Las últimas confesiones del sucesor de Hitler en la Segunda Guerra Mundial: «No sé por qué me eligió» – Archivo ABC
Karl Dönitz, gran almirante del Tercer Reich, explicó en 1960 cómo había pasado sus últimos días el ‘Führer’ en las páginas de ‘Blanco y Negro’
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Es cierto que Karl Dönitz, de testa generosa y tez afilada, tenía ese ‘je ne sais quoi’ que atraía a Adolf Hitler. Lo suyo no era el nazismo recalcitrante, así que lo que debió cautivar al dictador pudo ser su tendencia a encorvar la cabeza y responder con un ‘sí, bwana’ a la totalidad de sus mandatos. De él –marino de carrera ya en la Primera Guerra Mundial y Gran Almirante de la ‘Kriegsmarine’ desde 1943–, el ‘Führer’ comentó que era un hombre leal; de los pocos que quedaban en el Reich cuando los soviéticos estaban a las puertas de Berlín. Había cierto magnetismo entre ellos. O, quizá, un sencillo respeto.
Pero ni todas las palmaditas en la espalda recibidas desde el ascenso del Partido Nazi podrían haber hecho que Dönitz intuyera la tarea que Hitler guardaba para él durante los estertores del Tercer Reich. El 30 de abril de 1945, poco antes de meterse una pastilla de cianuro por el gaznate y volarse la cabeza con su pistola, el mismo ‘Führer’ que había iniciado la Segunda Guerra Mundial en 1939 le nombró su sucesor. La noticia le fue comunicada por telegrama. «En sustitución del ex mariscal Göring, es usted, señor almirante, a quien se designa. Poderes escritos en camino. Haga el favor de tomar desde este momento todas las medidas que exige la situación actual».
Dönitz se sintió abrumado por la situación y, aunque entendió que no podía negarse, le asaltaron las dudas. «Tal vez quepa preguntarse qué es lo que había impulsado a Hitler a elegirme precisamente a mí. Quizá el respeto que siempre manifestaba abiertamente era una de las razones». Sin embargo, se limitó a aceptar aquella responsabilidad con el objetivo –según un artículo firmado por él publicado en la revista ‘Blanco y Negro’ allá por mayo de 1965– organizar la rendición del Tercer Reich y orquestar la futura transición hacia un nuevo régimen. «Para esta misión, un soldado, es decir, una personalidad apolítica, le parecía, sin duda, más indicado que uno de sus paladines».
Problemas sucesorios
Las líneas publicadas en ABC a su nombre comienzan con un Hitler paranoico que ya barruntaba su final en ‘ Führerbunker’. Dönitz se hallaba entonces lejos de la capital, en Ploen (Schleswig-Holstein), todavía como comandante en jefe de la ‘Kriegsmarine’ y delegado del ‘Führer’ para la zona norte del país. Su máxima era «dirigir la evacuación de los refugiados que huían ante el avance enemigo». En esas andaba cuando recibió un mensaje desde la Cancillería: «Traición en ciernes. Según radio enemiga, Himmler ha hecho ofertas de capitulación por mediación de Suecia. El ‘Führer’ cuenta con usted para que actúe rápidamente y sin piedad contra todos los traidores». Difícil tarea, pues las SS que dirigía el jerarca contaban todavía con un gran poder militar.
El marino entendió que su responsabilidad era averiguar si aquellas acusaciones eran ciertas y partió hacia Lübeck para entrevistarse con el líder de las SS. «Yo tenía la impresión clara de que ya se consideraba sucesor de Hitler. Una semana antes, el mariscal Göring, hasta entonces ‘delfín’ oficial, había sido destituido. Himmler, que ahora quedaba el segundo en la lista de los grandes dignatarios, parecía creerse llamado a ejercer muy pronto el poder supremo». Dönitz halló a su enemigo, adversario si prefieren, reunido con altos oficiales de su gremio. Les daba órdenes como si el dictador ya estuviese muerto. «Forcé la puerta para preguntarle brutalmente si había tratado de ofrecer nuestra capitulación o no. Me afirmó que la noticia era falsa».
Se marchó, contento a medias con la respuesta. Fue el primer encontronazo con Himmler, que no el último. Pero, por entonces, Dönitz sabía que tenía cosas más urgentes de las que preocuparse. «Hitler, en Berlín, estaba completamente aislado. Yo podía aún comunicar con él, pero me daba cuenta de que el ejercicio del mando único desde el búnker de la Cancillería se hacía imposible». El caos que reinaba le hizo llegar a una conclusión: si el ‘Führer’ moría, él se rendiría a los aliados con su ‘Kriegsmarine’ para detener la sangría de soldados. En la actualidad no se puede saber el momento exacto en el que tomó esa decisión, pero esa fue la versión que esgrimió frente a los aliados para defender que no era un fanático, sino un mero militar al servicio de Alemania. Decidan ustedes.
La gran noticia, su nombramiento como sucesor, pilló a Dönitz en la cena. Por entonces todavía no se había hecho público el suicidio de Hitler, pero el telegrama era bastante claro: el ‘Führer’ había decidido acabar con todo. El almirante, en principio dubitativo, entendió que aquella era la mejor forma de «poner fin a la guerra con arreglo a mis ideas, es decir, tomando por mí mismo decisiones que podría imponer a todos los jefes políticos y militares». Según las líneas publicadas en ‘Blanco y Negro’, quiso pensar que el dictador había entendido que el país debía rendirse y que su figura, la de un militar alejado del nazismo más visceral, era la más adecuada para ello. «Hitler debía haber o podía haber comprendido que Alemania iba a verse obligada a capitular».
