La verdad sobre la represión de la sangrienta revuelta anarquista que casi tumba a la II República en 1933
Liderada por Buenaventura Durruti tras las elecciones de diciembre que ganó la derecha, fue la más violenta y mejor organizada de las insurrecciones de la CNT, en la que se intentó proclamar el «comunismo libertario» a la fuerza y provocó 89 muertos
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La famosa revolución asturiana de octubre de 1934 y la posterior Guerra Civil han oscurecido la importancia de la última de las tres rebeliones que los anarquistas organizaron en exclusiva contra la Segunda República: la de diciembre de 1933. La primera estalló en enero de 1932 y fue protagonizada por la organizaciones mineras de las actuales comarcas barcelonesas de Berguedá y Bages. Un año más tarde, en enero, el conflicto volvió a surgir en Cataluña y se expandió, aunque de forma débil, por algunos puntos de Aragón y Valencia. La última sumió a España en el caos durante una semana y a punto estuvo de tumbar al régimen.
En la anterior revuelta se había producido la matanza de Casas Viejas, que conmocionó a la opinión pública y se convirtió, con más de una veintena de muertos, en uno de los hechos más trágicos del periodo. Por eso extraña que los anarquistas ni tan siquiera dudaran en desatar la tercera y última de sus revoluciones contra la República, «la más violenta del primer tercio de siglo XX y la que se inició simultáneamente en más provincias», según explica el historiador Roberta Villa en su artículo ‘La CNT contra la República’ (Universidad Rey Juan Carlos, 2011).
Dado el elevado nivel de violencia que se desató, resulta curioso que sea la que más desapercibida ha pasado de las tres. El balance fue devastador. Entre el 8 y el 15 de diciembre de 1933, se produjeron 89 muertos (75 insurrectos, 11 guardias civiles y tres guardias de asalto) y 174 heridos (101, 45 y 18, respectivamente). El fracaso dejó a la CNT rota y desarticulada como consecuencia de las detenciones, pero por el camino volaron edificios, destruyeron archivos importantes, quemaron un buen número de iglesias, sabotearon carreteras y líneas telefónicas, explotaron puentes, cortaron líneas telefónicas, dieron palizas a miembros de las fuerzas de orden público y descarrilaron trenes repletos de pasajeros inocentes.
El que viajaba entre Barcelona y Sevilla dejó nada menos que 19 muertos a la altura de Puzol (Valencia). En la edición de ABC del 17 de diciembre se publicó una fotografía a toda página del tren partido en dos en la que podía leerse: «Los extremistas colocaron en el puente del ferrocarril varios artefactos potentísimos que estallaron al pasar el rápido sevillano. La catástrofe fue espantosa. He aquí cómo quedaron los dos coches de tercera, entre cuyos viajeros se cuentan muchos muertos y heridos». Fue tan impresionante el daño causado que algunos de los cadáveres tardaron días en ser extraídos del amasijo de hierros e identificados.
La advertencia de Durruti
No se puede decir que Buenaventura Durruti no lo hubiera advertido. En el mitin más multitudinario que la CNT y la FAI organizaron en Valencia durante la campaña de las elecciones generales de 1933, el célebre líder anarquista resumió así su objetivo de provocar una abstención masiva para legitimar la llegada del comunismo libertario mediante la violencia: «Si el día 20 de noviembre conseguimos una abstención de más del cincuenta por ciento, le diremos al Gobierno: ‘¡Basta ya! ¡No nos representáis!’. Y si controlamos un millón de trabajadores, la revolución estará hecha con solo querer».
Los anarquistas volvían a poner sobre la mesa la revolución meses después del fracaso de la insurrección de enero. La confederación entendía que si la derecha ganaba en los comicios con una elevada abstención, su levantamiento recibiría más apoyos y triunfaría con mucha más facilidad. La victoria de la CEDA quedó confirmada en la segunda vuelta, celebrada el 3 de diciembre de 1933. A raíz de ellos se acordó que cuando una de las sedes regionales se sublevase, el resto la secundaría. En ese momento, el Comité Nacional de la CNT se había trasladado a Zaragoza para hacer de punta de lanza, con Cipriano Mera, Antonio Ejarque o Joaquín Ascaso y Durruti a la cabeza.
