Las dudosas versiones oficiales que se dieron en los asesinatos de los presidentes de España
Desde Prim en 1870, hasta Carrero Blanco en 1973, un total de cinco jefes de Gobierno han sido matados en atentados realizados por anarquistas, republicanos o etarras
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«En España, todos los ministros de Gobernación que debieron encargarse de la seguridad de cada uno de los presidentes asesinados no solo no fueron destituidos, sino que gozaron de una carrera política meteórica y prestigiosa», aseguraba Francisco Pérez Abellán a «Libertad Digital», poco antes de fallecer en 2018. El reconocido criminólogo e investigador publicaba «El vicio español del magnicidio» (Planeta), un libro en el que indagaba sobre las extrañas versiones oficiales, repetidas hasta el detalle por la autoridades y medios de comunicación, de los cinco presidentes del Gobierno asesinados hasta el día de hoy.
Versiones que, según Abellán, nunca han sido aclaradas del todo por los historiadores y «han sido tapadas escandalosamente por las autoridades que se encargaron de la investigación». El último magnicidio se produjo en 1973, dos años antes de la muerte de Franco. El presidente Luis Carrero Blanco murió por la bomba colocada por tres miembros de ETA: José Miguel Beñarán, alias «Argala»; Ignacio Pérez Beotegui, «Wilson», y Javier María Llarreategui, «Atxulo». Todos con apenas 25 años.
Aunque la idea inicial de la «Operación Ogro» era secuestrarlo, la cúpula de ETA decidió al final que lo mejor era acabar con él, puesto que había sido nombrado presidente del Gobierno, lo que era un síntoma de la continuidad del régimen franquista y no lo podían permitir. Y a las 9.25 de la mañana del 20 de diciembre, se oyó un fuerte estruendo en la calle Claudio Coello. «¡Gas, gas!», gritó alguien. La calzada estaba destrozada y el coche en el viajaba el presidente tras su misa en la Compañía de Jesús había desaparecido. En su lugar, un enorme cráter frente al portal 104. Esa misma noche, la banda reivindicó el atentado.
Carrero Blanco
Muchos periodistas, historiadores y jueces han cuestionado durante años la versión oficial del caso, que atribuía a Argala y Wilson la jefatura. Según esta, fueron ellos quienes controlaron los movimientos del presidente y asistieron a misa, incluso disfrazados de curas, para comprobar sus agujeros de seguridad antes de alquilar un piso en el bajo de un edificio de Claudio Coello y construir un túnel hasta el centro de la calle.
Sin embargo, el sumario estuvo parado durante mucho tiempo, incluso llegó a desaparecer, mientras las investigaciones avanzaban con muchos obstáculos. Pero, ¿a quién benefició realmente el magnicidio? ¿Por qué se perdió el sumario? ¿Fue ETA la única implicada? Preguntas todas ellas que se hizo Abellán en su libro. «ETA solo fue el chico de los recados –explicaba Abellán en su libro–. Fue un crimen demasiado perfecto para haber sido ingeniado por un grupo de jóvenes inexpertos. ¿Cómo fue posible que un chico de 24 años adquiriera conocimientos para hacer una perforación en una vía pública por la que pasaba continuamente tráfico? El vuelo del pesado vehículo hasta una altura de tres pisos debido a la explosión, solo podía ser obra de ingenieros profesionales. La banda terrorista nunca había cometido un atentado a tales niveles técnicos. Si reivindicaron el atentado era porque les convenía a ellos también».
Otro de los interrogantes es cómo pasaron desapercibidos estos terroristas en una sociedad dominada por el control férreo de la Policía política de Franco, que se encargaba de impedir la entrada clandestina de comunistas y etarras. Según el escritor, los terroristas, además, no se comportaron de forma discreta, sino que eran ruidosos y tenían un acento vasco que los delataba. Por no hablar de la visita del secretario de Estado norteamericano, Henry Kissinger, durante esos días, con la CIA en Madrid en alerta máxima, o de las numerosas quejas de los vecinos por el ruido y los cables que tenían desplegados por la calle, que fueron pasados por alto por la Policía.
