28 marzo, 2024

Lady Hamilton, siempre a la sombra de Nelson

Lady Hamilton como Titania en un cuadro de George Romney, 1793.
Lady Hamilton como Titania en un cuadro de George Romney, 1793.

Lady Hamilton como Titania en un cuadro de George Romney, 1793.

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Hoy las cosas han cambiado, pero en los siglos XVIII y XIX las barreras sociales resultaban infranqueables. Era mucho más fácil guillotinar a un aristócrata que convertirse en uno de ellos. Surcar el océano Atlántico estaba más al alcance de un británico corriente que recorrer los mil seiscientos metros que separan Covent Garden del palacio de Buckingham.

Esto es lo que hace extraordinaria la historia de Emma Hamilton, una mujer que desafió las convenciones de clase de su época y pagó un alto precio por su éxito. Contra todo pronóstico, la hija iletrada de un herrero y una sirvienta cambió el prostíbulo por la corte de la reina María Carolina en Nápoles, obtuvo el título de lady, recibió la Cruz de Malta de manos del zar Pablo I y se convirtió en la musa del idolatrado almirante Nelson. Por supuesto, la élite inglesa, que la aceptó a regañadientes, la expulsó de sus filas sin piedad en cuanto tuvo ocasión, y la posteridad la trató con crudeza.

De criada a mantenida

Las chicas como Emy Lyon tenían pocas opciones en la Inglaterra georgiana. Huérfana de padre desde que era un bebé, nuestra protagonista se crio en Hawarden, una aldea paupérrima de Gales. Ni siquiera sabía con certeza cómo escribir su nombre.

A los trece años llega a Londres con su madre y consigue sus primeros trabajos como criada, uno de ellos en casa del compositor Thomas Linley, donde toma contacto con el mundo de la farándula. Abandona este empleo bruscamente por razones poco claras, y su rastro desaparece por un tiempo. Los rumores sobre esta etapa de su vida, que, por supuesto, no surgieron hasta que Emma era ya una celebridad, la sitúan en toda clase de ambientes sórdidos.

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Según la pintora Vigée Le Brun, el príncipe de Gales aseguraba haberla visto vendiendo verduras. Henry Angelo, maestro de esgrima de la jet set de la época, la ubica en casa de la señora Kelly, un afamado prostíbulo. Otros rumores la vinculan al consultorio del doctor James Graham, un sexólogo que ofrecía a las parejas infértiles una cama “electromagnética” donde retozar. Su establecimiento se anunciaba en todos los periódicos londinenses junto a un dibujo de “Vestina, la sonrosada diosa de la salud”, cubierta con una túnica transparente. La modelo, según las malas lenguas, pudo ser la jovencísima Emy.

A los 16 años reaparece en Uppark House, Sussex, bailando sobre la mesa del comedor campestre de sir Henry Fetherstonhaugh, un redomado juerguista educado en Eton, que abandona a Emy en cuanto la deja embarazada. Entre los invitados a estas francachelas se cuentan el príncipe de Gales, el duque de York y Charles Greville, el hijo segundón de una familia noble.

Lady Hamilton a los 17 años.

Lady Hamilton a los 17 años.

Dominio público

A este último dirige sus súplicas la desventurada muchacha, en una carta tan conmovedora como plagada de errores ortográficos. Greville accede a convertirse en su nuevo patrón, no sin antes imponerle una serie de exigentes condiciones: entregar a su bebé en adopción, romper todo contacto con su vida anterior, a excepción de su madre, cambiarse el nombre por el de Emma Hart y “no mostrar jamás ingratitud ni capricho”.

El rostro de moda

La vida de Emma en la casita que Greville le asigna en las afueras de Londres es casi respetable. Su nuevo amante quiere un sucedáneo de esposa: no la exhibe en sociedad, restringe sus gastos y le hace llevar un libro de contabilidad doméstica. Pero ni siquiera un hombre tan sobrio es capaz de resistirse a presumir un poco. Nada más llevarla de vuelta a Londres, pide a su amigo el pintor George Romney que haga un retrato de su nueva conquista. Romney no se conforma con uno: a lo largo de su carrera pintará más de setenta, algunos de ellos de memoria, años después de verla por última vez.

