Las violaciones masivas de Nankín
Thank you for reading this post, don't forget to subscribe!El ejército imperial japonés alcanzó en China el paroxismo de la crueldad
“Dejad, los que aquí entráis, toda esperanza”, dicen las puertas del infierno de la Divina Comedia . Dejad de leer si no queréis abrir de par en par un averno nada literario, diría hoy Dante. La descripción de lo que hizo el ejército imperial japonés durante 1937 en Nankín, que entonces era la capital de la república de China, puede revolver el estómago más insensible. Asesinatos y violaciones en masa. Decapitaciones, torturas y robos. Personas enterradas o quemadas vivas. Millares y millares de mujeres cosificadas, niñas y ancianas incluidas…
Prisioneros utilizados para vivisecciones o para probar el filo de las espadas. Bebés lanzados al aire y ensartados en bayonetas. Criminales de guerra que se burlaron de la justicia… Estáis avisados: este texto contiene imágenes muy desagradables. No hay otra forma de explicar el paroxismo de crueldad alcanzado por los soldados del emperador Hirohito, que siguió en el trono a pesar de todos sus pecados. Otro que también se libró de ir a juicio fue su tío, el príncipe Asaka, que comandó las tropas en Nankín junto al general Iwane Matsui, este sí ajusticiado en 1948.
En 1931, seis años antes de la barbarie que hoy recordamos, Japón ya se había apropiado de una parte importante de China, Manchuria. Bernardo Bertolucci reflejó la creación del estado títere de Manchukuo en El último emperador , de 1987. Otra película, tan sobrecogedora como La lista de Schindler (1993), explica la masacre de Nankín (Nanking o Nanjing). Ciudad de vida y muerte , del director Lu Chuan, recibió la Concha de Oro de San Sebastián en el 2009. El bombardeo de Gernika y esta otra tragedia fueron los pistoletazos de salida de la Segunda Guerra Mundial.
Con Manchuria en su poder, Japón se preguntó por qué conformarse con un trozo del pastel si se lo podía comer entero. La invasión comenzó el 7 de julio de 1937, aprovechando los enfrentamientos entre las tropas nacionalistas de Chang Kai Ckek y los comunistas de Mao Zedong. Las escaramuzas estallaron aquel mismo día, pero las batallas a gran escala comenzaron en Shanghai del 13 de agosto al 26 de noviembre. Los invasores encontraron más resistencia de la prevista y decidieron dar en su avance un escarmiento al enemigo.
Nankín aún no lo sabía, pero se acababa de firmar su sentencia de muerte. Abandonada a su suerte, con el gobierno huido y la guarnición local en desbandada, la ciudad fue la siguiente en caer. Los japoneses llegaban con ganas de venganza y de aterrorizar a la población para facilitar su control. Los asesinatos comenzaron con la excusa de que los soldados chinos se habían quitado el uniforme y se ocultaban entre la población. Numerosos varones en edad militar o cualquiera con aspecto de haber sido recluta fueron asesinados, decapitados o torturados.
Pero nadie estaba a salvo. Además, en el caso de las mujeres se impuso la violación como arma de guerra. Embarazadas en avanzado estado de gestación, abuelas y nietas fueron víctimas de un sadismo indescriptible. Sus cuerpos desnudos aparecieron exangües y ultrajados. Macabros trofeos presidían sus genitales desgarrados: bayonetas, botellas, cañas de bambú… “Incluso a los observadores de la Alemania nazi les horrorizó lo que vieron”, asegura el británico John Swift, coautor de 1001 batallas que cambiaron el curso de la historia (Grijalbo).
Todas las tragedias tienen sus héroes. Una de las pocas luces en esta noche tan oscura fue la del misionero estadounidense John Gillespie Magee (1884-1953). Además de encabezar una iglesia episcopaliana, el reverendo Magee presidía la delegación local de la Cruz Roja. A riesgo de su propia vida, recorrió la ciudad para tratar de llevar a cuantas personas pudo hasta zonas seguras, si es que tales zonas existían. Presenció escenas terribles, como fetos arrancados de los úteros de sus madres y cadáveres de mujeres profanados y de cuyas vaginas sobresalían palos.
Es imposible no recordar en este instante al republicano español Francesc Boix (1920-1951), que sacó de tapadillo miles de fotos del campo de la muerte de Mauthausen, donde estuvo internado. Sus imágenes fueron pruebas de cargo en los juicios de Nuremberg. Además de fotografiar los desastres de la guerra, John Gillespie Magee los grabó con su cámara de 16 mm.Sus fotos y filmaciones pueden verse en el Memorial de las Víctimas de Nankín y en la web de la universidad de Yale. Suyo es también el documental de más arriba, 17 minutos que hielan la sangre.
El ángel de Nankín grabó a niños y mujeres supervivientes de mutilaciones. A campesinos que salvaron la vida milagrosamente a cuenta de cicatrices terribles. Y a muchísimos otros no tan afortunados. Niñas de 7 años fueron violadas hasta morir desangradas. A un crío de 14 años le destrozaron la cabeza a culatazos porque no se descubrió ante unos soldados japoneses. Los ametrallamientos masivos sólo se instauraron cuando algunos pelotones de ejecución se cansaron de matar a bayonetazos.
Las víctimas eran obligadas a cavar su propia fosa. Con suerte las enterraban ya muertas. Hubo hileras de cautivos, atados con alambre de espino, que presenciaron durante horas tales pesadillas hasta que les llegó su turno. Otros muchos cuerpos inertes se quedaron a la intemperie, como un terrible aviso para navegantes. Numerosas obras han explicado estos desastres, la mayoría de autores asiáticos y anglosajones. Por eso tiene tanto mérito que destaque en ese océano bibliográfico un trabajo monumental de investigación del historiador francés Jean-Louis Margolin.
