Las torturas más sanguinarias y crueles de la Inquisición
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Desde la «doncella de hierro» (en la que se introducía al preso en un sarcófago con pinchos), hasta el potro. La infame imaginación de los inquisidores no tenía fin
Desde Galileo Galilei hasta Juana de Arco. A día de hoy se cuentan por decenas los personajes destacados de la Historia que fueron perseguidos y ajusticiados por la Santa Inquisición, una institución creada en el siglo XIII cuya lucha contra los herejes se extendió durante más de seis siglos por países como Francia, Italia, España o Portugal. Ideada para combatir a todo aquel que se alejase de la fe que por entonces se proclamaba como oficial (además de aquellos que cometían algunos actos considerados como amorales), esta institución vivió su esplendor y su mayor barbarie durante la Edad Media. Sin embargo, por lo que es recordada en la actualidad no es solo por la cantidad de cadáveres que dejó a sus espaldas en Europa, sino por el uso de multitud de instrumentos de tortura capaces de arrancar una confesión a homosexuales, presuntas brujas o blasfemos. Entre los mismos destacaban algunos tan crueles como el potro (ideado para estirar los miembros de la víctima) o el castigo del agua (el cual creaba una severa sensación de ahogamiento en el reo). Todos ellos, al menos en España, dejaron de usarse el 4 de diciembre de 1808, día en que Napoleón Bonaparteabolió la Inquisición.
Para hallar el origen de esta institución es necesario fijar nuestros ojos en la Francia del siglo XII, una época -la Edad Media- en la que el cristianismo ya había logrado alzarse como la primera y principal religión del Sacro Imperio Romano. Fue en ese momento cuando nacieron multitud de grupos que, aunque enarbolaban la bandera de esta creencia, entendían que no había que honrar a Dios como afirmaba la Iglesia oficial. Entre ellos destacaban los valdenses y los cátaros, quienes se atrevían además a criticar a los líderes espirituales del momento por vivir de una forma demasiado ostentosa. Aquello no gustó demasiado al Papa Lucio III quien -tras reunirse en concilio con otros tantos líderes religiosos- cargó de bruces contra ellos mediante una normativa divulgada en 1184. «El papa promulgó la célebre Ad abolendam “contra los cátaros, los patarinos, […] los josefinos, los arnaldistas y todos los que se dan a la predicación libre y creen y enseñan contrariamente a la Iglesia católica sobre la Eucaristía, el bautismo, la remisión de los pecados y el matrimonio”», explica el doctor en Historia José Sánchez Herrero en su obra « Los orígenes de la Inquisición medieval».
Todos aquellos grupos fueron declarados herejes. «La herejía, en sentido formal, consiste en la negación consciente y voluntaria, por parte de un bautizado, de verdades de fe de la iglesia», explica el teólogo Otto Karrer (S.XIX). Aquella constitución puso los cimientos de la futura Inquisición, pues establecía que las autoridades eclesiásticas tenían la potestad de perseguir a los enemigos de la Iglesia y devolverles al camino correcto. «Todo arzobispo u obispos debía inspeccionar detenidamente […] una o dos veces al año, las parroquias sospechosas, y lograr que los habitantes señalasen, bajo juramento, a los heréticos. Éstos eran invitados a purgarse de la sospecha de herejía por medio de un juramento, y mostrarse en adelante buenos católicos. Los condes, barones, rectores, consejos de las ciudades y otros lugares debían prestar juramento de ayudar a la Iglesia en esta obra de represión, bajo la pena de perder sus cargos; de ser excomulgados y de ver lanzado el entredicho sobre sus tierras», explica el autor. Además, en el texto se establecía que eran delegados apostólicos y estaban protegidos directamente por la Santa Sede a la hora de llevar a cabo este trabajo.