Emma era más que una cara bonita; personificaba el ideal de belleza clásica tal como se entendía en el siglo XVIII: ojos grandes, boca pequeña y sensual, brazos torneados, cuerpo firme y robusto. Además, tenía en su haber una extraordinaria habilidad para posar y un inmenso talento dramático. Romney la encontraba perfecta para encarnar cualquier personaje imaginable, desde la Circe de la Odisea de Homero hasta la Titania de Shakespeare, pasando por alegorías de la naturaleza, la sensibilidad o la ausencia.

Lady Hamilton como Circe, pintada por Romney en el año 1782.

Lady Hamilton como Circe, pintada por Romney en el año 1782.

Dominio público

Eran muchas las actrices que optaban por hacerse retratar para consolidar su fama. Pero en este caso sucedió al revés: un rostro anónimo se hizo célebre a través de la pintura. A Romney, que era patológicamente tímido, le intimidaba el aire desenvuelto de las divas del teatro. Emma Hart tenía madera de actriz, pero jamás había pisado un escenario. ¿Quién era aquella beldad anónima? El misterio tuvo el efecto de atraer un goteo constante de coleccionistas y curiosos al estudio de Romney. Copias y grabados de estas pinturas se difundieron por toda Europa, convirtiendo las facciones de Emma en un estándar estético.

En brazos de Pigmalión

Tras cuatro años de plácida vida, Charles Greville concibe un plan para deshacerse de Emma. Sus finanzas nunca fueron muy boyantes, y es probable que en esta etapa estuviera pensando en cazar a una rica heredera. En tales circunstancias, no era aconsejable mantener públicamente a una concubina cuyo rostro aparecía en los escaparates de todas las tiendas de grabados del país.

Por otra parte, en caso de no conseguir un matrimonio ventajoso, su principal esperanza estaba puesta en heredar el patrimonio de su tío, sir William Hamilton, embajador en Nápoles, viudo y sin hijos. ¿Por qué no enviarle a su atractiva amante como regalo y matar, así, dos pájaros de un tiro?

Completamente ajena a este plan, Emma llega a Nápoles, acompañada de su madre, el mismo día en que cumple veintiún años. Al principio cree que se trata de una especie de Gran y que Greville no tardará en reunirse con ellas en casa de Hamilton. En cuanto descubre el vejatorio tejemaneje que se ha urdido a sus espaldas, explota de indignación.

Por primera vez abandona su papel de mujer florero complaciente y sumisa: “No te conviene contrariarme”, escribe a su antiguo protector. “Nunca seré su amante. Si me agravias, haré que se case conmigo”. Pero el sobrino no se inquietó. ¿Qué posibilidades tenía una fulana de Covent Garden, por muy atractiva que fuera, de convertirse en lady Hamilton?

Lady Hamilton como María Magdalena.

Lady Hamilton como María Magdalena.

Dominio público

Al final, la propia Emma se ve obligada a claudicar, al menos en parte. La vida con Hamilton, un caballero benévolo y cortés que la colma de regalos, resulta mucho más prometedora que regresar a Inglaterra sin un chelín en el bolsillo. Sin embargo, esta vez no piensa arriesgarse a que se cansen de ella y la pongan de patitas en la calle.

Lejos de olvidar sus planes iniciales, Emma invierte el dinero del embajador británico en educarse como una dama. Toma lecciones de francés, italiano, dibujo, historia, geografía, danza y canto. Las amistades de Hamilton, ávido coleccionista de antigüedades griegas y romanas, bromean diciendo que el viejo embajador ha dado vida a una de sus estatuas para moldearla a su gusto. Subestiman el cerebro y la determinación de Emma, que es la primera interesada en cultivar su intelecto y refinar sus modales.

Las críticas sobre su vulgaridad no impiden que intervenga en política ni que se convierta en amiga de la reina María Carolina

Tras mucho insistir, en 1791 consigue que Hamilton acceda a casarse con ella, y la alta sociedad napolitana, menos mojigata que la británica, le abre sus puertas. Las críticas y cotilleos sobre su vulgaridad no impiden que intervenga en política ni que se convierta en íntima amiga de la reina María Carolina, hermana de María Antonieta y cuñada del rey Carlos IV de España. Nadie voló jamás tan alto desde los bajos fondos de Londres.

