Las crueles prácticas caníbales de los aztecas que aterraban a Hernán Cortés
Entre 15.000 y 250.000. Las cifras varían (muchísimo) atendiendo a las fuentes que se elijan, pero todas convergen en la misma conclusión: la ingente cantidad de sacrificios humanos que perpetraban anualmente los sacerdotes mexicasantes de la llegada de los españoles alNuevo Mundo. Y si los números del llamado «Holocausto azteca» causan tanta controversia, no parece extraño que suceda algo similar con la cantidad de cadáveres que –tras cada uno de los mencionados rituales- eran desmembrados, cocinados e ingeridos por este pueblo. De hecho, algunos historiadores han llegado incluso a negar que se produjera tal antropofagia. Sin embargo, los escritos de aquellos que acompañaron a Hernán Cortés (1485-1547) en sus conquistas corroboraron la triste verdad.
Y es que, los españoles que atravesaron el Atlántico dejaron constancia de las prácticas caníbales con las que se toparon en el mismo instante en el que desembarcaron en Tabasco allá por 1519. Desde Bernal Díaz del Castillo (1492-1584), hasta el franciscano Bernardino de Sahagún (1499-1590). Todos ellos pusieron sobre blanco el viaje que hacía el cuerpo de una víctima desde que era sacrificada en el altar, hasta que era devorada por los aztecas. «Después de que los hubieran muerto y sacado los corazones, llevábanlos pasito, rodando por las gradas abajo; llegados abajo cortábanles las cabezas y espetábanlas en un palo y los cuerpos llevábanlos a las casas que llamaban Calpul donde los repartían para comer», explicaba el segundo.
¿Por qué?
Más allá de la tesis que niega el canibalismo azteca (aceptado por la mayoría de los expertos), lo que enfrenta a los estudiosos a día de hoy es la causa que llevó a un pueblo como el mexica a practicar la antropofagia. En su documentado dossier «El canibalismo azteca: relectura y desdoblamientos», el antropólogo riojano Óscar Calavia Sánchez es partidario de que esta controversia se inició en 1977.
No le falta razón, pues ese fue el año en que su colega Michael Harner hizo pública una investigación en la que afirmaba que la civilización precolombina comía carne humana para paliar la falta de animales en la región. En la misma señalaba que los aztecas interpretaban la guerra como una forma de «caza organizada» para conseguir alimentos.
El experto no se detenía en este punto, sino que, siempre según sus palabras. esta práctica se vio favorecida debido a que en el Nuevo Mundo era imposible domesticar animales para su posterior ingesta, algo que sí sucedió en la vieja Europa y que permitió a los occidentales abandonar el canibalismo y empezar a verlo como un tabú.
Finalmente, Harris afirmó también en su libro «Bueno para comer» que el canibalismo era utilizado como una recompensa para alentar a los guerreros a pelear. Un manjar que solo se podía obtener combatiendo y que, por tanto, obligaba a quien quería degustarlo a enfrentarse al enemigo.
Como era de esperar, la investigación causó gran controversia, fue criticada por el mundo académico y –a día de hoy- continúa siendo atacada por expertos como Manuel Moros Peña. Este desmonta a Harris señalando en su principal obra («Historia natural del canibalismo. Un sorprendente recorrido por la antropofagia desde la antigüedad hasta nuestros días») la ingente cantidad de animales que tenían los aztecas a su disposición en el amplio territorio mexica.
«Aunque es cierto que no poseían rumiantes ni ganado porcino y sus principales animales domésticos eran el pavo y el perro, los aztecas cazaban y consumían gran variedad de especies animales salvajes», destaca Moros en su libro. Entre las mismas, enumera algunas como el ciervo, el tapir, el jabalí, la zarigüeya, el armadillo, el conejo y otras tantas más. ¿Por qué no alimentarse de ellas? Se pregunta el autor.
Moros también afirma en su libro que sería absurdo utilizar la carne de un hombre adulto como fuente principal de proteínas para una tribu, pues ofrecía alimento para apenas 215 personas. «Obviamente esta cantidad era algo inútil para los 250.000 habitantes de Tenochtitlán [la capital del imperio azteca] y muchísimo más para los 2.000.000 de habitantes del Valle de México. Máxime teniendo en cuenta que solo se devoraban brazos y piernas», explica en la mencionada obra.
Otro tanto opina Calavia, quien critica también a Harner al señalar que, en las mismas fuentes en las que se basó, se explica cómo los aztecas dejaban decenas de cadáveres descomponiéndose en los campos de batalla. Algo absurdo si lo que pretendían era no desperdiciar proteínas.
