28 marzo, 2024

Las azafatas y el techo de cristal en el cielo

Una azafata sirve el almuerzo a una pasajera en un vuelo de American Airlines, c. 1935 Frederic Lewis / Archive Photos / Getty Images
Una azafata sirve el almuerzo a una pasajera en un vuelo de American Airlines, c. 1935 Frederic Lewis / Archive Photos / Getty Images

Ellen Church tenía 25 años el día que entró en el despacho de Steven Stimpson, un ejecutivo de la Boeing Air Transport Company. La BAT era una filial del constructor

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Ellen Church tenía 25 años el día que entró en el despacho de Steven Stimpson, un ejecutivo de la Boeing Air Transport Company. La BAT era una filial del constructor homónimo dedicada al transporte aéreo de correo. Ellen había quedado prendada del vuelo siendo niña, al presenciar una exhibición aérea ambulante en su Iowa natal. Ahora acababa de cumplir su sueño, y con su título recién obtenido bajo el brazo buscaba empleo como piloto.

El momento, febrero de 1930, no era el mejor para conseguir trabajo. La Gran Depresión atenazaba al país, y a Steven Stimpson le sobraban pilotos. La conversación habría terminado allí de no ser porque Church acababa también de cumplir el sueño de su padre graduándose como enfermera. Eso, dijo, podría ser útil a bordo de un avión de pasajeros.

El asunto al que Stimpson estaba dando vueltas en aquel momento era cómo democratizar su producto. Convertir el avión en un medio de transporte de masas popular y rentable dependía, en gran medida, de la seguridad, y, en menor medida, del confort.

Peligroso e incómodo

El transporte aéreo de pasajeros había empezado en Estados Unidos en 1914, pero el verdadero despegue se había dado en Europa tras la Gran Guerra. Deficitario, solo había sobrevivido por consideraciones chovinistas y en forma de compañías de bandera fuertemente subsidiadas. En EE. UU., por el contrario, lo que no era rentable rara vez sobrevivía, y llevar personas por el aire no lo era.

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La industria aeronáutica tampoco era demasiado potente –Boeing había tenido que volver al negocio de los muebles para subsistir al acabarse los grandes contratos de guerra–, y, aparte de unos pocos aviones postales, no había mucho aliciente para construir aviones civiles. Ni tan siquiera militares.

Réplica del primer avión de Boeing, fabricado en 1916.

Réplica del primer avión de Boeing, fabricado en 1916.

Dominio público

El problema radicaba en que el avión carecía aún de prestaciones para competir con el ferrocarril, y volar no era una actividad muy segura. En Europa el avión había quedado reducido a una experiencia de última moda para ricos ociosos, para quienes viajar era un placer.

Pero tanto Stimpson como la mayoría de sus colegas sospechaban que, con el país en pleno delirio aeronáutico tras proezas como las del aviador Charles Lindbergh, la sociedad norteamericana estaba preparada para dar el salto. Había un buen número de hombres de negocios para los que viajar era una necesidad y su tiempo oro, y estarían dispuestos a pagar por acortar distancias. El problema radicaba en cómo convencerles de que volar no era una manera ultramoderna de acabar muriendo estrellado en algún lugar de Kansas.

Los primeros aviones de pasajeros fueron bombarderos reciclados. Había muchos, estaban disponibles a buen precio a través de los excedentes militares y abundaban los soldados desmovilizados que sabían pilotarlos. Sus primeros pasajeros ocupaban el espacio antes reservado a las bombas, y generalmente debían compartirlo con las sacas de correo. El piloto, como los cocheros de antaño, guiaba la máquina desde una cabina separada sin comunicación con el pasaje.

Solo a finales de la década empezó a volar en EE. UU. una nueva generación de máquinas diseñadas para transportar pasajeros a distancias continentales. Sus nuevas cabinas de pasaje con pasillo central hacían que la experiencia del usuario fuese algo diferente a la de una bomba o una saca de correo, aunque los lujos a bordo no pasaran de un visillo individual, un colgador para el sombrero y un sillón de mimbre. Entonces el tren empleaba cuatro días en cruzar el país, cuando el avión, con escalas, apenas necesitaba 36 horas.

charles lindbergh

El aviador Charles Lindbergh

Otras Fuentes

El que ahora tripulación y pasaje pudieran comunicarse solo significaba que el copiloto o radioperador, si existía, doblaba como sobrecargo. Sus atenciones consistían en ofrecer café de termo y en contar batallitas para distraer a los viajeros de las incomodidades.

