La verdadera historia del pianista que sobrevivió a las matanzas alemanas del gueto de Varsovia en la IIGM
Thank you for reading this post, don't forget to subscribe!Wladyslaw Szpilman
Wladyslaw Szpilman, más conocido por todos como «El pianista» gracias a la película de Roman Polanski, fue un ejemplo vivo de tenacidad y uno de los hombres que puso más luz sobre las barbaridades perpetradas por lossoldados alemanes en el gueto de Varsovia (una serie de barrios que los germanos rodearon con un muro y en los que, posteriormente, obligaron a vivir recluidos a los judíos polacos de la urbe). Su historia, sin embargo, está nuevamente de actualidad después de que, a principios de agosto, sus descendientes demandaran a una escritora por afirmar que el músico (quien logró sobrevivir cinco años en la región a pesar de que el ejército nazi le buscaba) había colaborado con los hombres de Adolf Hitler. Una apelación que han ganado y por la que recibirán el perdón oficial de la autora.
Los primeros años de vida de Wladyslaw Szpilman no son demasiado destacados en la historia. De él se sabe que nació en 1911 en Polonia y que, ya en su infancia, demostró tener un talento innato para el piano. A la par que fue creciendo su interés por este instrumento, comenzó también a tomar clases para perfeccionar su técnica. Durante su adolescencia se trasladó a Berlín, donde estudió en la Academia de Artes. Por entonces los nazis no habían subido todavía al poder de Alemania, algo que sí consiguieron en el año 1933. Sin embargo, para entonces ya había regresado a su Varsovia natal, donde comenzó a trabajar en la radio polaca como intérprete de música en directo.
Su carrera musical iba entonces dirigida hacia el estrellato, pero todo cambió el 1 de septiembre de 1939 cuando Adolf Hitler atacó Polonia. A partir de entonces el país se detuvo, y su camino hacia la popularidad también. En los días siguientes, mientras el país organizaba su resistencia ante el ejército germano, Szpilman siguió tocando y tocando para los oyentes de la cadena. Lo hizo entre las continuas bombas enviadas por los aviones y los proyectiles de artillería germana. ¿La razón? Lo consideró como una forma de mantener la normalidad y de levantar el ánimo a los soldados polacos que luchaban contra un ejército mucho más potente, mejor entrenado y con nuevas tácticas militares como la « Guerra relámpago».
Las barbaridades del gueto
Cuatro días después se rindió Varsovia, momento en el que empezó el terror alemán. Todo comenzó con pequeños ataques raciales perpetrados por personas anónimas. Sin embargo, poco tiempo después los germanos cargaron de forma sistemática contra los judíos polacos (unos tres millones). Así quedó claro cuando, en las navidades de 1939, se obligó a los miembros de esta religión a portar un brazalete blanco con la estrella de David en el brazo para avisar a todos de su condición. También se les denigró obligándoles a hacer una reverencia a cualquier germano que viesen en la calle y, finalmente, se les impidió tener más de una cantidad determina de dinero líquido (y eso, antes de que sus posesiones quedasen al cargo de los nazis).
No obstante, la mayor barbaridad alemana se sucedió en 1940. «Un año después de la invasión, el 12 octubre de 1940, los nazis anunciaron la creación de un gueto, adonde debían trasladarse obligatoriamente todos los judíos de la ciudad. Una vez completada la mudanza, el 16 de noviembre, comenzó a levantarse un muro de unos tres metros que selló por completo el perímetro de la zona. El tamaño del gueto era de unas 405 hectáreas, unas tres veces el parque madrileño del Retiro. En su momento álgido llegó a albergar a una población de 445.000 judíos», explica la red de bibliotecas de Madrid en su dossier «¡Levántate y lucha! 70 años del levantamiento del gueto de Varsovia».
El hacimiento provocó todo tipo de epidemias, entre ellas, una de tifus. Así recuerda en su obra Szpilman aquellos días: «La mortalidad por tifus era de cinco mil personas al mes. […] En el gueto no había forma de enterrar a quienes morían de tifus con rapidez suficiente para ir al mismo ritmo que la mortalidad».
