Las olvidadas armas secretas de los guerreros aztecas para vencer a los conquistadores españoles
Thank you for reading this post, don't forget to subscribe!Desde el «Atlatl» hasta una sencilla lanza. Todo valía para intentar entorpecer el avance europeo
Además de un océano y miles de kilómetros, cuando los primeros conquistadores españoles pisaron las Américas se percataron de que la tecnología también les separaba de aquellas nuevas gentes con las que se acababan de topar. Si los Hernán Cortés y Francisco Pizarro llevaban en sus bodegas artilugios como arcabuces o ballestas, los aztecas y los incas portaban, por el contrario, armas más rudimentarias. «Vinieron por la costa muchos escuadrones de indios […], con sus armas de algodón que les daba a la rodilla, arcos y flechas, y lanzas y rodelas, y espadas que parecen de a dos manos, y hondas y piedras», escribió Bernal Díaz del Castillo, presente en la expansión a través de México.
Pero no por más sencillas fueron menos mortíferas. Armas como el «Átlatil», una suerte de lanzadardos, se convirtieron en una verdadera pesadilla para los españoles. Las crónicas hablan, por ejemplo, del poder destructivo del «Macuahuitl», capaz de cortar la cabeza a un jamelgo de un solo tajo. Y otro tanto sucedía con la destreza de los arqueros a la hora de disparar unas flechas ideadas para que no pudieran extraerse de la carne. Pedro de Alvarado, por ejemplo, confirmó haberse quedado lisiado después de que una de ellas impactada en su pierna mientras combatía contra los guerreros aztecas. Los mismos cuyo armamento analizamos hoy.
Lanzadardos
Aunque es cierto que los arcabuces y las ballestas españolas sembraron el pánico entre los nativos a pesar del escaso número con el que arribaron al Nuevo Mundo, también lo es que los aztecas contaban con su propio arsenal de armas destinadas a acabar con el enemigo a distancia. De entre todas ellas, la más característica era el «Átlatl», un lanzadardos que, en la práctica, consistía en una palanca de madera con dos extremos. El inferior lo asía el guerrero, mientras que en el superior se ubicaba una flecha.
Era sencillo, en efecto, pero eficiente, pues otorgaba una propulsión al proyectil que jamás podría haber alcanzado si fuese disparado con el brazo (como hacían los legionarios romanos con el «pilum»).
Tal y como señala Eduardo Noguera, del Museo Nacional de Antropología de México, en «El “Atlatl” o tiradera», el uso de este artilugio, asido ya en sus días por el hombre prehistórico, era más que simple: «El lanzador toma el arma por el mango con la mano derecha, con el dedo pulgar recogido interiormente. Con la izquierda ajusta el extremo del dardo en la acanaladura o gancho. Deja reclinar el aparato sobre el hombro derecho y se coloca en posición». Sencillo, sí, pero más que eficiente para «reforzar el poder del brazo alargándolo de forma artificial».
El «Átlatl», tal y como explica la Doctora en Historia de América Isabel Bueno Bravo en su completo dossier «Las armas y los uniformes de los guerreros aztecas», fue utilizado de forma masiva en regiones como Australia o Polinesia, pero fue en México donde se convirtió en un objeto de culto. Los expertos, gracias a la cantidad de grabados, coinciden en que contaba con una fortísima carga simbólica para la sociedad azteca. Así lo demuestra el que representaran a deidades como Tezcatlipoca (el dios de la providencia) con uno entre las manos. Era, en definitiva, un utensilio perfecto para el cazador, un arma idónea para el soldado y un símbolo de poder para la clase alta. Cada uno, decorado de una forma determinada.
Tal era su importancia que, según las crónicas de época de Bernardino de Sahagún, presente en la conquista de México, la elaboración de los dardos se llevaba a cabo con sumo cuidado durante una ceremonia celebrada en el «Quecholli» (el décimo cuarto mes) en la que se realizaban sacrificios humanos: «Al sexto día juntábanse los que estaban a cargo de los barrios; mandaban que se buscasen cañas para hacer saetas […] y todos juntos ofrecían sus cañas a Huitzilopochtli; poniéndolas en el patio, delante del cu de este dios. […] Otro día venían al patio todos los que habían llevado cañas para enderazarlas al fuego». Todo acababa con un ritual en el que «cortaban las orejas» a jóvenes y durante el que «nadie dormía con mujer» ni «bebía pulcre».