Cuestión de hombría

La idea del servicio a bordo ya estaba sobre la mesa. En 1928 la Pan Am había empezado a contratar camareros, todos hombres, para atender en vuelo al pasaje. En realidad, el camarero volador había surgido en Europa, donde la estrategia competitiva era el lujo, imprescindible para atraer a la clientela que podía permitirse los billetes.

Ya en la primera experiencia de transporte aéreo de pasajeros, la de los zepelines de la firma alemana DELAG en 1910, un ejército de camareros endomingados había servido aperitivos fríos y champán al selecto pasaje.

Ni el más numeroso ejército de camareros conseguiría aliviar las sacudidas, el frío, el ruido, los vómitos y la ansiedad del viajero

Pero Stimpson sabía que el avión no podía competir en lujo con otros medios de transporte. Sin cabina presurizada (no se introduciría hasta 1940), no había manera de ascender por encima de las turbulencias o las tormentas. El procedimiento normal al encontrarse con ellas era atravesarlas, no sobrevolarlas. O aterrizar en algún descampado y esperar a que amainase. Sin calefacción, ni aislamiento térmico ni acústico, la temperatura en la cabina de pasaje era la que se podía esperar a la altitud de crucero.

Ni el más numeroso ejército de camareros conseguiría aliviar las sacudidas, el frío, el ruido, los vómitos y la ansiedad del viajero. Lo que Stimpson buscaba, y Church ofrecía, eran cuidados. Propuso a la compañía convertirse en la primera en incorporar a bordo una persona dedicada al confort del pasajero. Sería, además, un profesional de la salud capacitado para velar por la seguridad (sugirió la ventaja de poder reanimar al piloto en caso de desvanecimiento) y aliviar las molestias, desde nervios hasta hipotermias, aún inherentes al vuelo.

Ellen Church, la primera azafata de la historia.

Ellen Church, la primera azafata de la historia.

Dominio público

La compañía respondió con un escueto no. Fue el turno de Stimpson para cambiar de enfoque. Esa persona sería exclusivamente femenina, y su presencia a bordo constituiría una baza enorme para popularizar el transporte aéreo. En un momento en que la prensa pregonaba ávida los logros de la aviadora Amelia Earhart y otras pioneras, las tripulantes femeninas atraerían publicidad, y su presencia atacaría la noción de que volar fuese peligroso.

La compañía aceptó poner la idea a prueba como reclamo publicitario durante tres meses. Fue un éxito. La prensa se mostró entusiasmada con las que bautizó como Sky Girls, “las chicas de los cielos”. La BAT prefirió el término mucho menos bombástico de stewardess, “azafata”, cuyas connotaciones evitaban cualquier posible conexión hospitalaria.

Género y número

En materia de ironías, la más sangrante para Ellen Church, que lo que anhelaba era pilotar, fue ver cómo cuatro años después Central Airlines contrataba, también como reclamo, a la primera piloto, Helen Richey. Su vuelo inicial fue un éxito de relaciones públicas, pero sus compañeros masculinos orquestaron una campaña para limitar su práctica profesional.

La piloto Helen Richey en una imagen de 1929

La piloto Helen Richey en una imagen de 1929

Dominio público

Tanto que Richey, una aviadora con varios récords en su haber y que durante la Segunda Guerra Mundial trasladaría bombarderos a través del Atlántico, acabó dejando el puesto antes de un año. Ninguna mujer volvería a sentarse a los mandos de un avión comercial hasta los años setenta.

Aunque su piloto no le dirigió la palabra hasta su cuarto vuelo, Church tuvo más suerte. Había logrado algo que ni Earhart ni ninguna otra pionera consiguieron realmente: hacer de la aviación un modo de ganarse la subsistencia. Cuando despegó en su primer servicio Oakland-Chicago el 15 de mayo de 1930, era la primera mujer que trabajaba en vuelo, pero también la primera mando intermedio del sector.

Como jefa de azafatas, Church reclutó personalmente a las Sky Girls. Todas eran enfermeras, lo que se convertiría en un requisito indispensable. El éxito comercial de la BAT fue lo que llevó a la competencia a adoptar ese modelo. La Pan Am sería la última de las grandes en hacerlo, en 1944.

Diez años antes de esto, Nelly Diener, volando para Swissair, se había convertido en la primera azafata europea. Y por entonces ya era una profesión consolidada que el público clasificaba como exclusivamente femenina (aunque entre un 5 y un 10% de los apenas mil trabajadores de cabina censados hasta 1945 en EE. UU. eran hombres), y estaba muy bien considerada.