Para desgracia humana, aquello no fue nada en comparación con las barbaridades que los alemanes perpetraron allí meses después. Entre las mismas, hacer cacerías étnicas a discreción (en las que entraban en un edificio y no salían hasta que consideraban que habían acabado con todos los insurrectos) o transportar a los judíos en trenes hasta los campos de exterminio cercanos para acabar con su vida de forma sistematizada.
Tampoco eran pocas las palizas que los agentes de la policía alemana daban a todos aquellos que trataban de introducir comida de contrabando en el gueto. A pesar de todo, los primeros meses los judíos pudieron vivir de forma relativamente tranquila. Al menos, aquellos que respetaron el toque de queda impuesto y no les importó perder sus ahorros en favor de los germanos. Szpilman y su familia fueron de los que lograron -a pesar de todo- adaptarse. Un ejemplo es que nuestro protagonista logró conseguir trabajo como músico en diferentes bares del gueto. El último en el que estuvo fue el Sztuka. En él pasó varios meses.
«Cuatro meses después me trasladé a otro café, el Sztuka (Arte), en la calle Leszno. Era el mayor café del gueto y tenía aspiraciones artísticas. En su sala de conciertos se ofrecían a menudo actuaciones musicales. Me presenté tocando dúos de piano con Andrzej Goldfeder y tuve mucho éxito con mi versión del Vals Casanova deLudomir Rózycki, con letra de Wladyslaw Szlengel. […] Junto a la sala de conciertos había un bar donde quienes preferían la comida y la bebida a las artes podían tomar excelentes vinos y deliciosas cotelettes de volaille o boeuf Stroganoff. Tanto la sala de conciertos como el bar estaban casi siempre llenos, por lo que yo me defendía bien en esa época y podía satisfacer las necesidades de los seis miembros de mi familia, aunque no sin ciertas dificultades», explica el propio pianista.
¿Suerte?
Por si vivir en aquella cárcel conformada a base de edificios no fuese ya duro de por sí, el 16 de agosto de 1942 Szpilman y su familia fueron llevados hasta el «Umschlagplatz» (una vieja estación en la que los nazis cargaban a los prisioneros como si fueran ganado para trasladarles hacia diferentes campos de exterminio) como parte del programa destinado a eliminar la excesiva población del gueto. Oficialmente iban a ser enviados a un nuevo campo de concentración (los alemanes llamaron a esa misión « reubicación»), pero todos los presentes sospechaban que la verdadera misión de aquellos trenes era llevarles hacia una muerte segura en las cámaras de gas.
Al menos, así lo consideró un viejo amigo de la familia que, en aquellas horas aciagas, se acercó al padre de nuestro protagonista para mantener una acalorada conversación con él. Tensa porque el primero consideraba que los judíos del gueto debían haberse levantado en los meses anteriores contra el invasor germano, mientras que el segundo creía que lo mejor era esperar la magnanimidad de los soldados de Adolf Hitler.
«
-¿Cómo puedes estar tan seguro de que nos envían a la muerte?
-Bueno, claro que no lo sé de cierto. ¿Cómo voy a saberlo? ¿Nos lo iban a decir? ¡Pero puedes estar seguro al noventa por ciento de que piensan aniquilarnos!
-Mira. ¡No somos héroes! Somos gente normal y corriente, y por eso preferimos arriesgarnos y confiar en ese diez por ciento de posibilidades de vivir.
»
A las seis de la tarde de ese día, un grupo de alemanes llegó al «Umschlagplatz» y seleccionó de entre todos los reos a los hombres más fuertes para que les acompañaran. Fueron los afortunados del día. Jóvenes que evitaron la muerte por su utilidad como mano de obra esclava. Luego le tocó el turno al resto de prisioneros. A los niños, a las mujeres, a los ancianos y a los hombres que no habían considerado suficientemente recios los enviaron a los vagones del tren. «El pianista» entró junto a todos sus seres queridos en uno de ellos.