En las décadas posteriores este sistema no fue seguido de forma específica ni continua. Hubo que esperar hasta el año 1229 para que, mediante una ordenanza real, se estableciera que las autoridades civiles y eclesiásticas tenían la obligación de recuperar aquellas tareas y buscar y castigar a los herejes. No obstante, apenas dos años después el Papa Gregorio IX dictaminó mediante la normativa «Excommunicamus» que la Iglesia sería la única con este poder, además de determinar -por primera vez- el procedimiento concreto que se aplicaría contra los infieles y las penas por las que pasarían si eran encontrados culpables. «Al mismo tiempo el senador de Roma, Annibaldo, publicó un estatuto contra los heréticos, donde empleó por primera vez la palabra «inquisitor» con su significación técnica de inquisidor y no en el sentido general de investigador», añade el experto. Acababa de nacer la Inquisición, y lo hacía teniendo la potestad de arrebatar sus bienes a aquellos que fueran considerados herejes e, incluso, desterrar a sus familiares. No obstante, esta fue la «Inquisición pontificia», la más aciaga durante la Edad Media y diferente a la española, nacida en el siglo XV de la mano de los Reyes Católicos.
Con todo, parece que a los inquisidores no les resultaba nada sencillo encontrar a los herejes (pues estos tenían la curiosa manía de negar su condición si eso hacía que no les cayese encima todo el peso de la justicia). Por ello, en 1252 el Papa Inocencio IV permitió oficialmente el uso de la tortura para lograr que aquellos «desviados de la religión oficial» cantasen su confesión (y lo que se terciase) a sus sacerdotes. Aquella cruel norma fue proclamada mediante la siguiente bula: «El oficial o párroco debe obtener de todos los herejes que capture una confesión mediante la tortura sin dañar su cuerpo o causar peligro de muerte, pues son ladrones y asesinos de almas y apóstatas de los sacramentos de Dios y de la fe. Deben confesar sus errores y acusar a otros herejes, así como a sus cómplices, encubridores, correligionarios y defensores».
Para entonces ya no solo se consideraban herejes las órdenes religiosas que se desviaban de la Iglesia oficial, sino también los judíos, los apóstatas, los excomulgados, los falsos apóstoles, las brujas,los blasfemos, y otros tantos. Lo que se buscaba mediante la tortura era que, haciendo uso de este dolor, toda esta inmensa lista de herejes admitiesen aquello por loq ue eran acusados y pudiesen ser castigados por ello. Con este objetivo se idearon todo tipo de instrumentos a lo largo de los seis siglos que estuvo vigente en diferentes países la Inquisición. En el caso de que resistiesen el proceso sin confesar, se suponía que los acusados debían ser liberados. «Cuando se administraba la tortura y no se obtenía confesión, la conclusión lógica, si es que la tortura probaba algo, era que el acusado era inocente. Según la frase legal, había purgado la prueba y merecía la absolución», determina Primitivo Martínez Fernández en « La Inquisición, el lado oscuro de la Iglesia». Sin embargo, en la mayoría de los casos los reos acababan diciendo cualquier cosa a cambio de que parase aquel horror.
Las torturas más crueles de la Inquisición (desde su creación hasta su abolición en España)
1-El potro
Tristemente, «el potro» fue una de las máquinas de tortura más conocidas de la Edad Media. Su sencillez, su facilidad de construcción y, finalmente, su efectividad a la hora de lograr que el reo confesase (o dijese al pie de la letra lo que los inquisidores querían escuchar) hizo que fuera una de las máquinas más famosas durante aquella época. Y no solo en el ámbito religioso. «Se llamaba así al caballete o potro triangular sobre el que se ponía a los acusados que no querían confesar. El potro era empleado también por la justicia ordinaria en la aplicación del tormento», explica la escritora del S.XIX Irene de Suberwick en su obra « Misterios de la Inquisición y otras sociedades secretas de España».
Su funcionamiento era simple, pero eficaz. Para causar el mayor dolor posible al preso, se le ubicaba sobre una mesa que contaba con cuatro cuerdas. Cada una de ellas, para atar sus brazos y piernas. «Las cuerdas de las muñecas estaban fijas a la mesa y las de las piernas se iban enrollando a una rueda giratoria. Cada desplazamiento de la rueda suponía una extensión de los mismos», destaca Primitivo Martínez Fernández en «La Inquisición, el lado oscuro de la Iglesia». El dolor que producía en los huesos era sumamente insufrible y, si las vueltas a aquella maléfica rueda eran demasiadas, podía provocar el desmembramiento de las extremidades.
