23 noviembre, 2024

La verdad sobre la escalada de violencia en la Segunda República: más de dos mil muertos en las calles

1931. Ola de delincuencia posterior a la proclamación de la Segunda república - ABC Multimedia
1931. Ola de delincuencia posterior a la proclamación de la Segunda república – ABC Multimedia

Los datos más precisos apuntan a 196 muertos en el año 1931, 190 en 1932, 311 en 1933, 1.457 en 1934, 46 en 1935 y 428 en 1936. Las arbitrariedades del Frente Popular añadieron más peligro al cóctel previo a la Guerra Civil

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La mayoría de los historiadores coinciden en que hasta el último momento fue posible evitar un escenario tan terrible como la Guerra Civil. Cuestión aparte es que alguna de las partes implicadas quisiera ya hacerlo. Quieran, en definitiva, renunciar a la violencia. La Segunda República nofue el oásis de paz destrozado por las fuerzas conservadoras que cuenta el mito, sino un proyecto que no supo tender manos entre moderados y donde las fuerzas radicales, como en el resto de Europa, apostaron pronto por métodos no democráticos.

Tras la proclamación de la Segunda República hubo en la izquierda una voluntad mayoritaria, no compartida por fuerzas radicales como los anarquistas o comunistas, de establecer una democracia plena. Sin embargo, no existía en el país una cultura política, a izquierda y derecha, capaz de tejer puentes y crear consensos en un periodo marcado en el exterior por el auge de los régimenes totalitarios.

Como explica el hispanista Stanley G. Payne en su último libro «La revolución española: 1936-1939» (Espasa), en sus primeros cinco años de Segunda República, hasta las elecciones de febrero de 1936, los gobiernos respetaron las reglas esenciales de una democracia constitucional, «aunque su conducta y sus procedimientos fueron deficientes en algunos aspectos, como el respeto de los derechos civiles». En cualquier caso, esta «democracia poco democrática», como la definió el historiador Javier Tusell, se desarrolló en paralelo a un proceso revolucionario cada vez más violento que ninguna democracia podía asumir sin un acuerdo que superara las barreras ideológicas.

La falta de cultura democrática

Este movimiento revolucionario se alimentó con los efectos de la Gran Depresión y con la incapacidad de la Segunda República de gobernar para todos los españoles. Como señala G. Payne en la mencionada obra, si bien la mayor parte de los españoles eran moderados o claramente católicos y conservadores, existían desde la génesis de la república unas minorías radicales y revolucionarias, tanto a la derecha como a la izquierda, que se aprovecharon de las oportunidades de este régimen democrático en proceso de consolidarse e inmerso en una crisis económica y política a nivel global.

Fotografía de Manuel Añaza
Fotografía de Manuel Añaza

«La dificultad para asentar un régimen democrático en la España de los años treinta tuvo mucho que ver con el muy generalizado desprecio de los actores políticos hacia la cultura liberal del pacto», asegura el historiador Fernando del Rey en la obra colectiva «Palabras como puños. La intransigencia política en la Segunda República española» donde ejerce como coordinador.

«Actitudes como pactar y dialogar, fundamentales en cualquier sistema que aspire a proteger y amparar el pluralismo social y político, fueron denostadas como parte de otra época ya extinta», apunta este mismo autor.

La misma Constitución de 1931, concebida por los partidos políticos de izquierda, sin el consenso de un amplio espectro ideológico, estuvo construida bajo la poco democrática premisa de que los republicanos de izquierda siempre controlarían el poder. De igual manera los republicanos de izquierda no contaron con la otra España para llevar a cabo la reforma militar, la reforma agraria o para abordar una nueva relación entre Iglesia y Estado, planteadas más con un sentido revanchista que como una búsqueda de consenso sobre temas que la gran mayoría de los españoles también querían reformar. Como decía el propio Niceto Alcalá-Zamora, presidente de la República Española entre 1931 y 1936, insistir en quitarle derechos fundamentales a los cristianos y perseguir a la Iglesia era planear una «Constitución para una guerra civil»:

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«Han hecho de la República más que una sociedad abierta a la adhesión de todos los españoles, una sociedad estrecha, con número limitado de accionistas y hasta con bonos de privilegio de fundador».