Ménage à trois

Tras la Revolución Francesa, la aristocracia europea se echa a temblar. El continente se sume en una guerra, condensada a la perfección en la batalla del Nilo (1798), el duelo entre Bonaparte y Nelson. Cuando este último, herido y victorioso, desembarca en Nápoles, se desata la nelsonmanía.

La reina María Carolina, ansiosa por vengar la decapitación de su hermana y por estrechar lazos con los británicos, agasaja al héroe hasta el delirio. Sir William organiza bailes y desfiles en su honor. Las damas, encabezadas por Emma, lucen anclas doradas en su vestuario. Pero, poco después, una revuelta republicana, apoyada por Francia, depone a Fernando de Borbón.

Horatio Nelson usa sus tropas para aplastar con dureza la revolución. Más de un centenar de disidentes acaban en la horca. La masacre no se ve con buenos ojos desde Londres. Sir William Hamilton es destituido y Nelson, llamado al orden. Para entonces, el flirteo entre Emma y Horatio ya se ha convertido en romance. La pareja no puede ser físicamente más dispar: a sus 34 años, ella sigue deslumbrando; él es manco y desdentado y está ciego de un ojo, pero estas secuelas de combate no hacen sino acrecentar su prestigio.

De vuelta en Inglaterra, el escándalo es mayúsculo. Nelson se separa de su esposa y reside abiertamente con los Hamilton, en armoniosa compañía. El exembajador, ya setentón, lo tolera todo y se convierte en una especie de figura paterna para Emma. Al morir le deja una pensión, razonable pero insuficiente. Los gastos de su viuda se disparan: ansiosa por hacerse perdonar su origen, su adulterio y la mal disimulada hija secreta que ha tenido con Nelson, Emma organiza una fiesta tras otra y reparte obsequios a manos llenas.

El almirante Horatio Nelson, pintado por John Hoppner.

El almirante Horatio Nelson, pintado por John Hoppner.

Terceros

La muerte inesperada de Nelson en 1805 trunca cualquier esperanza de hacerse un hueco en la élite británica. En su testamento, el almirante suplica al Estado que se haga cargo de su hija y que provea una pensión para Emma. Nada de esto fue tenido en cuenta por el gobierno inglés, que hizo caso omiso de las últimas voluntades del héroe al que organizó, eso sí, un solemne funeral de Estado, al que Emma no pudo acudir.

El caso de la niña sin madre

El Estado ninguneó a la hija del almirante inglés.

Nelson y Emma se tomaron infinitas molestias para mantener en secreto la existencia de su hija Horatia. La pareja ya había roto muchas convenciones sociales, pero criar abiertamente a una niña ilegítima habría representado el suicidio social definitivo. Falsearon su fecha de nacimiento, haciéndola coincidir con un período en el que ambos se hallaban en el extranjero, y se inventaron una historia tan sentimental como inverosímil: la criatura era hija de un compañero de armas, y Nelson había decidido adoptarla por pura bondad. Emma ejercería de tutora.

Al quedar huérfana, a Horatia Nelson se le permitió usar el apellido de su padre, que la reconoció en su lecho de muerte, pero no pudo disfrutar de herencia alguna, ni tampoco del ducado de Bronte, que pasó directamente a su tío. Acompañó a Emma a la cárcel en sus condenas por deudas y la cuidó en el exilio, pero siempre negó que lady Hamilton fuera su madre. La mala reputación de esta la habría perjudicado.

Su mera existencia era una vergüenza nacional. Cuanto más se idealizaba la figura del almirante, más molesto resultaba reconocer que el modélico patriota era también un adúltero, o que su genio militar no le había impedido sucumbir a los ardides de una pérfida seductora.

Horatia, la hija de Emma y Nelson.

Horatia, la hija de Emma y Nelson.

Dominio público

La amada de Nelson murió en la miseria en Calais, ahogada en deudas y alcohol. Pero su memoria la sobrevivió. En 1931, un crítico literario se lamentaba de verla mencionada en una biografía del almirante: “No cabe duda de que hay mucho de cierto en este libro, en especial en lo referente a la sórdida historia de Emma Hamilton, pero sería mucho, mucho mejor que nunca se hubiera escrito. Uno se inclina a sospechar, o al menos a esperar, que sus autores sean de nacionalidad extranjera”.

Origen: Lady Hamilton, siempre a la sombra de Nelson

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