Tampoco se puede negar su efectividad. Las crónicas afirman que, en manos de un experto, podía atravesar una puerta y acabar con un objetivo ubicado a unos 200 metros de distancia (solo por comparar, el «pilum» romano debía lanzarse a unos 15 o 20 metros para que fuera efectivo). Por su parte, el arqueólogo Marco Antonio Cervera Obregón desvela en su obra «Guerreros aztecas» que, tras algunas pruebas de campo, no superaba los 150 metros.
A la fuerza con la que se arrojaba el proyectil (llamado «Tlacochtli»), se sumaba que este contaba con una punta endurecida al fuego y que muchas saetas contaban con tres filos para causar, si cabe, más daño al enemigo. De esta forma lo confirma Francisco Javier Clavijero en su «Historia Antigua de México».
Los aztecas disponían de dos tipos de «Átlatl». El primero, el más sencillo, consistía en una vara que se asía con el puño cerrado. El segundo, por su parte, disponía de dos agujeros en el pomo para introducir los dedos. «Hay tipos sencillos y otros más complicados. En el arte mejicano pueden ser ricamente ornamentados cubiertas de láminas de plata o de oro, o pueden tener ornamentación grabada en la madera», desvela la arqueóloga e investigadora danesa especializada en armamento, Ada Bruhn de Hoffmeyer, en su dossier «Las armas de los conquistadores, las armas de los aztecas».
Arcos y flechas
El arco («Tlahuitolli») y las flechas («Mitl») fueron usados también de forma masiva por los nativos a pesar de que llegaron a México de forma tardía. Hasta su aparición, el «Átlatl» era el arma de larga distancia por excelencia. Y así continuó incluso cuando su hermano mayor arribó a territorio azteca allá por el siglo IX d.C.
Poco hay que explicar sobre su uso, aunque sí de sus características. Según Clavijero, el cuerpo y las cuerdas eran fabricadas con materiales de gran resistencia como madera flexible, nervios de animales, pelo de ciervo hilado y fibras de plantas. Aunque, eso sí, no se valían del arco compuesto, aquel que se elaboraba mediante una sucesión de láminas y que contaba con mayor alcance.
Por su parte, las puntas (que podían contar con dientes o varios picos) se elaboraban mediante cobre, obsidiana o espinas de peces (estas últimas, en los pueblos costeros). «Los plumeros, frecuentemente, se hacían en forma de espiral, dando a la flecha un movimiento de rotación y más fuerza en la penetración», añade Bruhun. Las que más aterraban a los españoles eran aquellas que, por su forma, no podían extraerse del cuerpo. Valga como ejemplo una de las cartas que el conquistador Bartolomé García envió al Real Consejo de Indias y en la que confirma que tuvo cinco años una de ellas en el brazo izquierdo. Como las saetas del «Átlatl», los virotes se fabricaban en ceremonias determinadas.
Pedro de Alvarado también sufrió en sus propias carnes este tipo de flechas, como bien explicó en una de las relaciones que envió a Hernán Cortés:
«Aquí me hirieron a muchos españoles, y a mi con ellos, que me dieron un flechazo que me pasaron la pierna, y entró la flecha por la silla, de la cual herida quedó lisiado, que me quedó la una pierna más corta que la otra, bien cuatro dedos».
Pero lo que los españoles más temían de los nativos era su destreza con el arco y la ingente cantidad de saetas que eran capaces de soltar ( unas 20 por cada bala de arcabuz, según explicaron varios expertos a ABC en 2014). Y es que, al parecer, eran capaces de lanzar una mazorca al aire y no dejarla caer al suelo hasta que perdía el último grano. Según Clavijero, podían también tirar una moneda del tamaño de medio peso e impedir que tocara tierra el tiempo que desearan. El mismo Hernán Cortés vio una jornada como decenas de flechas copaban el cielo y caían en el patio de su vivienda, aunque por suerte ninguna de ellas acabó con su vida ni con la de sus hombres.