Como decía el propio Niceto Alcalá-Zamora, presidente de la República Española entre 1931 y 1936, insistir en quitarle derechos fundamentales a los cristianos y perseguir a la Iglesia era planear una «Constitución para una guerra civil»

Ortega y Gasset, por su parte, criticó que esos líderes republicanos de izquierda estuvieran más ocupados en una vuelta a obsesiones del pasado que en problemas apremiantes de esa décadas. El propio Manuel Azaña, en un discurso en febrero de 1930, presumía de sectarismo:

«No temáis que os llamen sectarios. Yo lo soy. Tengo la soberbia de ser, a mi modo, ardientemente sectario, y en un país como este, enseñado a huir de la verdad, a transigir con la injusticia, a refrenar el libre examen y a soportar la opresión, ¡qué mejor sectarismo que el de seguir la secta de la verdad, de la justicia y del progresismo social! Con este ánimo se trae la República, si queremos que nazca sana y vividera».

El «giro bolchevique»

Fue precisamente la falta de cultura de pacto y ese empeño por centrarse en los elementos de discordia lo que arrojó a muchos elementos de izquierda a postulados revolucionarios en cuanto el electorado decidió que el poder pasara a manos del centro derecha en 1933. El PSOE, que en la coalición del primer gobierno republicano actuó con responsabilidad y hasta moderación, mostró entonces su falta de madurez en comparación con los socialdemócratas alemanes y de otros países europeos.

Su derrota en las elecciones generales de noviembre de 1933 provocó el «giro bolchevique» de muchos de sus líderes, entre ellos Largo Caballero, «el Lenin español», que se convenció de que solo con medidas radicales se podía alcanzar una reforma social del país. Así lo expresó, sin disimulos, en un mitin de ese mismo año:

«Hoy estoy convencido de que realizar obra socialista dentro de una democracia burguesa es imposible; después de la República ya no puede venir más que nuestro régimen».

Actitud muy distinta a la que el partido tuvo en Francia, donde el socialismo accedió en 1936 a participar en un gobierno democrático «burgués» para impedir que el comunismo desembarcara en el país vecino. Los socialistas hicieron exactamente lo contrario en España. Junto a los comunistas, Largo Caballero encendió en las sombras la mecha de la Revolución de Octubre de 1934, si bien negó cualquier responsabilidad en aquellos hechos donde Asturias fue tomada por la CNT. Se registraron actos violentos en quince provincias y en total murieron 1.400 personas. Además, el 6 de octubre de 1934, el presidente de la Generalitat, Lluís Companys, proclamó de forma unilateral y aprovechando la confusión «el estado catalán dentro de la República federal española».

Milicianos armados en Cataluña prestan servicio por las ramblas y grandes avenidas barcelonesas. sdurante la proclamación del Estado catalán.
Milicianos armados en Cataluña prestan servicio por las ramblas y grandes avenidas barcelonesas. sdurante la proclamación del Estado catalán.

Aquella ofensiva revolucionaria encabezada por un movimiento socialista, no directamente por los comunistas, contra una democracia establecida es –en opinión de Stanley G. Payne– un caso único en Occidente, con la salvedad de la Italia de 1919-1920.

Lo más paradójico es que los líderes republicanos de la izquierda moderada en vez de aliarse con las fuerzas moderadas de la derecha para impedir el avance revolucionario, maniobraron en contra de cualquier brazo tendido hacia la derecha democrática. Cuando el Partido Radical de Alejandro Lerroux, que gobernaba con el apoyo de la CEDA, cayó a finales de 1935 asediado por los casos de corrupción, Alcalá-Zamora se negó a seguir la lógica de la democracia parlamentaria y permitir que el partido con más apoyo parlamentario formase otro Gobierno. «Si lo hubiera hecho, en el peor de los casos se habría producido una significativa reforma constitucional en 1936-37 que habría cerrado el paso a una guerra civil», señala el hispanista norteamericano.