Usualmente, este tormento solía tener dos partes. La primera duraba varias vueltas y buscaba amedrentar al preso. Posteriormente, se paraba la máquina y se instaba a la víctima a «hablar». Si no aceptaba, se continuaba hasta que lo hiciese. Con todo, algunos autores son partidarios de que había un nivel más de interrogatorio. Este duraba presuntamente varios días y, tras él, el reo solía fallecer. Fuera como fuese, la víctima podía ser cruelmente estirada hasta 30 centímetros. A su vez, destaca que, si no obtenían la confesión deseada, también podían recurrir a aplicar otros castigos al sujeto allí tumbado mientras el potro surtía su efecto (por ejemplo, quemar sus costados con fuego -siempre considerado purificador-).
Además del posible desmembramiento, el dolor que causaba esta máquina era increíble. «El torturador le daba vueltas al timón […] hasta que los huesos de la víctima eran dislocados con un ruido fuerte, causado por los cartílagos, ligamentos y huesos que se rompían. Si el torturador seguía girando el timón, las piernas y los brazos eran eventualmente arrancados del cuerpo», señala Luis Muñoz en su obra « Origen, Historia Criminal y Juicio de la Iglesia Catolica». Tal y como se puede observar en las crónicas de la época, tras unas «vueltas» en este invento era casi imposible mantenerse en pie. Lo mismo pasaba con la capacidad de caminar. De hecho, era sumamente difícil dar siquiera dos pasos.
2-El aplasta pulgares
El aplasta pulgares era un instrumento metálico en el que se introducían los dedos de las manos y los pies. A continuación, mediante un tornillo se le daban varias vueltas hasta que los apéndices acaban totalmente destrozados. Tenía un origen veneciano y la mayoría de los textos lo definen como un utensilio sencillo, pero sumamente doloroso.
3-El tormento del agua
El conocido como tormento del agua era uno de los más imaginativos. Su utilidad era tal que, en la actualidad, algunas agencias de inteligencia lo siguen utilizando. Contaba con varias versiones, pero la más básica consistía en tumbar a la víctima sobre una mesa, atarle las manos y los pies, taparle las fosas nasales (en la mayoría de los casos) y, finalmente, introducirle una pieza de metal en la boca para evitar que la cerrase bruscamente. A continuación, y tal y como señala Muñoz en su obra, se le metían «ocho cuartos de líquido» por el gaznate. La sensación de ahogamiento era insoportable y, en muchas ocasiones, hacía que la víctima se quedase inconsciente. «La muerte usualmente ocurría por distensión o ruptura del estómago», comenta el autor español.
Con el paso de los años, esta tortura se fue perfeccionando hasta el punto de lograr una sensación totalmente horrible en la víctima. Esta se lograba, principalmente, introduciendo un trapo de lino hasta su garganta y echando agua a través de él. «El agua se filtraba gota a gota a través del húmedo lienzo, y a medida que se introducía en la garganta y en las fosas nasales, la víctima, cuya respiración era a cada instante más difícil, hacía esfuerzos por tragar aquella agua y aspirar un poco de aire. Más a cada uno de sus esfuerzos que imprimían a su cuerpo, una convulsión dolorosa [aparecía]», explican Feréal y otros autores en «Misterios de la Inquisicion de España». El sufrimiento se medía acorde al número de jarros del líquido elemento que se introducían entre pecho y espalda de la víctima.
Uno de las muertes más crueles por este método se sucedió a finales del siglo XVI, como bien señala Muñoz: «Uno de los muchos casos registrados por la Inquisición en 1598 estuvo relacionado a un hombre que fue acusado de ser un hombre lobo y poseído por un demonio. El verdugo vació un volumen de agua tan grande en la garganta de la víctima, que su barriga se expandió y se puso dura poco antes de que muriera». El último tipo de «tormento del agua» consistía en hacer lo mismo, pero en una escalera sobre la que se ponía al presoboca abajo.