Otras teorías
También se ha posicionado en contra de Harner el demógrafo Sherburne Cook, quien considera en sus libros que el canibalismo tenía la finalidad real de evitar que la población mexica se disparase. Este experto llegó a cifrar en un 25% la cantidad de personas que eran ingeridas por sus semejantes. Un número que, según afirma, habría engrosado en demasía una civilización escasa de alimentos.
Sin embargo, Moros carga también contra él en su obra: «Para controlar el crecimiento demográfico, lo ideal es sacrificar doncellas y, sin embargo, la mayor parte de los prisioneros [ajusticiados] eran hombres». Según sus palabras, tampoco es demasiado lógico que –si únicamente se les asesinaba para controlar el crecimiento demográfico- se les mantuviera con vida varias jornadas antes de acabar con ellos.
Por otro lado, Fray Diego Durán (1537-1588) señala en «Historia de las Indias de Nueva España y islas de tierra firme» que los sacerdotes mexicas creían que, mediante sus rituales, convertían a la víctima en un dios reencarnado. No solo eso, sino que consideraban que todo aquel que ingiriera aquella carne después de llevar a cabo sus oraciones se vería imbuido de un poder celestial. «La tenían verdaderamente por carne consagrada y bendita, y la comían con tanta reverencia y con tantas ceremonias y melindres como si fuera alguna cosa celestial», añade.
Las últimas opciones, explicadas también por Moros, son las más aceptadas a día de hoy. La primera de ellas es la que señala que la antropofagia se llevaba a cabo como una forma de venerar a las deidades: «Los dioses obraban para el bien o para el mal. Por ello, era necesario hacerles ofrendas que no provocaran su ira». La segunda es la posibilidad de que el canibalismo fuera una forma de rendir pleitesía a los dioses para poder tener más hijos: «Contemplado desde el punto de vista mágico-religioso que presidía la vida de los aztecas, sus sacrificios humanos y su canibalismo pueden considerarse ritos de fertilidad muy elaborados basados en los principios de la magia simpatética».
Primeros encuentros
La aventura caníbal de Cortés tiene su origen en 1518, año en que el gobernador de Cuba, Diego Velázquez, puso a este conquistador (entonces un mero terrateniente local) al mando de una armada de 11 navíos y 600 hombres.
Dejando a un lado las diferencias entre ambos (las cuales provocaron varios enfrentamientos posteriores en el Nuevo Mundo), Cortés partió hacia México con el objetivo de hacer valer las creencias de Su Majestad Carlos I. «El día 10 de febrero del año 1519 salió Hernán Cortes de la Habana con 11 buques. […] Dirijiéronse a la isla de Cozumel, donde llegaron felizmente: desembarcaron, y Cortés pasó revista general de sus fuerzas», explica Gil Gelpi y Ferro en su obra «Estudio sobre la América». Posteriormente, y tras varias idas y venidas a lo largo de la costa, la expedición arribó a Tabasco (al sur del país).
Fue en esta zona donde, según explica el propio Michael Harner en su artículo «Bases ecológicas del sacrificio azteca», los españoles tuvieron su primer contacto con el canibalismo local. Todo ello, después de haber vencido varias veces a los nativos.
El conquistador Andrés de Tapia (1498-1561) así lo confirma en su obra «La conquista de Tenochtitlán»: «[Los nuestros] hallaron alguna gente con quien pelearon, e trajeron ciertos indios; e llegados al real dijeron cómo ellos se andaban juntando para nos dar batalla e pelear a todo su poder para nos matar e comernos». Parece que al español le llamó la atención esta amenaza, pues en las siguientes líneas de su escrito vuelve a hacer referencia a ella: «Alguna gente que andaba de guerra entre unas acequias e rías decien a los nuestros que dende a tres días sería junta toda la tierra e nos comieren».
Fue un lúgubre preludio de la verdad que les esperaba al adentrarse más en el Imperio azteca. Después de varios combates, Cortés reembarcó con sus hombres y se dirigió hacia el norte bordeando la costa. Recorridos unas decenas de kilómetros, volvió a tierra y fundó la ciudad de Veracruz (llamada así, según Francisco López de Gómara, debido a que entraron en la región el «viernes de la Cruz»). Desde allí envió a uno de sus lugartenientes, Pedro de Alvarado (1485,1541), a reconocer el terreno.