Hondas y boleadoras
Los aztecas conocían las boleadoras (dos o tres bolas de gran peso unidas entre sí por una cuerda), pero su uso no estaba generalizado. Eso no impidió que, aunque en menor número que otras armas, ayudaran a los nativos a acabar con los caballos. No eran menos peligrosas para los hombres, como así demuestra la muerte de Juan Pizarro, narrada en las crónicas de la época: «En la toma della mataron a Juan Pizarro una noche, de una pedrada que le dieron en la cabeza; porque, a causa de otra herida que antes tenía, no se había podido poner la celada; la caual muerte fue una gran pérdida».
Las hondas, a las que denominaban «Tematlatl», eran elaboradas con fibras de vegetales de ixtle que se extraían del maguey. Los proyectiles, por su parte, consistían en piedras que las mujeres y los niños pulían para que fueran utilizados en batalla y no se desviaran en exceso de la trayectoria que imprimía el lanzador. Obregón es partidario de que, en manos de un guerrero versado, podían alcanzar los cien metros de distancia.
Armas secretas
Bruhn explica que, a pesar de lo que se ha extendido, los aztecas no se valieron ni de armas envenenadas ni de gases tóxicos para acabar con los españoles. Sí destaca, no obstante, una suerte de trampas que denomina «armas secretas» y que, en la práctica, consistían en una serie de hoyos que, tras ser excavados, se ocultaban al ojo enemigos con vegetación. Su uso era sencillo: el enemigo caía en el agujero y, antes de poder escapar, era apaleado hasta la muerte.
Macuahuitl
Si el «Atlatl» era el arma más característica para utilizar a distancia contra el enemigo, otro tanto sucedía en el combate cuerpo a cuerpo con el «Macuahutl». Representado hasta la extenuación en composiciones artísticas actuales y de la época, consistía en un bastón de madera de entre 70 y 80 centímetros de altura al que se le añadían pequeñas puntas de obsidiana.
Su objetivo, según la mayor parte de los expertos, era punzar y herir al enemigo, y no cortar. Todo ello, a pesar de que las crónicas españolas extendieron que podía separar la cabeza de un caballo del tronco de un único y certero golpe. Así lo escribió el jesuita del siglo XVII José de Acosta:
«Sus armas eran unas navajas agudas, de pedernales, puestas de una parte y de otra de un bastón, y esta era un arma tan furiosa que afirmaban que de un golpe echaban la cabeza de un caballo abajo, cortando toda la cerviz».
La exageración implica que causó verdadero impacto en los conquistadores de entonces, como queda claro al leer las crónicas de Francisco Hernández de Córdoba:
«Con estos cuchillos fijados y soldados […] a un madero de cuatro dedos de ancho y del largo de una espada común, fabrican espadas tan fieras y atroces que dividen a veces a hombre en dos partes de un solo tajo, con tal que sea este el primero».
Las láminas de obsidiana eran muy cortantes y las cuchillas, afiladas únicamente por un lado, se colocaban en el lado del tronco de madera intercalando sus filos para conseguir un mayor daño. Para unirlas al cuerpo del «Macuahutl» se usaba una suerte de arena mezclada con sangre de murciélago. El resultado de la masa en cuestión era tan resistente que impedía que esta espada-maza se descompusiera tras un golpe contundente. Al menos, según han desvelado los estudios actuales, ya que, durante años, se creyeron crónicas como la de Hernández de Córdoba, en las que se especificaba que, tras el primer impacto, el resto «eran casi nulos o inútiles» debido a la «fragilidad desta arma».
Aunque el más extendido era el de 70 centímetros, existían dos tipos de «Macuahutl». El primero, el más corto, se así junto a un escudo en batalla. El segundo (de unos 150 centímetros de alto) debía ser utilizado a dos manos como una suerte de montante español. Ambos quedaban unidos a las extremidades superiores mediante un sencillo cordón de material desconocido.
Lanza
La última de las armas aztecas más popular era la lanza o «Teputzopilli». De punta romboidal, los nativos le introducían también pequeñas lascas cortantes de obsidiana para aumentar su peligrosidad. Las más extensas podían medir 1,90 metros, aunque se conoce la existencia de una versión más pequeña llamada «Huitzauhhqui».
Origen: Las olvidadas armas secretas de los guerreros aztecas para vencer a los conquistadores españoles