Las cartas más íntimas y vergonzosas de los soldados nazis desde el frente: «Esposa, he ido al burdel»
Misivas enviadas antes de Navidad, mensajes en los que se desvelaba su devoción por Hitler… Repasamos las más llamativas de la Segunda Guerra Mundial
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«Mi amor, por magnífica que sea la naturaleza que nos rodea, no sentiré una felicidad verdadera hasta que no esté con vosotros. Me duele enormemente no estar a tu lado o que mi pequeño Albert eche de menos a su papá. Os doy un beso enorme». Aunque no lo parezca a primera vista, estas líneas se corresponden con un extracto de uno de los cientos de miles de cartas que, durante la Segunda Guerra Mundial, enviaron otros tantos soldados de la ‘Wehrmacht‘ a sus mujeres, amantes, hijos y amigos desde el frente de batalla.
Las misivas muestran por lo tanto el lado más humano de estos combatientes y dejan claro que eran algo más que un mero uniforme ataviado con una esvástica.
Al frente por Navidad
Una de las epístolas más impactantes es la enviada por un tal Hugo D. (soldado de la 16ª División de Infantería) a su hija desde la frontera entre Alemania y Francia. Por aquel entonces acababa de pasar el día de Navidad, y quizás eso despertó la melancolía en este combatiente:
«Ya pasó la Navidad. ¿Qué tal fue en Fráncfort, lejos de mí? ¿Te divertiste? Yo solo puedo decir que fue maravilloso. […] Sin embargo, seguimos separados. Amada mía, llegará el día en que volvamos a vernos, en que te tome de las manos, te diga que he vuelto y te prometa que nunca más me alejaré de ti, que la paz ha llegado y que podemos, al fin, ser felices».
En esta época, no obstante, Adolf Hitler acababa de iniciar una de las contiendas más grandes de la historia usando como arma el odio a los judíos latente en Alemania. Era, además, un gran orador que se había hecho famoso en base a sus grandilocuentes discursos y que, en definitiva, despertaba admiración entre sus ciudadanos y sus hombres. Por ello, no es raro que Hugo le dedicase una de sus últimas frases a él y a su causa:
«Amor mío, estarás de acuerdo conmigo en que solo tendremos derecho a hablar de paz cuando hayamos vencido. […] Y por eso debemos concentrar todos nuestros esfuerzos en la victoria. Cuanto más firme sea nuestra voluntad de ganar, más nuestra será victoria. […] Y cuando regrese a casa, nunca más volveré a separarme de ti».
Amigos y madres
Además de contar con millones de combatientes jóvenes y carentes de formación, la ‘Wehrmacht’ también sumaba entre sus filas miles de hombres con conocimientos avanzados en literatura y arte. Personas con estudios que, a pesar de todo, decidieron combatir en nombre de Alemania. Uno de ellos era el cabo Hans A., destinado en la unidad de transmisiones dependiente del 6º Ejército. En sus cartas, la mayoría dirigidas a su amigo de la infancia, este soldado no sólo explicaba cuánto echaba de menos su hogar, sino que también se dedicaba a mantener acalorados debates sobre multitud de temas culturales.
«Querido Eugen […] Estoy a tu lado, detrás de cada imagen que ves, ya sea un cuadro o la naturaleza. […] Aquí se ve por todas partes, incluso en las bibliotecas en las que se encuentra a Claudel y Racine, una “literatura de milagros” de Bélgica, Francia, España e Italia. […] Ayer, en mi cuartel, comprendí el significado de la expresión “encapricharse de algo”: soberbios retratos, sutiles pasteles, grabados magníficos dibujados por Watteau y magníficamente ejecutados y coloreados, un antiguo panel de Siena en dorado, amarillo, rojo, veneciano y castaño… Ante aquello, no podía sino estremecerme de alegría».
Cerca de Hans, en Francia, Kurt M., un soldado de 26 años destinado en la 68ª División de Infantería como enfermero, también escribía una carta. Sin embargo, la dirigía a su madre, residente en una casa cerca del mar del Norte. En ella, dejaba claro el respeto que sentía por su líder:
«¡Sí. Adolf sabía bien lo que hacía! […] Adolf Hitler es alguien único. Para nosotros, es una verdadera suerte que ningún otro país tenga otro como él ¿Qué te pareció su discurso? Nosotros nos quedamos sin palabras. […] En los próximos días todo volverá a comenzar. Lo único que me da pena es la población inocente, pero esta vez no habrá clemencia».
Hijas y novias
No era el único que pensaba de este modo. Así lo demuestra también Kurt S., un combatiente de 34 años casado y padre de familia que, en una carta a sus hijas, demostró su respeto por el líder y sus métodos: «¡Qué suerte tener a nuestro ‘ Führer‘! […] Hoy hemos pasado por la ciudad. Nuestra aviación redujo calles enteras a cenizas […] Los judíos se hacinan en un barrio rodeado de alambres de púas […] y cada día nos tren entre 800 y 1.000 rusos al campo, de los que mueren entre 50 y 60 diariamente», determina en la misiva. Este texto, curiosamente, aparece después de que su autor demuestre a sus hijas el amor que les profesa y las ganas que tiene de regresar a casa: «Mi querida y buena Hanni, mi Liselotte adorada, papá os escribe desde el país enemigo».