Este conquistador fue el siguiente en darse de bruces con el canibalismo azteca. Al menos, así lo confirma Bernal Díaz del Castillo en sus escritos. Concretamente, el cronista dejó patente que en todos los pueblos que tomaban los españoles había «cues» (pequeños templetes con forma de pirámide) repletos de cadáveres a los que se les había arrancado el corazón como ofrenda.
«Dijo el Pedro de Alvarado que habían hallado en todos los más de aquellos cuerpos muertos sin brazos y piernas e que dijeron otros indios que los habían llevado para comer, de lo cual nuestros soldados se admiraron mucho», añade el clérigo. En otra expedición (la que fue enviada a Cempoala), el explorador también señaló que «cortábanles los pies y los brazos y las piernas y los comían».
Otro tanto ocurrió en el verano de 1519 cuando Cortés llegó a Tlaxcala, uno de los pueblos que se resistía a rendir pleitesía a los mexicas y a su emperador, Moctezuma. Tras arribar la región, Bernal Díaz del Castillo no pudo evitar sorprenderse al ver no solo que era habitual el canibalismo, sino que encerraban en jaulas de madera a aquellos que iban a ser sacrificados y se les cebaba «hasta que estuviesen gordos para sacrificar y comer». El extremeño intentó convencer, a partir de entonces, a los nativos de que abandonasen aquella horrible práctica, pero fue totalmente inútil. Y es que, como explica el cronista, «en volviendo la cabeza hacían las mismas crueldades» una y otra vez.
Barbarie en la capital
Tras hacerse con el apoyo de esta tribu y continuar su avance, el 8 de noviembre de 1519 Hernán Cortés llamó a las puertas de Tenochtitlán, donde Moctezuma le recibió con los brazos abiertos creyendo que el español era la personificación de una de sus deidades.
«En vuestra casa estáis; comed, descansad y habed placer», señaló el emperador a los conquistadores (según recoge Francisco López de Gómara en «Historia de la conquista de México»). Posteriormente, incluso les desveló que todos los nativos sentían pavor de ellos: «Los míos tenían grandísimo miedo de veros; porque espantabais a la gente con esas vuestras barbas fieras, traíais unos animales que tragaban a los hombres y, como veníais del cielo, abajábais de allá rayos».
Sin embargo, Bernal Díaz del Castillo pronto averiguó que las costumbres de los aztecas eran mucho más terroríficas que las españolas. De hecho, se percató de ello durante una de las cenas de decenas de platos que le ofrecían a Moctezuma cada noche. Así lo dejó escrito es su obra: «Oí decir que [le] solían guisar carnes de muchachos de poca edad; y que como tenían tanta diversidad de guisados y de tantas cosas no lo echábamos de ver; porque cuotidianamente le guisaban gallinas y gallos de papada, faisanes, perdices, pajaritos de caña, palomas, liebres, conejos y muchas maneras de aves».
En palabras del conquistador, «nuestro capitán le afeó el sacrificio y comer carne humana», lo que hizo que, «desde entonces, […] no le guisasen tal manjar».
Con todo, el historiador Diego Luis de Moctezuma afirma en su obra «Corona Mexicana, o Historia de los nueve Moctezumas» que el líder no solía comer carne humana, y que solo disfrutaba de ella cuando se hacía un sacrificio. Y es que, una de las normas básicas era que el muslo derecho de la víctima siempre estaba destinado para el emperador.
El ritual
El ritual para acabar con la vida de la víctima siempre era el mismo. En primer lugar, cuatro sacerdotes sujetaban los brazos y las piernas de aquel que iba a ser asesinado, el cual se ubicada en lo alto de una pirámide. Después, un quinto religioso abría el pecho del desdichado con un cuchillo de obsidiana y le arrancaba el corazón, que era ofrecido a los dioses (o comido, atendiendo a las fuentes).
A continuación, se hacía rodar el cadáver escalones abajo. «Allí, algunos, a los que denominaban cuacuacuiltin, se apoderaban de él y lo llevaban hasta las casas que llamaban calpulli, donde lo desmembraban y lo dividían a fin de comerlo», explica Bernal Díaz del Castillo.
Moros, por su parte, es partidario de que los brazos y las piernas eran cocinados con pimientos y que la palma de la mano era un «bocado exquisito». Las crónicas también hablan de que este cruel plato se solía hacer con maíz.
