Las conmovedoras cartas perdidas de las víctimas de la Guerra Civil: «Les pido que no lloren mi muerte» – Archivo ABC
Nunca llegaron a su destino. Estuvieron décadas perdidas en mercadillos o archivos personales y esconden las historias más trágicas e insólitas del conflicto, protagonizadas por republicanos, franquistas y hasta mercenarios
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A lo largo de la Guerra Civil, muchas cartas escritas por los presos de ambos bandos a sus familias jamás llegaron a su destino. Un buen ejemplo se lo contamos hace un año con las dos manuscritas que se encontraban guardadas y olvidadas, desde 1937, en un pequeño cajón del Archivo Militar del Ejército del Aire en Villaviciosa de Odón. Fueron halladas de manera fortuita, ocho décadas después, en medio de una pila de antiguos informes de consejos de guerra contra pilotos republicanos apresados en la contienda por el investigador Pedro Corral. La primera comenzaba así:
«Mi amada querida: por fin tengo la oportunidad de escribirte. Lo he intentado varias veces, pero no me lo han consentido hasta hoy.
Dios mío, ojalá sepas ahora dónde me encuentro y que estoy vivo. Me he agarrado a cada oportunidad para mandarte estas palabras, pero no sé si has llegado a saber de mí. En la noche del 12 de julio, el capitán en cuyas manos caí prisionero me dio permiso para redactarlas y me dijo que las echaría por correo al día siguiente por la mañana. Es decir, el día 13».
Estaban firmadas por Harold E. Dahl, un piloto militar estadounidense procedente de Sidney –un pequeño pueblo a 250 kilómetros de Nueva York– que se había alistado como mercenario de la aviación republicana a finales de 1936. Tenía 27 años y muy pocas esperanzas de cumplir más, pues se encontraba en la Prisión Provincial de Salamanca a la espera de un juicio en el que, finalmente, fue condenado a muerte. «Estoy hundido por el giro que han dado las cosas para nosotros», lamentaba en la segunda misiva, fechada cuatro días después.
La destinataria era Edith Rogers, una cantante de vodevil con la que se había casado pocos días antes de volar hasta Valencia para recibir la instrucción necesaria y comenzar a combatir. No se imaginaban ninguno de los dos la horrible sorpresa que les tenía guardada esa aventuda y que, a raíz de ella, iba a protagonizar la gran historia de amor de la Guerra Civil. Un romance que fue recogido por los principales periódicos del mundo, que tuvo una enorme repercusión en Europa y Estados Unidos, que puso en apuros al mismo Franco y que, incluso, cautivó al famoso director de cine Billy Wilder como para escribir el guion de una de las películas más famosas de Hollywood en aquella época: ‘Adelante mi amor’ (1940).
El milagro
Otro ejemplo es la que el coleccionista Luis Posadas Lubeiro encontró de casualidad, en 2014, entre un montón de papeles viejos en uno de los puestos del rastro de Valladolid. Era una tarjeta postal con una corona republicana impresa que le llamó la atención. Al verla, descubrió que había sido escrita desde la Cárcel Nueva de Valladolid, una ciudad alejada de los frentes y en la que no se produjeron graves enfrentamientos internos, pero en la que la represión franquista fue muy dura.
En la misiva no se reflejaba nada de esto. Con una caligrafía elegante y una redacción exquisita, un preso republicano llamado Tomás Gallego comunicaba a su familia el horario de visitas, pedía un reloj y se despedía con cariño. Cuando Posadas la publicó años después en el libro ‘Valladolid: recuerdos e infancias’, junto a 139 fotografías de su archivo personal, una mujer llamó a su imprenta, sorprendida, de que una postal manuscrita de su abuelo apareciera en la obra. Su familia nunca la recibió y este había muerto en la guerra.
