16 abril, 2024

Las Cruzadas, ¿el gran negocio de la Edad Media?

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Además del botín al que aspiraban los cruzados, muchos intermediarios pretendían sacar tajada de la empresa. ¿Quién se forró realmente?

Viajar a Tierra Santa con un equipamiento militar exigía un desembolso considerable: un caballero necesitaba los ingresos de cuatro años para hacerse con las armas necesarias y, sobre todo, con un caballo, animal especialmente caro de obtener. Además, tenía que contar con los recursos que debía dejar a su familia, para que esta sobreviviera en su ausencia o para el caso de que él nunca regresara.

En el supuesto de que su dinero se agotara durante el desplazamiento, no tenía más salida que buscar la protección de algún noble. Si no la conseguía, el único camino era la mendicidad. Así podría reunir el coste del pasaje para regresar desde Palestina a su hogar. Los problemas no terminaban aquí, porque, mientras el cruzado guerreaba en tierras lejanas, las suyas estaban a merced de la codicia de vecinos ambiciosos.

En teoría, la Iglesia se encargaba de proteger las propiedades de los que se marchaban a combatir a los infieles, a la vez que amparaba a sus esposas e hijos. La realidad mostró que las garantías eclesiásticas resultaban del todo insuficientes. Muchos perdieron sus tierras o derechos por estar ausentes.

La Iglesia, por otra parte, ofrecía a sus guerreros otro tipo de privilegios. Si habías solicitado un préstamo, podías dejar de pagar los intereses siempre que te alistaras. Disfrutabas, además, de inmunidad ante cualquier demanda civil con repercusiones en los bienes del afectado. La experiencia demostró la necesidad de establecer restricciones a esta medida, en vista del peligro real de que muchos marcharan a Tierra Santa para no tener que ir a juicio.

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La Iglesia acabó justificando la legitimidad del botín, entendido como el salario que se pagaba a los guerreros

Ante la magnitud de los sacrificios que debía hacer, el cruzado necesitaba algún tipo de incentivo económico. La Iglesia acabó justificando la legitimidad del botín, entendido como el salario justo que se pagaba a los guerreros. Ahora bien: los ejércitos no debían excederse en este punto, porque una codicia excesiva enojaría a Dios y conduciría al fracaso militar.

También contaron las expectativas de hallar unas tierras ricas, en las que fuera posible establecerse y prosperar. El abate Martín de Pairis, en un discurso pronunciado en 1201, animó con este argumento a su auditorio para que tomara las armas y marchara a los Santos Lugares.

El peso de los italianos

Los cruzados tenían que desplazarse a lo largo de enormes distancias. Había que procurarles medios de transporte y provisiones. Las ciudades marítimas como Venecia, Génova y Pisa enseguida vieron en ello oportunidades de hacer dinero. Llevaban a Tierra Santa a peregrinos y nuevos colonos en barcos que partían de Italia dos veces al año, en marzo y septiembre.

Un negocio redondo fue el que hicieron los genoveses entre 1101 y 1102, durante el asedio de Cesarea, en el actual Israel. Tras la caída de la ciudad, consiguieron tanto privilegios comerciales como una parte sustanciosa del futuro botín.

Los pisanos no se quedaron atrás. A cambio de su colaboración en la toma de Jaffa, también en lo que hoy es Israel, consiguieron que seles permitiera instalar una base comercial en su puerto.

'La toma de Constantinopla en 1204', por Palma 'el Joven'.

‘La toma de Constantinopla en 1204’, por Palma ‘el Joven’. (Dominio público)

Los venecianos, por su parte, se hicieron de rogar. Les iba muy bien en el comercio con Egipto, y no querían poner en peligro esta fuente de riqueza. Sin embargo, terminaron comprendiendo las ventajas de intervenir: más privilegios para sus mercaderes y un tercio de las plazas que en el futuro se conquistaran con su ayuda.

Según el historiador inglés John Julius Norwich, “los términos de la propuesta eran duros y típicamente venecianos, y la rapidez con que fueron aceptados por los francos demuestra cuán desesperadamente precisaban estos de apoyo naval”.

