La verdad sobre las supuestas malformaciones de Ana Bolena, la británica que humilló a Catalina de Aragón
La principal fuente de que la segunda esposa de Enrique VIII tenía seis dedos y un cuello hinchado era un sacerdote católico en el exilio
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La miniserie ‘Ana Bolena’, que estará disponible pronto en el catálogo de HBO Max España, no es que se haya tomado poco en serio el rigor histórico al elegir una actriz de piel negra para interpretar a la reina consorte, y segunda esposa del rey inglés Enrique VIII, simplemente se trata de una decisión creativa en la larga tradición británica, heredera del teatro shakesperiano, de poner papeles de personajes históricos de facciones blancas en manos de intérpretes de otras razas. Prima así supuestamente el talento sobre la fidelidad histórica, pero, como consecuencia indeseada, prevalece el espectáculo presentista sobre la necesidad de explicar lo que suponía realmente ser de otras razas en las sociedades europeas del siglo XVI.
Como resulta obvio, la Ana Bolena que en HBO interpreta Jodie Turner-Smith tiene pocas similitudes físicas con un personaje histórico lleno de controversia.
Todavía hoy el vocabulario español sigue sin perdonar del todo a la noble sus desprecios hacia la madrileña Catalina de Aragón. En su época se la apodó «la Mala Perra» y, según el diccionario actual de la RAE, una «anabolena» es una «mujer alocada y trapisondista». Algo así como una mujer traicionera y poco de fiar. La segunda de las seis esposas del pérfido Enrique VIII es recordada en el imaginario popular como una mujer excesivamente ambiciosa, siendo la detonante de una infidelidad que cambiaría la historia de Europa.
Catalina de Aragón cayó en gracia al pueblo inglés desde el principio. La hija pequeña de los Reyes Católicos era una joven de ojos azules, cara redonda y tez pálida, la más parecida a su madre Isabel. A los cuatro años fue prometida en matrimonio con el Príncipe de Gales, Arturo, primogénito de Enrique VII de Inglaterra, por medio del Tratado de Medina del Campo. La decisión de los Reyes Católicos obedecía a una estrategia matrimonial para forjar una red de alianzas contra el Reino de Francia. Por su parte el Rey inglés necesitaba urgentemente arrojar sangre regia sobre la dinastía que acaba de fundar. Los Tudor necesitaban a alguien como Catalina.
La madrileña «poseía unas cualidades intelectuales con las que pocas reinas podrían rivalizar», en palabras de los cronistas del periodo. La infanta causó una grata impresión a su llegada a Inglaterra, donde viajó siendo todavía una adolescente. El 14 de noviembre de 1501, Catalina se desposó con Arturo en la catedral de San Pablo de Londres, pero el matrimonio duró tan solo un año. Los dos miembros de la pareja enfermaron de forma grave –posiblemente de sudor inglés (una extraña enfermedad local cuyo síntoma principal era una sudoración severa)–, aunque solo él falleció a causa de la gripe. En los siguientes años, la situación de la joven fue muy precaria porque no tenía quien sustentara su pequeño séquito y su papel en Inglaterra quedó reducido al de viuda y diplomática al servicio de la Monarquía Católica.
Ana Bolena, la pasión morena
Con la intención de mantener la alianza con España, y dado que todavía se adeudaba parte de la dote del anterior matrimonio, Enrique VII tomó la decisión de casar a la madrileña con su otro hijo, Enrique VIII. El apuesto príncipe se casó con la viuda de su hermano en 1509, durante una ceremonia privada en la Iglesia de Greenwich. Para entonces ya era Rey de Inglaterra y su esposa « la Reina de todas las reinas y modelo de majestad femenina», según la describiría un siglo después William Shakespeare. En definitiva, una de las soberanas más queridas por el pueblo inglés en la Historia.
La sucesión de embarazos fallidos enturbió la convivencia entre el Rey y la Reina. De lo seis embarazos de Catalina solo la futura María I alcanzó la mayoría de edad. En 1513, su marido la nombró regente del reino en lo que él viajaba a luchar junto a España y el Sacro Imperio Germánico contra Francia. La Reina lidió con una incursión escocesa en Inglaterra, que desembocó en la batalla de Flodden Field. Se dice, entre el mito y la realidad, que Catalina acudió embarazada y equipada con armadura a dar una arenga a las tropas antes de la contienda.
Lejos de agradecerle sus servicios, Enrique volvió a casa hecho un basilisco y maldiciendo a Fernando «El Católico» por retirarse de la guerra. El Rey, sensible e inteligente para otras cosas, exhibía un carácter impulsivo y colérico en la esfera privada que fue empeorando con los años. Por esas fechas se planteó por primera vez el divorcio de Catalina.