En todo caso, la llegada de la carta le hizo cambiar de opinión. Si hasta ese momento pensaba rendirse y romper relaciones con los grandes jerarcas, saberse sucesor de Hitler le hizo comprender que debía cambiar su «línea de conducta». «En lo sucesivo lo que yo tenía que hacer era evitar la capitulación total y sin condiciones que exigían los aliados. Por tanto, procuraría llegar lo antes posible a las capitulaciones parciales, limitadas únicamente al frente del Oeste. En cambio, seguiríamos librando batallas en el frente Oriental». Lo que pretendía, o eso admitió, era que «la mayoría de las tropas y los refugiados se dirigiesen a las regiones ocupadas por británicos y norteamericanos» y huyeran del terror soviético.
Frente a Himmler
Uno de los episodios que a Dönitz se le quedaron grabados en la mente, y que puso sobre blanco en 1965, fue el encuentro que mantuvo con Himmler poco después de ser nombrado líder del Tercer Reich. Corría la tarde del 30 de abril y el almirante le hizo llamar a su despacho para informarle de que el poder no recaería sobre él. «Temía que una rivalidad entre nosotros pudiera obstaculizar o hacer imposible mi acción frente al país». Su némesis se presentó en el cuartel general a las doce de la noche, acompañado de «seis SS gigantescos». En previsión de que la situación acabara a disparos, el almirante había ordenado llamar también a «varios submarinistas armados hasta los dientes».
Tras anunciar su llegada, Dönitz hizo pasar a Himmler a su despacho. «Entre nosotros, sobre mi mesa de trabajo, un enorme expediente ocultaba un revólver cargado que yo había escondido allí mismo unos minutos antes. El seguro estaba quitado. No tenía la menor idea del curso que iba a tomar aquella conversación, y solo sabía que con un interlocutor como aquel todo era posible». Frente a frente, el ‘Reichsführer’ de las SS por un lado y de Alemania por otro. El almirante tendió entonces la carta que había recibido sobre la mesa. El líder de las SS la leyó. Minutos de tensión coparon el ambiente hasta que el hombre de las gafillas habló.
–Espero que me permita ser el segundo personaje de su Estado.
Dönitz, aliviado, contestó que su petición no era posible. «Durante más de media hora intentó convencerme en vano. Al fin, se resignó y se fue. Di un suspiro: todo había transcurrido bien». Aunque el almirante estaba convencido de que Himmler podía cargar contra él en los días posteriores, aquello «era un buen presagio para las pruebas por venir». No sabía lo que decía, pues los ocho días que iba a pasar como sucesor del ‘Führer’ iban a ser una verdadera pesadilla. La mayor de la Segunda Guerra Mundial para él.
Capitulaciones
En las jornadas posteriores se trasladó y, desde la sede de su gobierno en Flensburgo, un buque mercante en el que se reunía con sus ministros, movió las escasas piezas de las que disponía y dilató, como pudo, las negociaciones con unos aliados que exigían una rendición total e incondicional ante soviéticos, estadounidenses y británicos. En las páginas de ‘Blanco y Negro’, de hecho, el almirante dejó sobre blanco que tuvo dificultades cuando propuso a Ike Eisenhower la capitulación parcial. El hombre que había orquestado el Día D le respondió de forma tajante: «Exigía una rendición total, sin condiciones y simultánea en todos los frentes».
No pudo más que enviar a uno de sus lugartenientes para convencerle.
–Va a salir usted para Reims. Tratará de explicar una vez más en el cuartel general de Eisenhower las razones que nos impulsan a buscar una capitulación limitada en el sector norteamericano. En caso de negativa, pedirá que la capitulación total se cumpla en dos etapas: en la primera fecha los combates cesarían, pero nuestras tropas conservarían su derecho a desplazarse. En la segunda fecha, este derecho quedaría sin efecto. Trate de conseguir el mayor intervalo entre ambas.
Hay que decir que Dönitz supo jugar bien sus cartas. A base de retrasar más y más los tiempos, consiguió otorgar unos días más a sus tropas para que huyeran de los soviéticos y pasaran a territorio anglosajón. Puede que su mayor error fuese creer, al menos durante algunas jornadas, que su participación en la capitulación podría valerle el perdón de los aliados. La ingenuidad hizo que se planteara ser el líder de un gobierno de transición que procesara a los viejos jerarcas por las barbaridades cometidas y cuya máxima fuera reconstruir el país a partir de una gigantesca red de servicios. La realidad, no obstante, le atropelló el 23 de mayo, cuando fue apresado.
Las palabras con las que Dönitz cerró el artículo (muy similar en esencia a sus memorias, publicadas tras la Segunda Guerra Mundial) fueron casi una disculpa ante el mundo: «Hoy, cuando evoco mi actuación al final de la guerra, tengo plena conciencia de las deficiencias de toda obra humana. Las mejores intenciones resultan a veces desgraciadas, acaso porque su puesta en práctica es defectuosa. Por tanto, estoy lejos de creer que mis reflexiones y mis actos, tal como los he expuesto, puedan parecerme hoy lógicos y justificados. Por el contrario, sigo considerando que entonces tenía para con mi pueblo el deber de aceptar la responsabilidad de poner fin a la guerra y de tratar de limitar la catástrofe».