Las confesiones secretas del soldado alemán que escapó de la barbarie nazi en la Segunda Guerra Mundial
Se publica ahora «Corazón solitario», que recoge los cuadros Hans Horn creó durante su senectud en Dinamarca, que sirven como hilo conductor de un relato que destruye la imagen del ejército de Hitler que se ha enarbolado hasta ahora
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Las decenas de óleos que Hans Horn pintó en la última parte de su vida muestran escenas trágicas: soldados mutilados, presos judíos apaleados, bombardeos… Los colores denotan violencia e inquietud. No es para menos, pues dar forma a aquellas figuras fue la terapia que utilizó para paliar el dolor que le había provocado la Segunda Guerra Mundial. En este sentido, atesoraron una función similar a la que había tenido la música durante los años en los que fue obligado a combatir contra su voluntad en las filas del ejército de Adolf Hitler: lograr que se evadiera del infierno que se desataba a su alrededor. Le sirvió, aunque jamás pudo contar de viva voz sus experiencias; prefirió escribir estas en dos largos manuscritos que permanecieron escondidos hasta que llegaron al periodista e historiador Tom Buk-Swienty.
El resultado es el imaginable: una nueva obra («Corazón solitario», Ediciones del viento) en la que los cuadros que creó durante su senectud en Dinamarca sirven como hilo conductor de un relato (sus memorias) que destruyen la imagen del ejército nazi que se ha enarbolado hasta ahora.
Duros inicios
La vida comenzó como un camino empedrado para Hans Detlef Horn. Nació el 29 de julio de 1921 en la ciudad de Kiel, al norte de Alemania. De su padre aprendió orden y, de su madre, el amor por la música. O casi la obligación de tenerlo. Maggi se empecinó en que tocara algún instrumento. Al final se decidieron por el contrabajo porque, para ella, era «muy viril». Para cuando comenzó sus ensayos, Hitler ya había ascendido al poder y nuestro artista, de familia pobre y contraria al nazismo, se vio arrastrado a las Juventudes Hitlerianas. No niega que, entonces, le atraían debido a su aire marcial, aunque pronto pasó de la admiración a la repulsa: «Aprendíamos a actuar como uno solo y a no especular sobre las órdenes. Decían que lo de pensar debíamos dejárselo a los caballos».
Horn intentó huir de la asfixia que le provocaba la Alemania nazi con una serie de viajes al extranjero. Fue aquello de la pescadilla y la cola: según se empapaba de lo que sucedía en el resto de Europa, renegaba más del Reich. Pero nunca plantó cara por temor. «Era un cobarde», repite en sus memorias. En 1939 no se presentó voluntario, como sí hicieron otros compañeros, para ir a la guerra. Tenía miedo; el mismo que le habían transmitido sus padres, y prefería refugiarse en la filosofía y la música. Así lo hizo hasta que le llegó la citación del estado para el Servicio de Trabajo («Reichsarbeitsdienst») en 1940. Allí empezaron a moldearlos para el combate. «Fuimos reducidos a animales con ropa. El propósito era someternos y desterrar los pensamientos independientes».
Miedo, muerte y Rusia
A pesar de ello continuó con sus estudios de música bajo la tutela de profesores de baja estofa. No por falta de liquidez para sufragar mejores clases, sino porque los artistas punteros habían huido del país. En Alemania, la cultura quedó relegada. Todo estaba prohibido, desde algunas sonatas hasta libros considerados impuros. Horn conocía y utilizaba ese material, pues en el mundo del arte dejaba la cobardía a un lado. Durante meses se aferró a aquello, pero, el 4 de febrero de 1941, recibió la orden de unirse a la «Wehrmacht». Allí comenzó su mayor pesadilla. Tras un entrenamiento destinado a «la completa negación del individuo» fue trasladado a Dinamarca, donde se ofreció a ser tambor para evitar empuñar un fusil. Pero la tranquilidad no duró mucho, ya que pronto le enviaron al temible frente ruso.
Allí vio como los hombres se mataban entre ellos a pesar de que muchos soldados rusos tenían sus mismos anhelos y miedos. Aunque lo que más le asombró fueron las tropelías perpetradas por los miembros de las SS contra judíos y soviéticos. La primera vez que vio un tren cargado de reos fue en su avance hacia la estepa: «Cuando nos acercamos, extendieron sus sucias manos y nos suplicaron. Al instante, las SS hicieron restallar sus látigos y los golpearon y golpearon». El verdadero golpe moral lo obtuvo años después, cuando se topó con un ferrocarril que se dirigía a un campo de concentración: «Oí sonidos sordos de cuerpos que, arrojados desde los vagones, aterrizaban en el suelo. Los montones iban creciendo. Todos llevaban trajes a rayas. Eran puro esqueleto y sus ojos casi solo una cavidad. Nada podía disculpar los crímenes allí cometidos».
También observó que los soldados no eran más que peones en el juego de ajedrez del Reich. Su obra demuestra que ellos mismos lo sabían y renegaban del amado líder. «Ninguno murió con las palabras “Alemania” o “Führer” en la boca. Solo decían “mamá”». Tras regresar a casa herido, en 1942 huyó del frente de una forma caballeresca: haciéndose médico. «Al 95% de mis 120 compañeros les pasaba lo mismo». Meses de estudio después fue destinado a diferentes frentes alejados de Rusia. Así pasaron los años hasta que, en mayo de 1945, recibió la noticia del suicidio de Hitler. Eso le llevó a vivir su última aventura. Trató de escapar con algunos de sus compañeros en una ambulancia que fue detenida por partisanos. Estos, por un milagro que no desvelaremos, abandonaron sus ansias de venganza y les dejaron vivir. El resto es historia: se marchó con su mujer a Dinamarca, se nacionalizó y empezó a dibujar como terapia.