El Monarca comenzó a partir de 1517 un romance con Elizabeth Blount, una de las damas de la Reina. Al bastardo resultante de esta aventura, Enrique Fitzray, le reconoció como hijo suyo y le colmó con varios títulos. Pero entre las muchas relaciones extramatrimoniales que siguieron a este romance, la que marcó el punto de no retorno fue la de Ana Bolena, una seductora y ambiciosa dama de la Corte que provocó un cisma en la Iglesia.
La joven Ana Bolena superaba a esas alturas de su vida a Catalina en atractivo y en juventud. Educada en Malinas y París, esta noble tenía los ojos oscuros y los cabellos negros, casi siempre sueltos, en contra de la tradición de la época. Lejos del mito cinematográfico, se trataba de una lucha entre una rubia nacida en Alcalá de Henares y una morena del condado de Kent. Para algunos cronistas de la época, su encanto provenía precisamente de estos ojos «especialmente notables: negros y hermosos», mientras que para otros su magnetismo estaba en la «viva personalidad, su elegancia, su agudo ingenio y otras habilidades. Era baja y ostentaba una sugestiva fragilidad».
Ciertos rumores maliciosos apuntaron a que Ana portaba importantes defectos físicos en su mano izquierda (tenía seis dedos o, para ser más preciso, cinco y un pequeño muñón) y en la barbilla, donde mostraba una hinchazón que mantenía cubierta de cintas alrededor del cuello. Así lo dejó escrito el sacerdote católico Nicholas Sanders, que por las circunstancias religiosas y las personales (estaba exiliado de Inglaterra) tenía gran interés en difamar a la monarca de esa forma y también diciendo que había sido violada de niña:
«Ana Bolena era bastante alta de estatura, cabello negro y un rostro ovalado de tez cetrina, como si tuviera problemas de ictericia. Tenía un diente saliente debajo de su labio superior, y en su mano derecha, seis dedos. Había un gran wen (tumor o verruga) debajo de su barbilla, y por lo tanto, para ocultar su fealdad, llevaba un vestido alto que le cubría la garganta».
Sin embargo, ningún otro contemporáneo de Ana mencionó seis dedos o alguna hinchazón en su cuello. Solo el poeta y diplomático Thomas Wyatt, a fines del siglo XVI, escribió que se había encontrado una uña diminuta en el costado de su dedo meñique, y que en su cuerpo había algunos lunares y verrugas menores.
Sin prestar mucha atención a los verdaderos datos históricos, los médicos han especulado a lo largo de los siglos con el origen de estas posibles malformaciones y lo han relacionado con la enfermedad del bocio. «Nació Ana Bolena en el condado de Wiltshire, zona inglesa de endemia bociosa; su madre Lady Isabel Howard era sordomuda: desde su nacimiento se hizo ostensible en ella la presencia de bocio y diversas malformaciones congénitas, siendo de destacar la polidactilia; su hija, Isabel, heredó la embriopatía y desarrolló una atresia vaginal que fue causa de su celibato», explica el doctor Franciso Florez Tascón en el libro ‘Medicina’ (Prensa Española, Madrid, 1965). Gregorio Marañón acuñó incluso el término «síndrome de Ana Bolena» a la asociación de tumores tiroideos con las malformaciones congénitas provocadas por el bocio.
La mujer que inició un cisma, literalmente
Poco tiempo después de que Enrique mantuviera un breve romance con la hermana mayor, María Bolena, se enzarzó en otro con la pequeña Ana (existen dudas sobre quién era mayor de las dos). Hija de un diplomático de confianza del Rey, la joven se resistió al principio pero con sus reparos se aseguró de que Enrique no la usara como un entretenimiento pasajero. Tras poner tierra de por medio trasladándose a Kent, la joven vio cómo el Monarca la escribía reclamándole desesperado su amor:
«No sé nada de ti y el tiempo se me antoja sumamente largo porque te adoro. Me siento muy desgraciado al ver que el premio a mi amor no es otro que verme separado del ser que más quiero en este mundo».
Enrique se apasionó con aquella mujer que se había atrevido a decirle que no. La quiso no solo hacer su amante, sino también su Reina. Y no era la primera persona que quedaba fascinada por la personalidad de Ana Bolena. Como explica María Pilar Queralt del Hierro en su libro ‘Reinas en la sombra’ (EDAF), en una de las misiones diplomáticas de su padre por Europa recaló junto a sus familia en Flandes. Allí, Margarita de Austria, la mujer que crió a los hijos de Juana la Loca y Felipe El Hermoso, quedó hechizada por el aire despierto y buenos modales de la niña y la ofreció un puesto de menina en su Corte. La jovencita vivió en Malinas hasta 1514, cuando la Corona inglesa la destinó a París y finalmente propició su vuelta a Inglaterra.