Es imperdonable que una extraordinaria obra de referencia como L’armée de l’empereur: violences et crimes du Japon en guerre, 1937-1945 (Armand Colin) no haya sido traducida aún al castellano desde su publicación, en el 2007. El profesor Margolin, uno de los mayores expertos mundiales en la historia contemporánea de Asia, transita por este horror sin regodearse en el tremendismo. Honestidad y rigor no implican en absoluto en su caso una asepsia desapasionada. El ejército del emperador: violencias y crímenes de Japón en guerra, 1937-1945 no deja indiferente.
Hasta los lectores más informados situarían el inicio de la campaña del Pacífico el 7 de diciembre de 1941, a raíz del bombardeo japonés de Pearl Harbor. En realidad, la campaña de Asia-Pacífico, como sería más correcto denominar este frente de la Segunda Guerra Mundial, se había iniciado cuatro años antes en China. Lo ocurrido en la Unión Soviética y en el área del Asia-Pacífico son claros ejemplos de guerra total, de matanzas industriales, pero ¿por qué la carnicería de Nankín no es tan conocida como la de otros episodios europeos?
El Holocausto y la hiperbólica y omnipresente maldad nazi han dejado hasta hace poco en un indeseado segundo plano otras hecatombes. El debate sobre Nankín es relativamente reciente. Una de las primeras voces contra este olvido fue la de Iris Chang, autora de la conmovedora La violación de Nanking (Capitán Swing). El holocausto olvidado de la Segunda Guerra Mundial es el revelador subtítulo de la obra de esta escritora y periodista estadounidense, prematuramente fallecida en el 2004, a los 36 años.
Las víctimas mortales en las siete primeras semanas se contaron por centenares de millares. Más tarde, las matanzas se atenuaron un poco, aunque nunca se interrumpieron del todo y prosiguieron en los meses siguientes. “En las primeras seis o siete semanas, miles de mujeres fueron violadas, más de 100.000 personas asesinadas e innumerables propiedades robadas o quemadas”, concluyó el Tribunal Militar Internacional para Extremo Oriente, el equivalente japonés al tribunal de Nuremberg, que ejecutó a criminales como el general Matsui y se abstuvo de juzgar a otros.
El Gobierno de China ha elevado en la actualidad la cifra de muertes a 300.000. Nunca sabremos el número definitivo. Según Jean-Louis Margolin, sólo entre el 12 y el 18 de diciembre fueron asesinados entre 30.000 y 60.000 soldados que no pudieron huir, “lo que equivale a un Srebrenica diario”. A ellos hay que unir las muertes de innumerables desgraciados que cometieron el delito de cruzarse en el camino de los japoneses. La sensación de impunidad era aplastante. Y las órdenes, claras: no hacer prisioneros.
Y luego están las agresiones sexuales y la prostitución forzada de millares de niñas y mujeres. Los occidentales que estaban en la ciudad presenciaron “crímenes sexuales de una intensidad sin precedentes”. Una de las personas que hizo estas denuncias fue el alemán John Heinrich Detlev Rabe, representante en China de la empresa Siemens y, como Oskar Schindler, miembro del Partido Nacionalsocialista. A pesar de su carnet nazi, Rabe impulsó un área de seguridad y salvó a centenares y centenares de personas.
Rabe, que a su llegada a Berlín en 1938 tuvo problemas con la Gestapo, refugió en el jardín de su mansión a más de 600 supervivientes de la invasión. Su ejemplo demuestra que las crueldades más arbitrarias convivieron con insólitos ejemplos de coraje y altruismo. Su testimonio y el del ya citado John Gillespie Magee revelan el lado oculto de las estadísticas. Entre el 10 y el 30% de las mujeres de Nankín fueron violadas, la mayoría más de una vez. Pero no es lo mismo decir eso, como dicen muchos libros de historia, que dar la palabra a testigos como ellos.
El alemán vio a mujeres a quienes les cortaron los senos antes o después de ser violadas. Muchas agresiones sexuales se cometieron ante las familias horrorizadas de las víctimas. El estadounidense conoció casos de niñas de siete años o mujeres de 76 víctimas de depredadores sexuales, que solían actuar en grupo. Eso por no hablar de las denominadas mujeres de consuelo . Legiones de chinas, coreanas, filipinas y ciudadanas de otros países invadidos fueron reducidas a la esclavitud sexual más salvaje, como han reconocido hasta los propios japoneses.
Tadakoro Kozo, de la 114 División que arrasó Nankín, ha explicado que hileras de 20 o 30 soldados, desnudos de cintura para abajo, esperaban su turno ante las míseras cabañas de los cuarteles donde decenas de mujeres eran tratadas como una ranura, como un agujero. No contentos con estas sevicias, algunos de aquellos militares participaron en competiciones deportivas para ver quién cortaba más cabezas, como guerreros medievales. Sólo alguien capaz de deshumanizar al otro, de verlo como una cosa, puede hacer algo así.
Primo Levi, superviviente de los campos de la muerte nazis, lo explica en Si esto es un hombre (Austral). Cuando liberaron Auschwitz, en un barracón aparecieron millones de cucharas y de tenedores. ¿Por qué entonces los presos tenían que comer con las manos? “Porque de esta manera nos arrebataban nuestra humanidad y nos veían como animales, no como semejantes”, dice Levi. Esta es la única explicación para tratar de entender a los verdugos de Nankín, hombres normales que sobrevivieron a la guerra y no enloquecieron de vergüenza ni de remordimientos.