En la cuarta cruzada, la necesidad occidental de encontrar un “transportista” adquirió una magnitud nunca vista hasta entonces. Una coalición de guerreros de varios países solicitó a Venecia que construyera una flota enorme con la que llevar las tropas hacia Oriente. El gobierno veneciano aceptó. Durante todo un año, sus ciudadanos no tendrían otra actividad. El riesgo asumido era enorme: ¿qué sucedería si los occidentales incumplían su parte del trato y no pagaban?

La economía de la república recibiría un golpe fatal. Lo que vino después fue una sucesión de disparates. Venecia había exigido un precio pensado para 35.000 soldados. Solo se presentaron en Italia 12.000, por lo que el coste por persona se disparó. Los cruzados no tenían fondos para satisfacer sus compromisos, y los venecianos no estaban dispuestos a dejarles partir a menos que pagaran sus deudas.

La iglesia del Santo Sepulcro, en Jerusalén.

La iglesia del Santo Sepulcro, en Jerusalén. (jlascar / Flickr / CC BY 2.0)

La situación se fue haciendo más y más tensa, hasta que se llegó a un pacto: el ejército reunido serviría para atacar Zara, en la costa dálmata, de forma que todos saldrían ganando. Los cruzados tendrían botín y Venecia se libraría de un rival molesto. Solo había un pequeño problema: Zara era una ciudad cristiana. ¿Cómo explicar una agresión contra hermanos en la fe? El interés material se impuso finalmente a las consideraciones espirituales.

Por otra parte, no todos los estados cristianos mostraron el mismo entusiasmo a la hora de combatir al infiel. Mientras se preparaba la primera cruzada, Roger I de Sicilia no consideró que pudiera sacar ningún beneficio de la aventura. En su isla vivía un sector importante de población musulmana, con la que no deseaba enemistarse.

También quería evitar que las hostilidades provocaran una ruptura del comercio con el norte de África. Si las exportaciones disminuían, la producción agrícola experimentaría también un descenso. Por estas y otras razones, el conde prefirió mantenerse al margen de los entusiasmos bélicos y las pretensiones ajenas de fundar colonias ultramarinas.

Armas sí, comercio también

Roger I reaccionó con prudencia por imperativos de la geografía. Su territorio estaba demasiado cercano a los musulmanes como para asumir según qué riesgos. Otros estados, en cambio, vieron en las expediciones cristianas una oportunidad de oro para incrementar el tráfico mercantil. Las naves en las que viajaban los cruzados iban cargadas con lana, telas y metales. A cambio de estos productos, los mercaderes italianos recibían, procedentes de Oriente, azúcar, seda y especias.

Los emporios italianos consiguieron suculentos privilegios mercantiles en las ciudades orientales

Todo este tráfico implicaba, como es obvio, tratar con musulmanes, dueños de puertos tan importantes como el de Alejandría, en Egipto. Esta ciudad era la gran joya comercial del Mediterráneo. En sus magníficos mercados podían adquirirse maderas, especias, azúcar, trigo… La Iglesia procuró limitar la venta de productos a los “infieles”, sobre todo si tenían utilidad para fabricar armas, pero, a la hora de la verdad, el interés económico se impuso al religioso.

Los emporios italianos consiguieron suculentos privilegios mercantiles en las ciudades orientales, donde acostumbraban a beneficiarse del de extraterritorialidad: los europeos tenían la facultad de administrar justicia a sus compatriotas (una medida que menoscababa la potestad del monarca local).

Las autoridades religiosas musulmanas también procuraron limitar los intercambios con el enemigo cristiano, con parecido éxito. Se impuso el pragmatismo: si los árabes no se proveían de metales, la fabricación de equipamiento militar para defenderse resultaría imposible. Así, los comerciantes, fueran de la religión que fueran, se movían libremente por Oriente Próximo.