Todo parecía perdido cuando alguien le asió desde fuera. «Una mano me agarró por el cuello y tiró de mí hacia atrás, fuera del cordón de policía», explica en su obra autobiográfica. Desesperado, Szpilman quiso volver a entrar en el vagón, pero un soldado se lo impidió. Las palabras que le dijo quedarían grabadas a fuego en su mente: «¿Qué demonios estás haciendo? ¡Vete, sálvate!».
El polaco sospechó entonces que jamás volvería a ver a su familia. Y, para su desgracia, así fue. Después de aquella revelación le quedaba saber quién le había salvado. En principio pensó que su arte era lo suficientemente importante como para que alguien hubiese considerado que no debía morir en una ducha de gas. Pero nada más lejos de la realidad.
Su primer trabajo
Su salvador fue un familiar lejano que se fijó en él mientras embarcaban y que se había enrolado en la policía local leal a los alemanes. Un pariente que siempre le había resultado indiferente hasta que aquel día. Horas después, y bajo el auspicio de su nuevo héroe, consiguió un trabajo derruyendo los muros del gueto. Y es que, con el paso de los años y las contínuas limpiezas raciales, los germanos fueron reduciendo mes a mes la extensión de aquella prisión.
«Al día siguiente salí del barrio judío por primera vez en dos años. Hacía un tiempo espléndido y caluroso en ese día cercano al 20 de agosto», determina en su obra. A pesar de ser en condición de esclavo, y tener constantemente las ametralladoras alemanas apuntando a su nuca, aquella fue una jornada estupenda para Szpilman, quien pudo disfrutar, nuevamente, de la parte exterior de aquella cárcel.
Aunque Szpilman logró un buena tarea y, posteriormente, tuvo la suerte de ser reasignado como peón a la obra de un palacio que se estaba edificando para un oficial de las SS (lo que significaba menos trabajo y más comida), su existencia no estuvo exenta de miedo. De hecho, logró salvar la vida en varias ocasiones por mera suerte. Y es que, era bastante habitual que, cuando el aburrimiento atacaba a los soldados que vigilaban el gueto, estos dividieran a los reos en dos columnas para después asesinar a todos los de una de ellas. Nuestro pianista tuvo la suerte de superar varias de estas «limpiezas». Y no porque fuera un virtuoso, sino porque el destino así lo quiso. Por desgracia, no sucedió lo mismo con otra serie de artesanos o estudiosos, los cuales cayeron para las balas de las SS y la Gestapo.
Mientras trabajaba dentro y fuera del gueto para lograr sobrevivir una jornada más, nuestro protagonista tuvo un golpe de suerte que, aunque no le garantizó la supervivencia, si le ofreció cierta seguridad de no fallecer por la bala de algún oficial ansioso de acabar con el aburrimiento. Szpilman recibió un tarjetón con un número que solo se entregó a aquellos funcionarios judíos lo suficientemente importantes como para ser indispensasbles en la administración. «A quienes iban a quedarse en el gueto les entregaban números estampados en trozos de papel. El Consejo tenía derecho a conservar a cinco mil de sus funcionarios. A mí no me dieron número el primer día. […] A la mañana siguiente conseguí un número», añade el pianista en su obra.
Con todo, el número no libró a los judíos que se quedaban de los malos tratos a los que eran sometidos por parte de los oficiales nazis. Un comportamiento que, aunque era habitual entre los guardias, fue aumentando entre algunos soldados. Uno de los más salvajes era un soldado al que los presos llamaban «Ziszás». «Para él era un placer casi erótico maltratar a la gente de un modo peculiar: ordenaba al infractor que se inclinara, se colocaba la cabeza del hombre entre los muslos, apretaba con todas sus fuerzas y le destrozaba el trasero con un látigo, pálido de ira y repitiendo entre dientes: “Zis, zas. Zis, zas”. Nunca soltaba a su víctima hasta dejarla desfallecida por el dolor» completa.
En la resistencia
Con el paso de las semanas la tensión fue en aumento. Y ya no solo para el pianista, sino para todo el gueto de Varsovia. Tal fue la barbarie perpetrada por los nazis y la ingente cantidad de muertes, que muchos de los habitantes establecieron que era mejor prepararse para resistir una nueva limpieza étnica, que esperar a ser asesinados en plena calle por las tropas de Adolf Hitler. Así fue como se empezaron a organizar grupos de resistencia clandestinos y se fortificaron algunos de los edificios interiores para resistir un posible asedio germano.