Los preparativos no pasaron desapercibidos para la prensa. El 8 de diciembre, día en que se inició la rebelión, ABC recogía las «enérgicas medidas de prevención» que el Gobierno había puesto en marcha «ante la amenaza de un complot anarcosindicalista», e informaba de las detenciones que se habían llevado a cabo en la capital aragonesa y Gijón, debido a «los rumores alarmistas que vienen circulando hace ya bastantes días». Así describe Villa el plan diseñado para esos días:
«No puede ocultarse el hecho de que fue la más violenta y mejor organizada de las que protagonizaron entre 1931 y 1933, sobre todo porque, en esta ocasión, no faltó la implicación directa de los organismos nacionales de la CNT. Los anarquistas pusieron en práctica con empeño la ‘guerrilla urbana’, que en ocasiones colocó en verdaderos aprietos a las fuerzas del orden. Los grupos rebeldes iban convenientemente armados con pistolas, fusiles y bombas, y hasta portaban pequeños botiquines. Las mujeres anarquistas tuvieron, además, un importante papel a la hora de aprovisionar de munición a los rebeldes […] Y usaron, antes que los socialistas en octubre de 1934, la dinamita y las bombas incendiarias para acabar con la resistencia de las fuerzas del orden acantonadas en los pequeños cuarteles».
Estalla la revolución
Ese día 8, que coincidió con la sesión de apertura de las nuevas Cortes, el gobernador civil de Zaragoza, Elviro Ordiales, ordenó cerrar varios locales de la CNT como medida preventiva y desplegar a las fuerzas de orden público por las calles. Eso no evitó que por la tarde se produjeran los primeros disparos y enfrentamientos entre policías y revolucionarios. El resultado fue funesto: murieron las primeras 12 personas y la ciudad quedó paralizada por la huelga. La capital aragonesa fue desde el principio el epicentro de la violencia.
Se levantaron otras localidades de Aragón, entre las que destacaron Belver y Albalate de Cinca, en de Huesca, y Beceite, Valderrobres y Mas de las Matas, en Teruel. Esta última fue en la que se produjeron los altercados más importantes, ya que se llegó a proclamar el «comunismo libertario» en contra de lo que se había decidido en las urnas. El objetivo siempre fue el mismo: acabar con el Gobierno y la Segunda República, pues consideraban que les había traicionado tras la esperanzadora caída de la dictadura de Primo de Rivera.
El día 9 de diciembre, ABC recogía las declaraciones del ministro de la Gobernación, Rico Avello, en las que informaba de la detención de Durruti y denunciaba el hallazgo de bombas. Según sus palabras, daba por controlada la revuelta, lo que era totalmente incierto. Esta se extendió rápidamente desde Zaragoza a toda la comunidad autónoma, para continuar después en La Rioja, Extremadura, Andalucía, Cataluña y la cuenca minera de León, además de en numerosos puntos aislados.
En la provincia de Córdoba, por ejemplo, destacó la revuelta de Bujalance, que se saldó con diez víctimas mortales y varias decenas de detenidos. A ella le dedicó ABC la portada del día 13, en la que se podía ver un numeroso grupo de guardias civiles a lo largo de una calle de la localidad, donde, según el pie de foto, tuvieron que «defenderse heroicamente» de los rebeldes. Dentro había más imágenes de los disturbios en Santiago de Compostela, Valencia, Santander, Gijón, Villanueva de la Serena (Badajoz), Barcelona y Zuera (Zaragoza).
Comunismo libertario
Los hechos más graves se produjeron en todas aquellas ciudades en las que se proclamó el comunismo libertario de manera unilateral e ilegal, al no contar con el apoyo de los electores. En todos estos lugares se siguió una pauta similar: intento de apoderarse del cuartel de la Guardia Civil, secuestro de las autoridades y de los ciudadanos más ricos, quema de los archivos de la propiedad y de los documentos oficiales y el abastecimiento de productos para los combatientes.