Ibn Yubair, peregrino de la península ibérica, reflejó en 1184 su sorpresa ante el constante flujo de intercambios económicos: “Una de las cosas más asombrosas es que aunque el fuego de la discordia entre ambas partes continúa ardiendo […] los viajeros musulmanes y cristianos van y vienen sin interferencias”.

Monedas cruzadas del Reino de Jerusalén.
Monedas cruzadas del Reino de Jerusalén. (PHGCOM / CC-BY-SA-3.0)

Por extraño que resulte, las cruzadas también sirvieron para activar la economía en los territorios islámicos, donde los comerciantes podían enriquecerse como intermediarios entre los cristianos y zonas tan remotas como India y China. Pero los negocios no eran algo exclusivo de los profesionales. Allá por donde pasaban los cruzados, la población local también procuraba extraer todo el rendimiento monetario posible.

Eso fue lo que hicieron, por ejemplo, los campesinos que abastecieron a los ejércitos de la segunda cruzada cuando estos se dirigían hacia Constantinopla. Escarmentados con los abusos de los soldados, los labriegos se resarcían cobrando sumas desmesuradas por los alimentos. El monarca francés Luis VII comprobaba desesperado, una y otra vez, que el dinero se volatilizaba. Debía reclamar continuamente nuevas remesas de fondos procedentes de su reino.

Más tarde, ya en la capital bizantina, las tropas cristianas tuvieron que satisfacer los altísimos precios que les exigían los griegos. Ante un abuso tan patente, un flamenco, víctima de un momento de enajenación, se lanzó sobre las mesas de orfebres y cambistas en un intento de apoderarse de todo el oro y la plata que pudiera. Hizo un mal negocio: Luis VII, para congraciarse con la población local, ordenó que lo colgaran.

Representación del asedio de Antioquía durante la primera cruzada.

Representación del asedio de Antioquía durante la primera cruzada. (Dominio público)

La tierra del pecado

En la Edad Media, Oriente cumplía una función similar a la del lejano Oeste en Estados Unidos durante el siglo XIX. Era un espacio que atraía a todo tipo de gente en busca de fortuna o, como mínimo, algún modo de supervivencia, desde aventureros a asesinos o prostitutas.

Una vez establecidos en Oriente, los cristianos no dudaron en recurrir al saqueo de las tierras de sus vecinos musulmanes. Renaud de Châtillon, príncipe de Antioquía, se dedicó a practicar el bandolerismo. Sus incursiones contra caravanas de comerciantes árabes se convirtieron en una costumbre. En 1182 atacó una que se dirigía a La Meca; en 1187, otra que marchaba hacia Damasco.

Cansado de estos y otros asaltos, el sultán Saladino tomó cartas en el asunto. Los cruzados pagaron sus cuentas pendientes con una estrepitosa derrota en Hattin (1187). Châtillon fue ejecutado por el propio Saladino. El dominio de los cruzados pareció entonces a punto de hundirse, pero aún faltaba más de un siglo para que fueran expulsados de Tierra Santa.

El epílogo tras el fin

En el siglo XIII, durante las últimas décadas en Tierra Santa, los cristianos se dedicaron, básicamente, a pelear entre sí. El equilibrio inestable entre las motivaciones religiosas y las económicas se rompió a favor de estas últimas, por lo que los venecianos acabaron vendiendo a los musulmanes los materiales que estos necesitaban para construir máquinas de asedio, las mismas que utilizarían contra los cruzados.

'La caída de Acre', punto clave en el final de las cruzadas.
‘La caída de Acre’, punto clave en el final de las cruzadas. (Dominio público)

Finalmente, en 1291, se rindió Acre, la última ciudad en manos europeas. La presencia occidental en el Próximo Oriente finalizaba con un fiasco en lo militar y en lo político. En lo económico, en cambio, el balance no fue tan negativo, porque las ciudades-estado italianas continuaron protagonizando una importante penetración en el continente asiático a través del mar Negro. En los años siguientes iban a llegar más lejos que nunca.

Origen: Las Cruzadas, ¿el gran negocio de la Edad Media?

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