naturaleza de Lucrecio, las Novelas de Voltaire, el Emilio de Rousseau o las Cartas persas de Montesquieu. No dejó, por eso, de escribir ensayos, poemas y obras de teatro en los que defendía, junto a sus ideas ilustradas, su defensa irrenunciable de la tolerancia y la libertad de expresión.
Inmediatamente después de que, el 10 de marzo de 1820, Fernando VII se vea forzado a jurar la Constitución de 1812 y a suprimir la Inquisición, José Marchena se desplazará a España, donde vivirá con felicidad y polémica el primer año del Trienio liberal (1820-1823), que él nunca pudo llamar de esa manera, pues murió el 31 de enero de 1821, creyendo, tal vez, que había contribuido a ilustrar su primera, pero no única, patria. Desde entonces, salvo honrosas excepciones como las de Juan Goytisolo, Juan Francisco Fuentes, Antonio Elorza o Eva Díaz Pérez, Marchena ha sido minuciosamente ignorado.
Me imagino a Marchena observando los Pirineos desde lo alto de un caballo. La primera y la tercera vez lo hizo con miedo y tristeza, la segunda y la cuarta, con alegría y exultación, y quién sabe si cruzándose con los que huían, y que él estaba dispuesto a defender.
Quizá Marchena piensa que, a pesar de su belleza, hubiese sido mejor que esas montañas no hubiesen existido. Quizá también intuye que la historia de España hubiese sido muy diferente si, en lugar de separar los montes unidos de Abila y Calpe, creando el actual estrecho de Gibraltar, Hércules hubiese aplanado los Pirineos, para que por ese valle feliz corriesen como un viento fresco las ideas. Entonces mira el polvo del camino marcado por las huellas y sueña que quizá todos aquellos exilios y regresos allanarán poco a poco aquella prisión de piedra. Mientras eso no pase, alguno de esos picos merecería llamarse José Marchena.
Bernat Castany Prado es doctor en Filología y profesor de Literatura hispanoamericana y Estudios literarios en la Universidad de Barcelona.
Origen: La verdad sobre el “abate” Marchena: ni abate ni traidor