El día 10 de diciembre, la insurrección pasó a ocupar las páginas principales del ABC debido a la extensión de los brotes por una gran parte del territorio nacional. El Gobierno seguía insistiendo en que el movimiento estaba sofocado, a pesar de que se hablaba de más detenciones, detonaciones de explosivos, quemas de edificios religiosos, huelgas, tiroteos y muertos. La situación estaba descontrolada y, en algunos momentos, se temía que los anarquistas pudieran acabar con el Gobierno para establecer el suyo propio.
Una parte de la prensa no dejó de elogiar la actuación del Gobierno «por su actitud y conducta» ante los anarquistas, pero la situación no quedó controlada hasta que, el 14 de diciembre, se declaró el estado de guerra «en todo el territorio nacional». Se clausuraron las sedes de la CNT y de la FAI, se censuraron un buen número de publicaciones que excitaban a la rebelión. Previamente ya había actuado en algunos sitios donde las fuerzas del orden no tenían suficientes agentes para asegurar la vigilancia de los edificios públicos, localizar los depósitos de armas y desarticular a los grupos de insurrectos.
La represión
En ocasiones se ha hablado de la dura represión ejercida por las fuerzas de orden público para sofocar la revuelta, pero lo cierto es que son varios los historiadores que no fue así. Fue más bien un enfrentamiento, casi como una guerra previa a la Guerra Civil, con bombas y fusiles. En los pueblos, los tres o cuatro guardias del puesto tuvieron que practicar arriesgadas «descubiertas» para disolver a los insurrectos. En ocasiones hasta se encerraron en el cuartel con sus familias a la espera de que los grupos de anarquistas los cercaran y les hicieran la primera descarga para poder responder a la agresión. En las ciudades, los guardias que habían sido desplegados por las calles para proteger los edificios oficiales, se convirtieron en un magnífico objetivo para el avezado tirador anarquista que, desde un balcón o un tejado, podía dispararles o lanzarles bombas.
Villa defiende que «los datos desmienten las postreras acusaciones a las fuerzas del orden de brutalidad y gusto por el gatillo». Según el historiador, el elevado número de bajas de la misma, 79 en seis días, contrasta con las 93 de los anarquistas. La proporción habría sido mucho mayor a favor de la primera si se hubiera producido una actuación antirreglamentaria. Además, los cientos de anarquistas detenidos in fraganti después de un tiroteo o guardando un depósito de armas y explosivos sin que hubieran sido heridos por los agentes de seguridad, niegan esa brutal represión.
Contra lo que pueda pensarse, la mayoría abrumadora de víctimas civiles se generó no por una profusión represiva de la Guardia Civil o la Guardia de Asalto. «Por lo general, estos se generaron durante los tiroteos con los anarquistas en el momento en que las víctimas se interpusieron en la línea de fuego. Cuarenta de los muertos lo fueron por los anarquistas haciendo uso de las bombas, descarrilamientos y de los disparos contra los empleados que se negaban a sumarse a la huelga o los adversarios políticos que se resistían a entregarse como sucedió varias veces en Huesca», añade Villa.
Igualmente, la depuración judicial de buena parte de las causas abiertas no fue especialmente dura. Una parte de los que habían sido detenidos durante el estado de alarma fueron declarados inocentes y absueltos. Se establecieron multas y penas de prisión relativamente breves, de entre dos y ocho meses para los que fueron arrestados en posesión de armas y explosivos sin estar usándolos. Para que se hagan una idea, a los culpables de atentar contra la vida de los agentes fueron condenados a cuatro años y los acusados de delitos «contra la forma de gobierno», a ocho. No obstante, la mayoría abrumadora de las penas que se impusieron tampoco llegó a cumplirse. La ley de amnistía de 1934 supuso que todos los que no habían sido condenados por delitos de rebelión y sedición fueran liberados, aunque en realidad poco después alcanzó a los cabecillas, incluido Durruti.