Algunos como Heinz R. (del 93º Regimiento de Infantería) eludieron hablar de Adolf Hitler en sus casas y se limitaron a contar lo acaecido en su día a día y demostrar su amor a su amada:
«Mi querida Úrsula. Acabo de resolver los asuntos de mi servicio (más mal que bien) y corro a darte noticias. […] Voy a necesitar mucho tiempo para olvidar la vida militar […] Siento de verdad que no puedas venir a verme. En las circunstancias acetales, es prácticamente imposible. […] Supongo que habrás participado en algún curso de corte y confección y, sobre todo, que estarás practicando el piano a fondo. Debes encontrar algún tiempo libre para ti fuera de las tareas domésticas. […] ¡Cuánto he deseado en estos últimos días que acabe la guerra! Cuídate mucho, amada mía, con todo mi cariño».
Además de amor y alabanzas a Hitler, otras misivas contaban historias llamativas. Una de ellas es la que envió en 1940 Erich B. a su amada. En ella, el militar deja claro que la chica (de la que se desconoce su edad y a la que llama cariñosamente ‘ratoncita’), le ha pedido en un texto anterior que acuda al burdel para liberar tensiones. Él, obediente, responde explicando que ha entrado en uno, pero que sólo ha acudido a disfrutar del espectáculo por un problema de higiene de las prostitutas.
«Ya he ido de buena gana para mirar, pero hay un problema, cuando acudimos a un burdel –y ya te puedes imaginar que es algo que los soldados hacen con frecuencia-, los enfermeros nos ponen antes y después una inyección contra las enfermedades de transmisión sexual. A ellos les da completamente igual si vamos a ver a una mujer o no. Pase lo que pase, nos ponen la inyección. A mi esta tarea me resultaría indiferente si después no tuvieran que andar pinchándome en la cosa dos veces. Así como ves no iré nunca, pese a tus consejos».
En la estepa
El paso de los años trajo consigo el inicio de la conocida como ‘ Operación Barbarroja‘. Iniciada en junio de 1941, consistió en un plan ideado por Hitler para conquistar la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (con las que había firmado un pacto de no agresión meses antes) y llegar hasta el Cáucaso, donde aguardaban los tan codiciados pozos de petróleo rusos. Esta operación fue el principio del fin para los alemanes, que, meses después, se vieron superados por sus enemigos en Stalingrado y no tuvieron más remedio que comenzar su retirada (la cual, por cierto, se hizo a toda prisa a sabiendas de que los hombres de Stalin les guardaban gran rencor por la ingente cantidad de muertes que habían provocado).
En ese contexto, en mayo de 1942 escribió una carta a su hermana Heinz S. En ella hace referencia no sólo a la estepa rusa, sino también a las masacres que había realizado la ‘Wehrmacht’ en territorio soviético:
«Hay que vencer. Si no, las cosas se pondrán mal para nosotros. La venganza de los canallas judíos del extranjero caerá de un modo atroz sobre nuestro pueblo porque, para dar al fin reposo y paz al mundo, aquí se ha ejecutado a centenares de miles de judíos. Cerca de nuestra ciudad hay dos fosas comunes. En una están enterrados 20.000 judíos. En la otra, 40.000 rusos. Podríamos sentirnos afectados, pero cuando pensamos en la gran idea que nos impulsa, nos damos cuenta de que todo esto ha sido necesario».
Aquellas masacres sin lógica, además de las malas condiciones que se vivían en Monte Casssino (Italia) fueron las que llevaron a Hans St. a enviar una carta a sus seres queridos señalando que había perdido toda su ilusión. La situación no debió mejorar, pues en 1944 desertó y se entregó a una unidad aliada.
«Tengo piojos, colitis y estoy de mal humor ¡Esto es asqueroso! Llevamos semanas sin comer nada caliente. Toda la comida nos llega fría. También llevamos semanas sin lavarnos ni afeitarnos. De ahí los piojos. Y llevamos semanas sin recibir cartas. […] Y la probabilidad de que las granadas me destrocen es mayor que la de volver a ver Peenemünde. De ahí mi humor de perros».
Esa desesperación es similar a la que debió sentir, en 1945 (cuando estaba acabando la guerra) Gottfried F. Así lo demostró en una carta que hizo llegar a su hermana desde el frente oriental (no se especifica dónde) después de haber conocido la triste noticia de que sus dos padres habían fallecido.
«Mientras te escribo esta carta, querida hermana, estoy que me muero de ganas de preguntarte cómo está mi niño o qué hace mamá. Lo único que ha conocido en su vida es el trabajo y las preocupaciones y, a cambio de eso, ha tenido que morir en algún lugar, seguramente en unas circunstancias terribles. O quiero hablarte de papá, que nunca llegó ni a imaginarse que la guerra adoptaría esta forma. Espero que, cuando aquel vehículo blindado ruso le aplastó, su muerte no fuera demasiado dolorosa».