La respuesta del régimen, además, fue desconcertante. Torcuato Fernández Miranda, que asumió la presidencia inmediatamente después de la muerte de Carrero Blanco, no decretó el estado de excepción. A lo que hay que sumar la misteriosa frase de Franco en el discurso de fin de año de 1973: «No hay mal que por bien no venga». La viuda de al mirante llegó a hablar de «crimen de Estado», pero nunca se investigó.
Eduardo Dato
La versión oficial del asesinato de Eduardo Dato, publicada por ABC el 9 de marzo de 1921, decía: «Una motocicleta avanzó hasta ponerse al costado del auto del presidente, y desde el sidecar hicieron varios disparos contra él, de costado y por detrás, huyendo la moto a toda marcha por la calle Serrano». Los autores, tres anarquistas catalanes en respuesta a la brutal represión ejercida por el gobernador militar de Barcelona contra los huelguistas.
Los magnicidas –edro Mateu, Luis Nicolau y Ramón Casanellas, todos de 20 años- descerrajaron 18 balazos contra el presidente español, que «caía desplomado sobre el asiento del carruaje». El ambiente político del país era insoportable a causa del enfrentamiento entre la patronal y las centrales sindicales. Dato había optado por la mano dura contra las revueltas sociales y eso lo convirtió, supuestamente, en el objetivo principal del extremismo anarquista, que se tomó la justicia por su mano en la Puerta de Alcalá a la vista de todos.
Para algunos investigadores, sin embargo, los supuestos asesinos de Dato no eran más que chivos expiatorios. Existe la teoría, defendida también en «El vicio español del magnicidio», de que estos eran asesinos a sueldo entrenados para el crimen y solo remotamente relacionados con círculos anarquistas. Sería la única manera de explicar que personas con tan pocos recursos económicos y sin trabajos pudieran comprarse una moto último modelo con sidecar y un par de Mauser sin ayuda de nadie. O alquilarse un garaje en Arturo Soria para esconder el vehículo y un par de pisos en la calle Alcalá donde vivir y planear el ataque. La versión oficial asegura que los tres pistoleros se desplazaron a Madrid desde Barcelona solo para asesinar al presidente, tras el nombramiento de Martínez Anido como gobernador de Barcelona. ¿Por qué no acabaron con Martínez Anido, les pillaba más cerca?
José Canalejas
Del asesinato de Canalejas hasta Franco llegó a escribir un libro, bajo el seudónimo de «Jakim Boor», en el que acusaba del magnicidio a los masones. El autor que ha pasado a la historia es, sin embargo, Manuel Pardiñas, que disparó por la espalda al presidente del Gobierno en el momento en que este se detuvo en la librería San Martín de la Puerta del Sol.
Canalejas se dirigía a su domicilio, seguido simplemente a cierta distancia por los tres agentes encargados de su seguridad: Eduardo Borrego, José Martínez y Demetrio Benavides. Pardiñas, contaba ABC el 13 de noviembre de 1912, «se acercó al presidente y, casi apoyándose en su hombro, le hizo un disparo con una pistola Browning. El criminal hizo un segundo disparo y, al ver que el señor Canalejas había caído al suelo y que la gente se arremolinaba a su alrededor, trató de huir».
Uno de los agentes de Policía que seguía al presidente a cierta distancia golpeó con un bastón al asesino, el cual no encontró otra salida que pegarse dos tiros en la cabeza. Pero existen demasiadas incongruencias en este caso, como el hecho de que se sabía que Pardiñas estaba en Madrid dispuesto a atentar contra el rey o Canalejas y no se le detuvo. Aunque una de las incógnitas que todavía no han sido resueltas, es el supuesto suicidio. Según comentaba Abellán a ABC, el asesino no pudo quitarse la vida, tal y como cuentan los libros de historia. La razón es sencilla: ¿cómo pudo dispararse en la sien derecha y, a continuación, pegarse otro disparo en el lóbulo frontal izquierdo como indicaba la autopsia? «La imagen del gran fotoperiodista Marín de Pardiñas muerto colgado de la pared en el depósito judicial es una de las evidencias que más han aportado a este nuevo estudio de criminológica que provoca otro vuelco en uno de los grandes enigmas del crimen político», comentaba.