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Alcalá-Zamora, heredero de una cultura política elitista y oligárquica, sentía una profunda antipatía hacia la CEDA y, particularmente, hacia su líder José María Gil-Robles. Sin mucho tino político, anunció nuevos comicios para el 16 de febrero a pesar de que existía una mayoría conservadora capaz de gobernar de forma estable. Para evitar la dispersión de votos de 1933, a estas nuevas elecciones la izquierda republicana se presentó en un amplio bloque que incluía al sector mayoritario y revolucionario del PSOE-UGT, el Partido Comunista español, el POUM, el Partido Obrero Unificado Marxista y la república burguesa de Manuel Azaña y compañía. Una alianza «antifascista» (término que entonces hacía referencia a todo tipo de derechas, incluidos partidos de centro) que originalmente se llamó «bloque de izquierdas», pero que pronto asumió el término, acuñado por la Comintern en Moscú, de «Frente Popular».

Una alianza «antifascista» (término que entonces hacía referencia a todo tipo de derechas, incluidos partidos de centro) que originalmente se llamó «bloque de izquierdas»

Azaña y otros líderes moderados creían que bajo unas siglas comunes podrían devolver al redil democrático a los elementos revolucionarios de la izquierda, lo cual se reveló un error de proporciones catastróficas para la Segunda República. Azaña, que nunca llegó a condenar en público la insurrección revolucionaria de 1934, se mostró desde el primer segundo incapaz de controlar la deriva antidemocrática, auspiciada por él mismo, que practicó el Frente Popular tras su victoria en las Elecciones de febrero de 1936.

Las arbitrariedades de la fase final

A partir de la segunda mitad de 1933, la política española se radicalizó en las calles a raíz, sobre todo, de la derrota electoral de la izquierda. La mayor parte de las aproximadamente 2.500 víctimas mortales registradas a causa de la violencia política entre el 14 de abril de 1934 y el 17 de julio de 1936 se concentraron en los últimos tres años de la Segunda República. En sus investigaciones Eduardo González Calleja, catedrático en la Universidad Carlos III de Madrid, establece que fueron 196 los muertos en 1931, 190 en 1932, 311 en 1933, 1.457 en 1934, 46 en 1935 y 428 en 1936.

La mayoría de las víctimas pertenecían o eran afines a partidos de izquierda, en muchos casos enfrentados entre sí o las fuerzas de Orden Público, que fueron responsables de gran parte de las muertes. Entre las cuatro ocasiones en las que la izquierda se reveló contra la Segunda República es especialmente conocido la sangrienta Revolución de Octubre, en Asturias, que causó la muerte a 1372 personas (1.051 paisanos, 129 militares, 111 guardias civiles, 70 agentes de los cuerpos de Seguridad y Asalto y de Investigación, y 11 carabineros). Según los datos del periodista Miguel Platón en el libro «Segunda República de la Esperanza al Fracaso» (Actas, 2017), 63 edificios públicos fueron incendiados, volados o deteriorados y 739 casas particulares, 58 iglesias, 58 puentes y 26 fábricas resultaron dañadas.

Alcalá-Zamora en 1931
Alcalá-Zamora en 1931

El Gobierno del Frente Popular heredó dos años después esta crispación y concedió amplias amnistías a los involucrados en la Revolución de 1934. Los elementos más revolucionarios de esta coalición, entre ellos el socialista Largo Caballero, no querían ya participar en un gobierno «burgués» que, lejos de reducir los desórdenes públicos, alentó con su inactividad la violencia callejera. «No sé… cómo vamos a dominar esto», escribió preocupado Azaña a su cuñado Cipriano Rivas Cherif. Su temor era que detener a los revoltosos de izquierda pudiera romper el Frente Popular, por lo que se limitó a perseguir a los anarquistas, que no estaban en la coalición, y a poner en práctica una actividad policial contra socialistas de menor intensidad. Todo ello mientras las detenciones de radicales de derecha alcanzaban las cuatro cifras.