Un glamur relativo

Imágenes populares aparte, había poco glamur a bordo. Como enfermeras, compartían las penurias del pasajero, y los únicos cuidados que podían administrar eran chicle contra los oídos taponados por la presión, bolsas para el mareo y tranquilizantes para la ansiedad. Más a menudo, el trabajo consistía en labores como recibir a los pasajeros, cargar maletas, limpiar la cabina al final del día y, a veces, incluso ayudar a repostar.

Seis días a la semana en un entorno laboral ruidoso que no destacaba por su seguridad. Solo en la United, compañía heredera de la BAT, 11 azafatas murieron entre 1930 y 1942 en accidentes aéreos. Así murió también en 1935 Nelly Diener.

Nelly Diene, la primera azafata europea, que falleció en un accidente aéreo.

Nelly Diener, la primera azafata europea, que falleció en un accidente aéreo en 1934.

Dominio público

Era una ocupación peligrosa, pero también excitante, y tenía sus ventajas. La paga era de hasta 150 dólares mensuales, dependiendo de la antigüedad. No era una fortuna –más o menos lo que ganaba una enfermera–, pero superaba con creces el sueldo de una mecanógrafa o dependienta. Además, las azafatas ocupaban una posición de autoridad en la cabina.

Church y Stimpson habían contado con que el trabajo de hospital ya las había preparado para tratar con hombres de distintas condiciones, imponiéndose a ellos de forma amable, pero firme, de ser necesario. La BAT contribuyó a reforzar su posición a bordo al adoptar dos medidas que consideró como una mera prolongación de su imagen de marca: darles un uniforme y prohibirles aceptar propinas.

No era un trabajo para cualquiera. Desde el primer momento, una serie de condiciones de entrada definieron y moldearon la profesión. Church insistió en la titulación de enfermera, pero la BAT añadió sus propios requisitos. Los aspirantes, pues se aplicaban por igual a ambos sexos, debían ser solteros, menores de 25 años, con un peso máximo de 52 kilos y un límite de estatura que, al contrario de lo que ocurriría después, era máximo.

No se trataba de castings de belleza, que no se volverían sistemáticos en algunas aerolíneas hasta la posguerra, sino de tecnología aún limitada. Cada kilo contaba a la hora de remontar el vuelo, incluso los pasajeros tenían que pesarse con su equipaje antes de embarcar.

Durante décadas, la media de permanencia de una azafata en el empleo no pasó de dos años

Edad y soltería eran cuestiones diferentes. Al principio se aplicaron de forma flexible –Church excedía la edad, por ejemplo–, entre otras cosas porque faltaban candidatas en una profesión en expansión. El título de enfermería, que era su razón de ser, limitaba mucho el número de aspirantes. Pero cuando las empresas comprendieron las ventajas de una mano de obra dócil, que no permaneciese el tiempo suficiente para articular sus reivindicaciones laborales, se pasó a aplicarlas a rajatabla.

Usando sin reparos todo el peso de los roles de género, consiguieron que durante décadas la media de permanencia de una azafata en el empleo no pasase de dos años. Ser azafata era solo algo emocionante que una jovencita podía hacer para ver mundo y para sacarse algún dinerillo antes de dedicarse a lo realmente importante: casarse.

Al fondo, azafata en un vuelo de la Northwest Airlines, c. 1965

Al fondo, azafata en un vuelo de la Northwest Airlines, c. 1965

University of Washington Libraries

La Segunda Guerra Mundial sirvió a las compañías la oportunidad en bandeja. Con una guerra en marcha, parecía poco patriótico alejar a las enfermeras de sus tareas propias. De todos modos, las aerolíneas no podían competir con los salarios de los hospitales militares ni satisfacer el ansia de aventura de las más inquietas (Church volvería a volar como enfermera en aviones ambulancia del Ejército). Decidieron, pues, retirar la obligatoriedad del título de enfermería.

Una vez eliminada, nadie vio la necesidad de reinstaurarla. Era más barato sustituirla por una simple formación en primeros auxilios, ahora que los aviones eran por fin cómodos y mucho más seguros. Así se prescindía de una mano de obra cualificada con bien remuneradas alternativas en tierra. El movimiento sindical de los tripulantes de cabina en EE. UU., notablemente beligerante y exitoso, tendría que batallar duramente por invertir la precarización basada en el estado civil y la edad.

Origen: Las azafatas y el techo de cristal en el cielo

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