Por su parte, los nazis reaccionaron tratando de tranquilizar por todos los medios a los judíos. En un intento de calmar la situación, los militares empezaron a relajar la violencia. Además, los soldados permitieron a algunos prisioneros (como los que se encontraban en el grupo de Szpilman) comprar comida en el exterior y llevarla hasta el hambriento gueto (donde apenas había alimentos). Esta medida fue aprovechada por nuestro protagonista para hacer sus pinitos en la « resistencia».
«La benevolencia de los alemanes los llevó incluso a permitir que un delegado de nuestro grupo se moviera libremente por la ciudad todos los días para hacer esas compras en nuestro nombre. Elegimos a un valiente joven conocido como Majorek. Los alemanes ignoraban que Majorek, siguiendo instrucciones nuestras, iba a convertirse en enlace entre el movimiento clandestino de resistencia dentro del gueto y una organización similar polaca que actuaba fuera», completa.
Así fue como Szpilman se convirtió en un soldado que luchaba contra el nazismo de forma oculta. El sistema era sumamente sencillo, pero no por ello menos efectivo. Majorek se hacía con multitud de munición y explosivos en el interior. Tras conseguirlos, introducía todo este cargamento en el gueto escondido en bolsas de patatas. Posteriormente, nuestro protagonista y otros tantos recogían los sacos y, finalmente, lo repartían entre los diferentes grupos de resistencia que había en los diferentes edificios. Una tarea sencilla, pero que podía acarrearles la muerte en el caso de ser descubiertos por los germanos.
La perpetua huía
Para su desgracia, la simpatía alemana no duró demasiado y, como todos esperaban, las limpiezas étnicas del gueto no tardaron en reanudarse. Unas misiones en las que los miembros de las SS entraban de forma aleatoria (ellos decían que buscando a judíos sublevados) en un edificio del gueto para acabar con todo aquel que se cruzase en su camino.
El miedo y la desesperación provocaron que Szpilman decidiese que era momento de salir por piernas de allí y, a través de uno de sus contactos, consiguió una casa más discreta en la que esconderse. «Por medio de Majorek me puse en contacto con unos amigos, una pareja de artistas recién casados: Andrzej Bogucki, actor, y su esposa, una cantante que actuaba con su nombre de soltera Janina Godlewska», añade.
A partir de ese momento comenzó una huida perpetua que duró aproximadamente tres años y en la que nuestro protagonista convivió siempre con el pavor de ser atrapado por los alemanes. En ese tiempo, además, usó varias casas como escondite, apenas salió a la calle para evitar ser descubierto por las patrullas germanas, y vivió comiendo de cuando en cuando.
Durante ese tiempo, fue testigo de todo tipo de brutalidades perpetradas por los nazis en sus continuas purgas de edificios. Unos actos tan deleznables, que generaban el terror entre los judíos. «Cuando los alemanes conseguían tomar un edificio, las mujeres que todavía quedaban en él subían con los niños hasta el último piso y desde allí se arrojaban por los balcones», completa el propio pianista.
El miedo que sentía nuestro protagonista se puede entender gracias a frases como la que uno de sus amigos, un tal Lewicki, le dijo antes de marcharse y dejarle escondido en una vivienda: «Si suben a registrar el piso, tírate por el balcón. ¡No te dejes atrapar vivo! Yo llevo veneno, tampoco me cogerán».
A las armas
En el tiempo que el pianista estuvo escondido, fue también testigo mudo de una gigantesca revuelta protagonizada por los movimientos de resistencia judía y polaca dentro y fuera del gueto. Aquella guerra de guerrillas contra los alemanes comenzó el 29 de julio de 1944 según Szpilman (las fuentes oficiales nos dicen que empezó el 1 de agosto) aprovechando que los soviéticos estaban intentando acceder a Varsovia. Nuestro protagonista recordaba aquellos días en su memoria con una mezcla de melancolía, admiración por los que luchaban, y rabia por no haber podido salir con ellos a la calle para dar su merecido a los captores que les tenían encerrados desde hacía años debido a su falta de fuerzas y a su miedo.