Enamorado locamente, Enrique VIII propuso al Papa una anulación matrimonial basándose en que se había casado con la mujer de su hermano. El matrimonio era nulo, en tanto era incestuoso. Catalina se interpuso recordando que ella nunca consumó el matrimonio con Arturo, por lo cual ni siquiera era válido. Haciendo caso a la española, el Papa Clemente VII rechazó la anulación, mas sugirió como medida salomónica que Catalina podría retirarse simplemente a un convento, dejando vía libre a un nuevo matrimonio del Rey. Así las cosas, el obstinado carácter de la Reina, que se negaba a que su hija María fuera declarada bastarda, impidió encontrar una solución que agradara a ambas partes. La intervención del sobrino de Catalina, Carlos V, neutralizó las amenazas de Enrique VIII hacia Roma.
Cansado de esperar una respuesta favorable, Enrique VIII tomó una resolución radical: rompió con la Iglesia Católica y se hizo proclamar «jefe supremo de la Iglesia de Inglaterra». En 1533, el Arzobispo de Canterbury declaró nulo el matrimonio con Catalina y el soberano se casó en la Abadía de Westminster con Ana Bolena, a la que parte del pueblo ya denominaba «la mala perra». La pareja se consolidó definitivamente con la noticia del embarazo de Ana, que los astrólogos y magos anticiparon un niño. Se equivocaban. Nació otra niña, la futura Isabel I, condenada como la hija de Catalina a una infancia traumática.
Enrique privó a Catalina del derecho a cualquier título salvo al de «Princesa Viuda de Gales», en reconocimiento a su estatus de viuda de su hermano Arturo, y la desterró al Castillo del More en el invierno de 1531. Antes de morir a causa posiblemente de un cáncer, la madrileña escribió una carta a su sobrino Carlos pidiéndole que protegiera a su hija, la cual sería desposada posteriormente con Felipe II. Además, dirigió una carta a su esposo donde le perdonaba por sus errores, terminando con estas palabras: «Finalmente, hago este juramento: que mis ojos os desean por encima de todas las cosas. Adiós».
Con aquel gesto Catalina se aseguró quedar a ojos de la historia como la buena del cuento frente a la trapisondista de Bolena. Eso a pesar de que cierta corriente historiográfica sitúa a la inglesa como una mera víctima de su entorno. Ana repartió prebendas y nombramientos para garantizarse una posición fuerte en la Corte en paralelo al litigio que mantenía su marido, siendo que al final aquel séquito le empujó a exponerse en exceso.
Según la tradición, Enrique VIII y Ana Bolena celebraron una fiesta en palacio y el Monarca prohibió guardar luto en la corte en las fechas en las que murió Catalina. Quería celebrar su victoria, aunque en verdad le quedaban poco tiempo como esposa del Rey. Coincidiendo con la muerte de Catalina, Ana sufrió un aborto de un hijo varón. Enrique ni siquiera se tomó la molestia de ir al lecho de parturienta a consolarla.
Camino al patíbulo tras un embarazo fallido
Solo unos meses después, Ana fue decapitada en la Torre de Londres acusada por el consejero del Rey Thomas Cromwell falsamente de emplear la brujería para seducir a su esposo, de tener relaciones adúlteras con cinco hombres, de incesto con su hermano, de injuriar al Rey y de conspirar para asesinarlo. El 19 de mayo de 1536, Ana Bolena subió las escaleras del patíbulo instalado en el patio de su prisión y se dirigió a los presentes antes de su ejecución:
«No quiero acusar a ningún hombre, ni justificarme de mis decisiones, solo deciros que rezo a Dios para que proteja al rey y le conceda un largo reinado porque es el más generoso príncipe que hubo nunca: para mí fue siempre bueno, gentil y soberano. Y si alguna persona se vincula a mi causa, les requiero que obren en conciencia. Acepto pues mi partida de este mundo y solo les ruego que recen por mí…»
Al igual que le ocurriera a Catalina antes que a Ana, Enrique VIII sustituyó a su segunda esposa por una mujer más guapa y joven, Jane Seymour. El día después de la ejecución de Ana contrajo matrimonio con ella y engendró a su único hijo varón, el príncipe Eduardo. Doce días después de aquel parto murió Jane por fiebres puerperales. Todavía el Rey contrajo matrimonio otras tres veces. Ni siquiera consumó el siguiente, con Ana de Cleves, a la que llamaba en privado «la yegua de Flandes» por su escaso atractivo. Mostraba el rostro picado por la viruela, la nariz enorme y los dientes saltones. El envejecido y obeso soberano se divorció de nuevo para casarse con Catalina Howard, a la que también decapitó.
El Rey inglés falleció, en 1547, cuando todavía seguía casado con su sexta esposa, Catalina Parr. Le sucedió su único hijo varón, Eduardo VI, quien murió a los 15 años de edad por una tuberculosis. Así la Corona pasó sucesivamente a las hijas marginadas del Rey. Hermanastras e hijas de dos antiguas rivales. María, hija de Catalina de Aragón, e Isabel, hija de Ana Bolena.