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El presidente de la República, Alcalá-Zamora, se vio obligado a dejar su puesto a Azaña el 10 de mayo de 1936 debido a las presiones de la izquierda. En su «Diario», lamentó el colapso del orden público y la detención de miembros de su propia familia por parte de unas fuerzas policiales cada vez más arbitrarias. Meses antes, Alcalá-Zamora testimonió que Azaña, pretendido demócrata, se había mostrado a favor de vulnerar el Estado de Derecho en una reunión del Consejo de Ministros:

«A ratos ha perdido Azaña por completo los estribos. Después de haber dicho que él no quiere mantener situaciones ilegales o arbitrarias, dijo que no tendría escrúpulos para, con su mayoría, dictar leyes que obligasen a los tribunales a servir su política. Entonces le dije que esos escrúpulos quien los siente soy yo, que no quiero, y de veras, situaciones arbitrarias, y que habiendo prometido cumplir la Constitución no puedo consentir se atropelle la inamovilidad de los tribunales, cuidando la docilidad de estos, importándome poco que lo pretendan ahora ellos, porque haré lo mismo que hice cuando Lerroux y Acción Popular quisieron coaccionar a los tribunales, en daño precisamente del propio Azaña».

Con el socialista pragmático Indalecio Prieto vetado por Largo Caballero, Azaña llamó para formar gobierno a otro miembro radical del PSOE, Santiago Casares Quiroga, que, a pesar de criticar públicamente el aumento de la violencia callejera, anunció en su discurso de investidura que sería «beligerante con el fascismo», lo que incluía a todos los partidos que no fueran de izquierda.

«El marido, que resistió a la dictadura de Primo de Rivera y ganó para la República las elecciones de 1931, ha tenido que huir aterrorizado ante la amenaza de la nueva dictadura tumultuaria, secundada por los delegados de los gobernadores»

Bajo el gobierno de Casares Quiroga se produjeron graves transgresiones al Estado de Derecho, entre ellas incautaciones ilegales de propiedades e iglesias, sobre todo en el sur; el cierre de colegios católicos por toda la geografía; miles de detenciones arbitrarias de miembros de partidos derechistas; la sustitución de jueces y funcionarios por otros afines al Frente Popular y la incorporación de activistas sociales y comunistas, nombrados ad hoc como policías suplentes («delegados gubernativos»), a los cuerpos de Seguridad.

Sobre estas arbitrariedades comentó Alcalá-Zamora:

«Ha entrado con precipitación, espanto y lágrimas un matrimonio amigo mío. El marido, que resistió a la dictadura de Primo de Rivera y ganó para la República las elecciones de 1931, ha tenido que huir aterrorizado ante la amenaza de la nueva dictadura tumultuaria, secundada por los delegados de los gobernadores, que van arrancando las dimisiones con amenazas de desamparo ante la violencia. Vienen temblando por sus personas, las de sus hijos y sus bienes, con cuya privación también se les conmina».

El que fuera presidente de la República se despachó a gusto sobre la violencia generalizada, sobre todo en las provincias del sur, que había dado luz a que j óvenes extremistas lograran registrar con impunidad los domicilios de sus enemigos. «¡Hay gobernador que tiene presos a los exalcaldes hasta… que se resuelva el problema del paro! Varios ayuntamientos, de elección o gubernativos, prohíben prácticamente el culto, con pretexto de ocupar o expropiar los templos… pero las cosas más enormes refieren los testigos autorizados y veraces. Hay en los pueblos personas sobre quienes se cumplió la amenaza de arrancarles una oreja. Hay casos que al huir de un pueblo para librarse de una agresión y dirigirse a otro los amenazados, llega antes que ellos por teléfono la orden de recibirlos moliéndolos a palos».

Origen: La verdad sobre la escalada de violencia en la Segunda República: más de dos mil muertos en las calles

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