¿Qué sucedía con el torso de la víctima? Bernal Díaz del Castillo no se olvida de él en su obra al hacer referencia al Real Parque Zoológico de Tenochtitlán. Y es que, en sus palabras, esta parte del cuerpo era entregada a las fieras para que se pusiesen las botas. La cabeza, finalmente, era llevada hasta un gran altar en el que se agolpaban y coleccionaban para la posteriodad.
Con todo, López de Gómara señala en su obra que no había maldad en los aztecas. Por el contrario, los «propietarios» de las víctimas establecían una curiosa relación con ella (casi de paternidad) y, una vez que era asesinada, no comían de su carne.
Aquellos destinados a caer bajo el cuchillo de obsidiana solían ser guerreros capturados en batalla, aunque no siempre. «Quiero contar la manera que [los] mexicanos tienen en hacer esclavos, porque es muy diferente de la nuestra. Los cautivos en guerra no servían de esclavos, sino de sacrificados, y no hacían más de comer para ser comidos. Los padres podían vender por esclavos a sus hijos, y cada hombre y mujer a sí mismo. Cuando alguno se vendía, había de pasar la venta delante a lo menos de cuatro testigos», completa el cronista.
Noche caníbal
El 30 de junio de 1520, Hernán Cortés y sus hombres se vieron obligados a escapar de la ciudad después de que el pueblo se alzara contra ellos. Para entonces los nativos ya estaban cansados de unos españoles que, a pesar de haber accedido a la capital como amigos, habían basado su estancia en la rapiña.
A su vez, y tras acceder a la ciudad, los «monstruos barbudos» habían secuestrado al mismísimo emperador Moctezuma para tratar de hacerse con sus riquezas. Al final, a los conquistadores no les quedó más remedio que huir para evitar ser asesinados y comidos. Un punto este último que el soldado Francisco de Aguilar (1479-1571) dejó patente al señalar que la ciudad «quedó invadida» por «masas de gente» que esperaba «con impaciencia la carne de los desdichados españoles».
La partida (conocida posteriormente como «La noche triste») dejó unos 600 cristianos muertos y obligó a los conquistadores a retirarse hasta la región amiga de Tlaxcala. Tierra en la que, según afirma Fernando Orozco en su obra «Grandes personajes de México», fueron «recibidos con la más cordial benevolencia».
Desde allí, Cortés organizó un nuevo ataque contra la capital que fue precedido, a su vez, por varias escaramuzas para castigar a los poblados sublevados cercanos. En uno de ellos, el conquistador encontró «muchas cargas de maíz y niños asados» que habían sido enviados a la zona para servir presuntamente como provisiones. La imagen volvió a horrorizar a los peninsulares, quienes no terminaban de acostumbrarse a aquella barbarie.
Muerte en la caravana
Durante los meses en que Cortés se hallaba a las puertas de la capital azteca se vivió uno de los episodios de canibalismo más tristemente recordados por parte de los españoles. Una tragedia acaecida entre junio y julio de 1520 y cuya existencia se ponía en entredicho hasta hace dos años.
Según explica el experto en la civilización maya Éric Taladoire en su dossier «La guerra de dos mundos», durante el verano de ese año salió de la ciudad de Veracruz (al sur oeste de México) una caravana compuesta por 550 «españoles, indígenas, negros, mulatos y mestizos» en dirección a Tenochtitlán, hacia donde se dirigía Cortés con sus hombres. La comitiva se completaba con algunos nativos aliados de los conquistadores (destacando totonacos y tlaxcaltecas). Todos estaban bajo el mando de Juan de Alcántara y eran miembros del contingente de Pánfilo de Narváez.
La caravana -en la que se también había 50 mujeres y 10 niños- fue atacada por los guerreros de Texcoco. Y sus integrantes, llevados como prisioneros al poblado de Zultépec, donde les mantuvieron presos seis meses para sacrificarles paulatinamente a sus dioses en sus diferentes fiestas indígenas.
En palabras de Martínez, el principal de estos rituales fue el ofrecido a Huizilopochtli -el dios de la guerra-; aunque tampoco fue nada desdeñable la matanza que se produjo en la ceremonia en honor a Izcalli, la deidad del fuego. Posteriormente, en la festividad en honor de Huizilopochtli se vivió uno de los momentos más trágicos, pues fueron asesinados 9 hombres mesoamericanos y 9 mujeres embarazadas. La forma en la que murieron ha generado controversia estos últimos años. Con todo, la mayoría de los expertos considera que los aztecas abrieron sus pechos y se comieron sus corazones, pues era la pieza mejor considerada de todo el cuerpo humano.