Así recordaba el polaco los inicios de aquellas revueltas.
«
Me acerqué a la ventana: en las calles reinaba la paz. Vi el movimiento normal de transeúntes, tal vez bastante más reducido de lo habitual, pero en esta parte de la Aleja Niepodleglosci nunca había mucha circulación. Un tranvía procedente de la universidad técnica llegó a la parada. Estaba casi vacío. Descendieron unas pocas personas: mujeres, un anciano con bastón. Y luego bajaron también tres hombres jóvenes que llevaban unos objetos largos envueltos en papel de periódico.
Se detuvieron junto al primer vagón; uno de ellos miró su reloj, lanzó una ojeada alrededor y de repente puso una rodilla en tierra, se echó al hombro el paquete que llevaba y sonó un rápido repiqueteo. El papel del extremo del paquete comenzó a brillar y dejó al descubierto el cañón de una ametralladora. Al mismo tiempo, los otros dos hombres se llevaron con nerviosismo sus armas al hombro.
Los disparos del joven fueron como una señal para el sector: enseguida se oyeron detonaciones por todas partes y, cuando se apagó el ruido de las explosiones en las proximidades, siguió llegando el de innumerables disparos procedentes del centro de la ciudad. Se sucedían rápidamente, sin parar, como si estuviera hirviendo el agua de una gran tetera. La calle se había quedado desierta; parecía recién barrida. Sólo el anciano seguía andando, torpe y apresurado, con ayuda de su bastón y respirando trabajosamente; le resultaba difícil correr. Al fin llegó a la entrada de un edificio y desapareció en su interior.
»
Para desgracia de Szpilman, las revueltas se saldaron de forma catastrófica para las fuerzas polacas, las cuales tuvieron que lamentar la friolera de casi 20.000 bajas antes de capitular. Tras la rendición, y a pesar de que los germanos se comprometieron a tratar a los sublevados acorde a las leyes internacionales, se sucedieron las represalias. Algunas son explicadas por el pianista en su obra, donde señala, por ejemplo, que los alemanes deportaron, llevaron a las cámaras de gas, o directamente fusilaron a miles y miles de hombres, mujeres y niños.
Por su parte, el pianista logró sobrevivir en lo que quedaba del desmejorado gueto cambiando de escondite constantemente y saliendo a la calle únicamente para conseguir comida. Según él mismo explica, por entonces estaba totalmente desnutrido.
El buen alemán
Szpilman siguió escondido durante las siguientes semanas. Fue de casa en casa, siempre muerto de sed y de hambre. De hecho, llegó a comer agua infestada de insectos y pan mohoso para poder sobrevivir un día más. En ese precario estado, y siempre huyendo para salvar la vida, estaba el 17 de noviembre de 1944, cuando decidió colarse en una vivienda cercana al ático en el que por entonces residía para encontrar algo que meterse entre pecho y espalda.
Allí, mientras levantaba todas las tapas de los botes que había en la casa y abría cuantas puertas encontraba, se topó para su sorpresa con un oficial alemán que definió como «alto y elegante». Sus palabras le helaron la sangre: «¿Qué demonios estás haciendo aquí?».
El germano (llamado Wilm Hosenfeld, una información que nuestro pianista no tenía en esos momentos) obtuvo el silencio por respuesta, así que le volvió a repetir la pregunta: «¿Qué estás haciendo aquí?¿No sabes que el estado mayor de la plaza fuerte de Varsovia se va a trasladar a este edificio en cualquier momento?». Finalmente, Szpilman decidió contestar.
Sin embargo, no lo hizo de forma amenazadora, sino con resignación: «Haz lo que quieras conmigo. No voy a moverme de aquí». Nuestro protagonista sabía que solo era cuestión de segundos que el nazi sacase su Luger y le pegase un tiro. Pero el militar no lo hizo. «No tengo intención de hacerte nada». A continuación le instó a que le dijese en qué trabajaba y, cuando el artista le respondió que tocando el piano, el soldado le pidió que le tocase algo en un viejo instrumento que había en la habitación.