En pleno 2015, la CIA sigue utilizando una tortura similar a esta, aunque es llamada « ahogamiento simulado» y se lleva a cabo tumbando al preso en una mesa, vendándole los ojos (tras sujetarle manos y pies) y, finalmente, arrojándole agua al interior de la boca y la nariz. Aunque parezca un acto inocente es sumamente cruel, pues -al no ver nada- el cerebro sufre una sensación de ahogamiento y claustrofobia similar a la que se produciría bajo el líquido elemento. El organismo suele responder con convulsiones y temblores. Según elDepartamento de Justicia de los Estados Unidos, se usó contra los presos de Guantánamo durante años. Además, es una técnica de interrogatorio que las fuerzas especiales americanas deben aprender a eludir antes de ser enviadas a territorio enemigo.
4-La pera vaginal, oral o anal
Como su propio nombre indica, este instrumento de tortura tenía forma de pera (estrecho en una punta y ancho en la otra) y se introducía en la boca, la vagina o el ano de la víctima. La oral se aplicaba a «predicadores heréticos y reos de tendencias antiortodoxas» la vaginal a las mujeres culpables de «relaciones con Satanás o con uno de sus familiares» y la anal a los «homosexuales pasivos». Una vez en el interior, comenzaba el suplicio, pues se abría mediante un tornillo generando un dolor inmenso en el preso.
«La pera era forzada dentro de la vagina, ano o boca. Una vez dentro de la cavidad, era entonces expandida al máximo girando un tornillo. La cavidad en cuestión resultaba irremediablemente mutilada, casi siempre ocasionando la muerte», determina el divulgador histórico Martín Careaga en su obra «La santa Inquisición». Además del dolor que causaba cuando se abría, en sus paredes exteriores contaba con unas púas que desgarraban el interior de la boca, la vagina o el ano del afectado provocando severas hemorragias.
5-La garrucha
Esta tortura era conocida en la vieja Europa como «estrapada», aunque en España fue importada como «la garrucha». Su funcionamiento, al igual que el del potro, era bastante sencillo y no requería de un gran equipamiento técnico, pero no por ello era menos dolorosa. La tortura consistía, simple y llanamente, en atar las manos del preso por detrás de su espalda. A continuación, se alzaba a la víctima varios metros del suelo (tirando de sus muñecas) mediante un sistema de poleas. Una vez en alto, llegaba el castigo. «Finalmente, se le dejaba caer. La longitud de la cuerda estaba medida para que no se golpeara con el suelo, pero la sacudida le dejaba descoyuntado», añade Martínez Fernández en su obra. El descenso hacía que todo el peso del cuerpo de la víctima se sustentase en los brazos, algo sumamente doloroso.
En palabras de este autor, esta tortura fue utilizada en primer término en Italia, donde era llamada «strapatto» y, al igual que el potro, contaba con varias partes. En la primera, se suspendía a la víctima unos seis pies (unos 2 metros) sobre el suelo y se la dejaba caer desde allí. Este procedimiento, según Muñoz, provocaba desgarramientos en el húmero y dislocaba la clavícula. Después de esta «primera toma de contacto» con «la garrucha», se preguntaba al prisionero si quería confesar sus pecados a la Santa Inquisición. Si así lo hacía, el tormento se daba por finalizada. En caso contrario volvía a empezar, aunque de una forma un poco más dolorosa.
«En esa posición [cuando estaba suspendido] hierros de aproximadamente cuarenta y cinco kilogramos eran atados a los pies. Los verdugos entonces halaban la cuerda y soltaban bruscamente a la víctima, sujetándole fuerte antes de que tocase el piso», señala Muñoz. El proceso se repetía una y otra vez. Curiosamente, a partir de 1620 varios inquisidores hicieron múltiples recomendaciones para que el dolor del prisionero fuese lo más intenso posible. Entre las mismas destacaban el levantar muy lentamente al reo para que «disfrutase» del cruel viaje y dejarle suspendido el tiempo en que se tardaba en recitar dos veces en silencio el salme «Miserere» (una oración de arrepentimiento).
«Si la víctima aguantaba la tortura y rehusaba confesar, los torturadores la llevaban a una plataforma donde le quebraban los brazos y las piernas hasta que moría», completa Muñoz. Pero no se detenía en ese punto el castigo pues, si lograban resistir y no se marchaban al otro barrio, el preso era estrangulado y quemado. No fue el caso de una bella mujer que, según cita M.V. de Feréal (S.XIX) mientras sufría la tortura de la garrucha «sufrió un ataque en el que lanzó mucha sangre de su pecho». Según parece, durante el castigo se le rompió la arteria, lo que la hizo fallecer a las pocas jornadas. Curiosamente, una tortura similar fue practicada décadas después por los nazis en Auschwitz.
