La vergüenza de Hitler: cuando 30 españoles aplastaron a un gran ejército nazi en la Segunda Guerra Mundial
A finales de agosto de 1944, poco después del Desembarco de Normandía, un grupo de republicanos detuvo a un millar de soldados germanos en La Madeleine
El 24 de agosto de 1944 (durante la Segunda Guerra Mundial) fue un mal día para la que, en otro tiempo, había sido la imbatible Wehrmacht alemana. Aquella jornada, apenas dos meses después de la entrada de los Aliados en la vieja Europa mediante el Desembarco de Normandía, el teutón Konrad A. Nietzsche (entre teniente y coronel, atendiendo a las fuentes a las que se acuda) debía tomar una decisión tras dos días de encarnizado combate en La Madeleine, al norte de Montpellier: ¿rendirse o continuar una lucha sin sentido que ya se había cobrado la vida de decenas de soldados? La disyuntiva terminó cuando levantó la cabeza y vislumbró a la aviación enemiga lanzándose en picado para ametrallar a sus hombres.
Poco tiempo después, el oficial ordenó a un subordinado que enarbolara una bandera blanca. Tocaba parlamentar con los decididos enemigos que, durante horas, habían conseguido detener el avance de una columna compuesta por más de un millar de hombres, varios vehículos blindados y otras tantas armas pesadas. Por la destreza que habían demostrado debían de ser comandos especiales. No podemos más que imaginar la expresión que se dibujó en la cara de Nietzsche cuando supo que los hombres que habían evitado que cumpliera su misión eran una treintena de exiliados guerrilleros españoles que se habían visto envueltos en la Segunda Guerra Mundial casi por casualidad.
Dicen las crónicas de los supervivientes de aquella batalla olvidada que Nietzsche, un maduro coronel de la Luftwaffe, no pudo soportar aquello. La versión más extendida cuenta que sacó su pistola Luger del cinto, apuntó a su cabeza y disparó. Una suerte de «seppuku» occidental para limpiar su honra perdida. Las fuentes más exageradas narran que antes de pegarse el tiro fatídico se deshizo de toda la documentación que llevaba encima, se quitó el uniforme, se roció gasolina y, airado, se prendió fuego. Fuera lo que fuese lo que sucedió, lo que está claro es que, como bien señala a ABC la investigadora Evelyn Mesquida, aquel día 36 guerrilleros españoles aplastaron en La Madeleine a las fuerzas de Adolf Hitler.
La gesta de estos olvidados héroes españoles, a la postre condecorados en la recién liberada Francia por el general Olleris, es una de las muchas que Mesquida recoge en «Y ahora volved a vuestras casas. Republicanos españoles en la Resistencia francesa». Una obra tan reveladora como amarga ya que, como confirma la autora en declaraciones a este diario, la mayor parte de los soldados de nuestro país que se enfrentaron a Adolf Hitler durante la Segunda Guerra Mundial fueron obviados tanto por Francisco Franco como por un Charles de Gaulle ávido de encumbrar a la mitificada «Résistance». «Fue injusto. Acabaron su vida conduciendo taxis o vendiendo helados, olvidados por el mismo gobierno al que habían ayudado», sentencia.
Verdadera resistencia
Pero vayamos por partes. El origen de esta historia se remonta a 1939, durante el final de la Guerra Civil. Fue entonces cuando más de un millón y medio de republicanos (entre los mismos, 300.000 veteranos de la contienda) cruzaron la frontera para escapar del Bando Nacional. Aunque, por desgracia para ellos, no fueron recibidos con los brazos abiertos, sino que internados en campos de concentración galos. Desde allí, las autoridades enviaron a una parte de ellos a diferentes regiones del país para trabajar como mano de obra barata. Así, hasta que la invasión nazi arribó como un vendaval y atravesó el país de un lado a otro en 1940.
Fue entonces cuando, en palabras de Mesquida, una considerable cantidad de nuestros compatriotas organizaron los primeros núcleos de resistencia contra Adolf Hitler. O, más bien, se «tiraron al monte» como ya hicieran sus antepasados de la Guerra de la Independencia. De hecho, comenzaron su lucha antes incluso que la famosa (pero reducida) Resistencia local. «La realidad es que, cuando los franceses comenzaron a organizarse, muchos de estos pequeños grupos de españoles estaban ya formados y dispuestos. Fueron pioneros, por ejemplo, a la hora de sacar dinamita de las minas en las que trabajaban para volar trenes y robar armas a los nazis», afirma la autora a este diario.
Entre los veteranos de la Guerra Civil que se organizaron para enfrentarse al Tercer Reich se hallaba un personaje hoy olvidado, pero clave para el devenir de Francia: Cristino García Granda. Asturiano de nacimiento, tras escapar del campo de concentración en que se hallaba recluido se enroló en la Unidad Nacional España (UNE), un grupo guerrillero creado por el Partido Comunista de España en el país galo. Le debió ir bien ya que, allá por 1942, le fue entregado el mando de una de las brigadas del recién creado XIV Cuerpo Guerrillero (en la práctica, el brazo armado de la UNE).
A partir de entonces, entre sus gestas se contaron la liberación de tres departamentos en el país o el ataque a una cárcel de Nimes para liberar a varios de sus compañeros.