Un trabajo de Antropología de la Universidad de Madrid publicado inmediatamente después del magnicidio, con el cual se intentó aclarar el ya confuso crimen, mencionaba una sola herida, la de la sien derecha. Sin embargo, se insertaba una foto diferente a la de Marín en la que se aprecian de forma inequívoca los dos agujeros de entrada de bala en la cabeza del cadáver. En 2016, el criminólogo Javier Durán hizo una serie de pruebas en una galería de tiro con el arma de la época de Pardiñas sobre cabezas de cerdo. Reprodujo las condiciones de los disparos y determinó que se hicieron a cañón tocante y que, por el lugar y la trayectoria, no pudo infligírselos él mismo. Tuvo que haber un tirador que lo ejecutara.
Cánovas del Castillo
A Cánovas del Castillo le mató un anarquista italiano que recorrió media Europa para llegar a España y ejecutar su plan. Se llamaba Michele Angiolillo y, en un principio, quería asesinar a un miembro joven de la familia real, pero en el último instante optó por el presidente.
El 8 de agosto de 1897, en el balneario de Santa Águeda de Mondragón, actuó con determinación: «El asesino, que sin duda le estaba espiando, se acercó y, apoyándose en la puerta para apuntar mejor, le disparó casi a quemarropa un tiro. La bala atravesó la cabeza del señor Cánovas, entrando por la sien derecha y saliendo por la izquierda. Al primer disparo siguieron otros dos. Por efecto del primero, el señor Cánovas se incorporó, yendo a caer a unos tres metros de distancia. Al incorporarse, el asesino le disparó por segunda vez. La bala entró por el pecho y salió por la espalda, cerca de la columna vertebral. El tercer disparo fue hecho estando ya el señor Cánovas en el suelo», describió la revista de «La hormiga de Oro» con sorprendente minuciosidad.
Las preguntas en el caso de Angiolillo es cómo pudo viajar a España desde París, vía Londres, y presentarse en el balneario donde pasaba unos días de descanso el presidente sin levantar ni una sospecha. Sobre todo, porque este estaba vigilado por escoltas. Nadie se percató, además, de que se había registrado con un nombre falso como redactor del periódico italiano «Il Popolo». Durante varios días, el magnicida siguió a su víctima por los pasillos, la biblioteca y la cafetería, sin que los policías reparasen en él ni sospechasen de un periodista que no tomaba notas ni trataba de entrevistar al mandatario, a pesar de que lo tenía a su disposición todo el rato. Ninguno de ellos pudo evitar el crimen, pero si detenerle a los dos segundos de hacer los disparos.
Juan Prim
Prim fue sorprendido junto al Paseo del Prado el 27 de diciembre de 1870, solo un año después de acceder al cargo. «Al retirarse del Congreso –contaba el diario liberal «La Iberia»– fue asaltado en la calle del Turco (hoy Marqués de Cubas) el carruaje que le conducía por una cuadrilla de asesinos que estaban ocultos en dos coches de alquiler. Al detenerse éste se bajaron de dos coches de plaza los bandidos, armados de trabucos y carabinas, y rompiendo con el cañón de estos los cristales de las portezuelas del coche, hicieron sobre este varios disparos a quemarropa».
Así acabó el mandato de Prim, por unas heridas en principio de poca gravedad, pero que se infectaron hasta provocarle la muerte tres días después, según la versión oficial. Sin embargo, su cadáver fue exhumado más de cien años después, con el objetivo de arrojar luz sobre un asunto que siempre había levantado sospechas, porque las heridas no eran en principio graves. La autopsia demostró que había sido apuñalado en el cuarto del hospital, aún convaleciente, y asfixiado con una soga.
El asesinato de Prim cambió la historia de España sin que sepamos quién se benefició de su muerte y si hubo más implicados más allá de los asesinos oficiales.
Origen: Las dudosas versiones oficiales que se dieron en los asesinatos de los presidentes de España