El autor se citó entonces con las dos nietas, la bisnieta y la tataranieta de Tomás Gallego para entregarles la misiva que tenía que haber llegado a su destino 81 años antes. Según le contaron, trabajaba como herrero para la compañía Caminos del Hierro del Norte de España y pertenecía a la CNT, lo que motivó la denuncia de uno de sus vecinos. A raíz de ello fue condenado a muerte y fusilado el 13 de marzo de 1937 en la cascajera de San Isidro de Valladolid. Un conocido avisó a la familia tres días antes de su ejecución, pero no pudieron hacer nada para impedirlo, salvo que su esposa encargara la construcción de un ataúd para su marido.
El milagro
El último ejemplo es más duro, porque el soldado que la escribió sabía que no le quedaban más que unos días de vida. Así comenzaba su carta, encontrada en el archivo de ABC sin publicar: «Querida madre y hermanos: de llegar a sus manos estas líneas es que ya habré pasado a mejor vida, de manera que no hay motivo para lamentar mi suerte». En ella no se hace la más mínima mención a ninguna cuestión política o bélica, tan solo palabras de agradecimiento a las personas que le ayudaron durante su cautiverio y de despedida a sus seres queridos.
«Los que sirven al de Arriba (sic) nada deben tener. Solo les aconsejo que pidan por mí y luego tan contentos, que algún día nos veremos», asegura. Los únicos datos que aparecen son las iniciales del firmante, aunque cortadas en la parte superior (‘E.H.G.’ o ‘E.A.G.’); el lugar desde donde está escrita la misiva, cárcel de Lorca; la profesión a la que se dedicaba hasta el comienzo de la guerra, maestro de escuela; la fecha, 4 de noviembre de 1936, y el día en que llegó a la prisión: «Aquí nos trajeron el 1 de agosto y en estos meses no han faltado muchas almas. Por lo tanto, no se ha pasado mal».
En ningún momento se especifica si llegó a empuñar un arma antes de ser detenido o si pertenecía al bando republicano o al franquista. Debemos suponer que fue acusado de pertenecer a este último, puesto que, desde que comenzó la guerra el 18 de julio de 1936 y hasta finales de marzo de 1939, Lorca estuvo en zona republicana, resistiendo las embestidas del bando nacional hasta poco antes de que Franco entrara en Madrid y Barcelona. Fue uno de los últimos reductos españoles en caer.
Despedida y agradecimiento
En todo momento deja entrever que ha perdido toda esperanza de salir vivo, como demuestra al final de este párrafo que se apoya en sus creencias religiosas: «Cómo no podía comunicarme con ustedes, he escrito varias veces a Helena, que sin duda les habrá dado noticias mías. Por las circunstancias no puedo ser más claro ni extenderme más, solo que no olviden cuantas cosas les tengo dichas en mis cartas. Como ven, esto que les escribo es del 4 del 11 [de 1936], pero no puedo darles más detalles, como pueden figurarse. Ánimo, que lo de esta tierra nada vale y lo que importa es ir donde ya sabemos».
El condenado no deja de recordar a sus seres queridos que, a pesar de encontrarse encerrado, ha contado con la generosa ayuda de terceros: «La familia que nos ha atendido se merece cualquier cosa, pues a pesar de las muchas dificultades, no han dejado de proporcionarnos cuanto hemos necesitado […]. Nos ha cuidado tan bien a los cinco maestros de la escuela durante tres meses que, difícilmente, lo habría hecho con más esmero mi madre. El jefe de la familia se llama Andrés Hernández y vive en [la calle] Matadero Viejo, 22, en Lorca».
Al final, el autor vuelve a pedir a su familia que no se preocupe cuando muera, porque el cielo le espera: «Les repito que no lloren mi muerte, pues no hay ningún motivo para ello. He supuesto siempre que los tres sobrinos que hicieron el servicio hayan sido llamados a filas y que, tal vez, alguno haya ido ya al otro mundo. Si no es así, me alegro muchísimo. La otra cosa que tengo que decirles, es que sirva este abrazo como el que muy en breve nos daremos todos en las mansiones eternas».