6-La cuna de Judas
La «cuna de Judas» era un artilugio que estaba formado por dos elementos. El primero era un sistema de poleas que permitía alzar a una persona en el aire. El segundo, una pequeña pirámide de madera cuya punta estaba sumamente afilada. La tortura consistía en levantar a la víctima en el aire y dejarla caer repetidamente y con fuerza sobre la base del artefacto para que su ano, vagina o escrotose desgarrasen. El verdugo, además, podía controlar el dolor que sufría el afectado controlando la altura a la que se ubicaba el prisionero.
Una curiosa variante de la cuna de Judas se llevaba a cabo utilizando agua y ubicando al afectado totalmente atado apoyado con varios pesos en los pies sobre la pirámide. «Era un tratamiento frecuentemente utilizado contra las mujeres acusadas de ser brujas. En el juicio por agua contra las brujas, se suponía que el agua, siendo un elemento “inocente y puro”, haría flotar a la víctima si era inocente, pero si era culpable, entonces se hundiría. Lo cual evidentemente siempre sucedía, pues nadie podía flotar en esa posición», determina Careaga en su obra.
7-La doncella de hierro
Este castigo era uno de los más crueles, aunque se sospecha que no llegó a utilizarse de forma tan usual como el potro debido a su severidad. Para llevar a cabo la tortura de la «doncella de hierro» se introducía al preso en un sarcófago con forma humana con dos puertas. Este artilugio contaba con varios pinchos metálicos en su interior que, cuando se cerraba el ataúd, se introducían en la carne del reo. Curiosamente, y en contra de lo que se cree, estas «agujas» gigantescas no acababan con su vida, aunque le causaban un dolor increíble y hacían que se desangrase poco a poco. Pero eso sí, no le atravesaban de lado a lado, como se muestra en algunas películas.
A su vez, era algo precario como elemento para lograr que los herejes confesaran, pues no había forma de aumentar progresivamente el dolor que causaba. «Había pocos sarcófagos y en realidad estaban pensados para infundir terror. Cualquiera de las torturas precedentes, aunque de apariencia más modesta, permitía una aplicación de intensidad variable, según las necesidades, mientras que la doncella no permitía graduaciones», señala el autor de «La Inquisición, el lado oscuro de la Iglesia».
Tal y como explicamos en ABC en 2012, la primera ejecución con este método se sucedió el 14 de agosto de 1515, y la víctima fue un falsificador. «Las puntas afiladísimas le penetraban en los brazos, en las piernas, en la barriga y en el pecho, y en la vejiga y en la raíz del miembro, y en los ojos y en los hombros y en las nalgas, pero no tanto como para matarlo, y aseí permaneció haciendo un gran griterío y lamento durante dos días, después de los cuales murió», explica el autor alemán del S.XIX Gustav Freytag. Según se cree, Erzsébet Báthory, la «condesa sangrienta» (una mujer acusada de asesinar a cientos de personas por creer que así podría obtener la belleza eterna) era una de las asesinas que -durante el siglo XVII- más disfrutaba usando este artilugio con aquellas chicas que capturaba y aniquilaba.
8-La sierra
La «sierra» era uno de los castigos más brutales que se podían perpetrar contra un prisionero. Usualmente estaba reservado a mujeres que, en palabras los inquisidores, hubiesen sido preñadas por Satanás. Para lograr acabar con el supuesto niño demoníaco que llevaban en su interior, los responsables de cometer la tortura colgaban a la hechicera boca abajo con el ano abierto y, mediante una sierra, la cortaban hasta que llegaban al vientre. «Debido a la posición invertida en que se colgaba a la víctima, el cerebro aseguraba amplia oxigenación y se impedía la pérdida general de sangre. La víctima, por ello, no perdía la consciencia hasta llegar al pecho», completa Careaga. Aunque no era una tortura que buscara una confesión, su crudeza hace que no pueda ser olvidada en esta lista.
Origen: Las torturas más sanguinarias y crueles de la Inquisición