Basta decir esto para entender por qué, tan solo dos años después, realizados ya el Desembarco de Normandía y el de Provenza (olvidado, pero igual de importante para la Segunda Guerra Mundial), se planteó mover ficha junto a sus hombres en el tablero de ajedrez que suponía la liberación de Francia. Así lo confirma Alfonso Domingo en «Historia de los españoles en la IIGM»: «Decidió taponar la posible vía de traslado de las fuerzas alemanas a la zona de Anduze, 17 kilómetros al suroeste de Alés, que representaba una amenaza para las comunicaciones del Primer Ejército Francés». En este contexto recibió el chivatazo de que una columna germana procedente de Touluse (y con destino a París) iba a pasar por el cruce del pueblo de La Madeleine, a pocos kilómetros de su cuartel general.
En la práctica era una verdadera locura intentar atacar aquel convoy, pues estaba formado por sesenta camiones, cuatro blindados ligeros, más de un millar de soldados y una ingente cantidad de armas pesadas. En el grupo de Cristrino, a cambio, apenas había 36 guerrilleros. Sin embargo, el terreno les era favorable. «En el cruce la carretera se estrechaba, caracoleaba por un bosque tupido y, antes de salir a un paisaje más abierto, cruzaba el puente del ferrocarril Lézan-Anduze. Ese es el lugar que eligió para el combate», añade el experto. No obstante, y a pesar de lo que se ha narrado hasta ahora, la realidad es que una herida le impidió asumir la dirección del ataque en primera línea. Como desvela Mesquida en su obra, entregó el mando a Miguel Arcas y Gabriel Pérez.
Una batalla cruenta
La batalla es descrita de forma pormenorizada en la obra de Mesquida. El 23 de agosto de 1944, un grupo de 36 españoles y entre 4 y 8 franceses arribaron a la Madeleine y tomaron como cuartel general un viejo castillo ubicado cerca del cruce. «Se organizaron de forma estratégica en un arco con una longitud de 700 metros», afirma Mesquida en su obra. El plan era sencillo, pero efectivo. Así lo explicó uno de los participantes en la operación, Joaquín Arasanz, en sus memorias:
«Decidimos bloquear la carretera y hacer saltar el puente. No lo conseguimos totalmente, pero las vigas que habían caído quedaron atravesadas en la carretera».
Después prepararon algunas trampas «como simular cañones con ruedas de cañón y postes telefónicos» para que los enemigos creyeran que eran atacados por un enorme contingente. «Nuestros hombres debían desplazarse a toda velocidad para que sus tiros llegaran de lugares diferentes», añade Arasanz.
Al día siguiente llegó la columna germana. «Procedía de Touluse y de Saint-Hippolyte-du-Fort, donde ya había sufrido un ataque», añade la experta. El primer vehículo en hacer su aparición fue un sidecar de exploración que los guerrilleros pudieron eliminar sin disparar. Ya nadie podría dar la voz de alarma. Unos minutos después arribó la columna principal. Podrían haber disparado, pero las órdenes de Arcas eran precisas: «Ni un tiro antes de la primera ráfaga de ametralladora». Tenía sentido para que la trampa funcionase. Todo se desarrolló como los 36 españoles deseaban. Al poco, el camión que iba en cabeza paró frente a las vigas que cortaban la carretera. Tras él, se fueron deteniendo poco a poco el resto. Entonces comenzó la fiesta.
Después de la primera ráfaga de ametralladora se desató el infierno para la Wehrmacht. Entre una infinidad de disparos de fusil, nuestros compatriotas lanzaron dinamita contra los camiones de transporte y destruyeron los vehículos que se hallaban a la cola del convoy. Así, los germanos quedaron bloqueados: ni podían avanzar, ni retirarse. «Los enfrentamientos duraron muchas horas. Desde sus escondrijos, los guerrilleros se desplazaban rápidamente, tirando desde diversos ángulos, como habían planeado», completa Mesquida. La treta fue efectiva y confundió a los soldados del Tercer Reich. Con todo, sus cañonazos fueron igual de letales y obligaron a los españoles ubicados en el castillo (un total de cuatro) a abandonar su posición.
El combate se extendió hasta las cuatro de la tarde, hora en la que los alemanes solicitaron un alto el fuego y ofrecieron a los guerrilleros la posibilidad de detener la contienda a cambio de que les dejasen pasar. Los españoles se negaron. Ningún germano atravesaría aquella trampa mortal vivo si no era como prisionero. Por suerte, su decisión fue apoyada por unos imprevistos refuerzos desde el aire algún tiempo después: dos aviones británicos que habían sido avisado del enfrentamiento y que quisieron aportar su granito de arena.
Cuando hicieron la segunda pasada, el oficial al mando, nuestro conocido Nietzsche, estableció que 180 heridos y una incontable cantidad de muertes eran demasiados contratiempos y que parlamentaría de nuevo.
A pesar de ello, el altivo militar todavía tuvo la arrogancia suficiente para una última exigencia: rendirse ante un mando francés o inglés uniformado, y no a los guerrilleros. El pacto se firmó, pero cuando Nietzsche se acercó para claudicar ante el enemigo se percató de que el gigantesco ejército que creía desplegado en La Madeleine estaba en realidad formado por 36 guerrilleros españoles.
El resto de lo sucedido (el suicidio del oficial) es historia y sembró el desconcierto entre ambos bandos hasta que los germanos confirmaron, mediante una bengala blanca, que abandonaban las armas. Había terminado la contienda y solo quedaba arrestar a los enemigos, quitarles las armas y, por qué no, esperar la reglamentaria palmadita en la espalda de sus superiores. Y esta llegó en forma de medallas poco después. Por desgracia, la distinción no les sirvió para pasar a la historia. Al menos, hasta ahora.