«Toqué el Nocturno en Do sostenido menor de Chopin», señala en su biografía. Al final, Hosenfeld le reconoció sus habilidades y, en contra de lo que jamás hubiese pensado Szpilman, se ofreció a ayudarle a permanecer escondido en el gueto sin ser visto. Algo que, como posteriormente se demostró, hizo con multitud de judíos de la zona.
«Hosenfeld le ayudó a buscar un escondite en el edificio en que poco después se establecería la comandancia alemana, y le suministró alimentos que le ayudaron a sobrevivir los dos meses que mediaron hasta la conquista de Varsovia por el Ejército Rojo en enero de 1945», explica José M. García Pelegrín en su obra « La Iglesia y el nacionalismo: Cristianos ante un movimiento neopagano».
Todo ello, acompañado de información estratégica del lugar en el que se encontraban las tropas soviéticas. Unos datos esenciales que ayudaron a Szpilman a mantener la esperanza de ser rescatado. «Están ya en Varsovia, en Praga, al otro lado del Vístula. Solo tendrás que aguantar unas pocas semanas más: la guerra habrá terminado para la primavera, como muy tarde. Tienes que aguantar… ¿Me oyes?», le dijo en una ocasión.
El 12 de diciembre se vieron por última vez. Aquel día, el germano le dijo una vez más que aguantase, pues los rusos estaban a punto de lanzar una ofensiva. Después el alemán se despidió, pues su unidad se marchaba de Varsovia.
El final de la tragedia
Szpilman siguió escondido hasta mediados de enero de 1945, cuando -tras despertarse- se percató de que había unidades del ejército polaco en Varsovia. Para entonces los alemanes ya habían destruido una buena parte de la ciudad (y por ende, del gueto) convirtiéndola en ruinas. Desde lugar seguro, el pianista se cercioró de que no había enemigos cerca y bajó a la calle con una tranquilidad que no había tenido en los cinco años que había sobrevivido allí dentro. Calmado, se dirigió hacia una soldado. Sin embargo, se le olvidó que llevaba puesto una chaqueta nazi que el oficial le había dado para soportar el frío. Lo que sucedió a continuación es mejor escucharlo de su propia boca:
«
A mi izquierda, no muy lejos, había una mujer soldado con un uniforme que me resultaba difícil identificar desde esa distancia. Otra mujer se aproximaba por mi derecha con un fardo a la espalda. Cuando estuvo más cerca me aventuré a hablarle:
-Hola, le ruego que me disculpe…
Me miró, soltó el fardo y echó a correr.
-¡Un alemán!- gritó.
La guardia se volvió de inmediato, me vio, apuntó y disparó con su ametralladora. Las balas, al rebotar en la pared, provocaron una lluvia de argamasa sobre mí. Sin pensarlo, escapé escaleras arriba y me refugié en el ático. Esta vez mi situación era absurda. Iban a dispararme soldados polacos en la Varsovia recuperada, al borde mismo de la libertad, por un malentendido. Muy pronto oí unos pasos veloces que subían las escaleras. Más allá del pasamanos apareció la figura de un joven oficial con el uniforme polaco y un águila en la gorra. Me apuntó con una pistola y gritó:
-¡Manos arriba!
-¡No dispare! ¡Soy polaco!
–Entonces, ¿por qué demonios no bajas?¿Y qué haces con un sobretodo alemán?
»
Así logró escapar de aquel infierno en el que habían sido asesinados, desde el comienzo de la Segunda Guerra Mundial. Posteriormente, Szpilman recuperó su trabajo en la radio de Varsovia. Su primer programa fue sumamente emotivo para él, pues lo comenzó tocando la misma canción con la que conoció al oficial alemán que le salvó. Después, ofreció conciertos como solista y destacó como compositor. Publicó su biografía poco después del final de la contienda, pero esta fue censurada y no vio la luz hasta los 90. Sin embargo, valió la pena la espera, pues el libro le catapultó a la fama.