«Le torturó y prendió fuego en un agujero»: el lado más cruel de El Cid que (también) lo convirtió en mito
La leyenda de Rodrigo Díaz de Vivar se comenzó a forjar ya en la Edad Media y ha continuado hasta nuestros días, en un relato donde resulta complicado distinguir lo real de los ficticio
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Resulta prácticamente imposible distinguir en la biografía de Rodrigo Díaz de Vivar lo real de lo imaginario. Son muchos los historiadores e investigadores que lo han intentado o lo siguen intentando. La razón de esa dificultad es que el mito de El Cid Campeador se ha ido formando a lo largo de los siglos, desde la Edad Media, pasando por la Edad Moderna y la Edad Contemporánea.
Prueba de ello es que en el siglo XVIII encontramos muchas noticias en la prensa española el famoso líder militar castellano que conquistó el Levante de la Península Ibérica y lo gobernó como un estado independiente a finales del siglo XI. Por ejemplo, en el ‘Mercurio Histórico y Político’ en 1743 y en ‘El Pensador’ en 1762 . También en el ‘Semanario Económico’ en 1767. Menos de veinte años después, el ‘Memorial literario instructivo y curioso de la Corte de Madrid’ le dedicó un amplio reportaje titulado ‘Vida y muerte de El Cid’.
En todos estos artículo se atribuyen a Rodrigo Díaz de Vivar tantos éxitos políticos y militares que no es de extrañar la atención que ha recibido por parte de los más diversos escritores a lo largo de los últimos mil años. Una obsesión que se transmitió, incluso, a la historiografía de los árabes, a pesar de ser estos sus grandes enemigos.
El valenciano Ibn Alqama, que vivió el asedio de su ciudad por parte de nuestro protagonista, no dudó en escribir un detallado y pormenorizado relato de lo ocurrido entre 1090 y 1094. En él, mostrando su lado más cruel, se cuenta como, ante la negativa de uno de sus enemigos a entregarle el tesoro, El Cid ordenó someterle al siguiente tormento: «Se le aplicó una intensa tortura y acto seguido, el Campeador dio unas órdenes. Se acopió entonces de abundante leña e hizo un agujero en el que fue introducido. Se dispuso la leña en torno suyo y se le dio fuego».
Las hazañas
Las supuestas hazañas de El Cid dejaron en los escritores árabes el más abominable de los recuerdos. Por ello resulta lógico que sus historiadores coincidan en pintarlo como a «un enemigo aborrecido, al que colman de fechorías dignas de todas las maldiciones». Aún así, no faltaron tampoco los elogios, como es el caso de lbn Bassam, que llegó a presentarlo como un guerrero cultivado, interesado en la lectura y en el conocimiento de las gestas de los antiguos héroes. Eso quiere decir que Rodrígo Díaz de Vivar consiguió imponerse a esa máxima que asegura que la historia la escriben siempre los ganadores. En su caso, hasta los derrotados por él se interesaron por su vida.
También se escribieron varios textos en latín, surgidos probablemente de entre sus compañeros desterrados, cuyo objetivo no era otro que desarrollar inmediatamente una literatura en torno a El Cid y acabar con el silencio inicial de algunas crónicas como la de Pelayo o la ‘Historia Silensis’. La construcción del mito, por lo tanto, comenzó antes incluso de su muerte en 1099. El ejemplo más claro es ‘Carmen Campidoctoris’, una manuscrito incompleto de 129 versos sáficos organizados en estrofas que abarcan desde su juventud hasta la batalla de Almenara (1082). Se dice que fue escrito por un monje de Ripoll en 1090, aunque hay investigadores que lo fechan cincuenta años después y escritor a partir de la tradición oral.
La figura de Rodrigo Díaz de Vivar no podía resultar ajena a la poesía épica, ya que el propósito de los cantares de gesta consistía en el ensalzamiento político de personajes o hechos heroicos que, en circunstancias cruciales, tuvieron un interés relevante para la gran mayoría de la población. Son famosos los ejemplos de el ‘Cantar de Sancho II’, el ‘Poema de mío Cid’ v las ‘Mocedades de Rodrigo’, que se ocuparon todos de seguir ahondando en la leyenda del personaje por encima de los hechos históricos. En este último es, de hcho, una exaltación del Reino de Castilla frente al de León, con el Cid Campeador como protagonista, ya que se le muestra negociando con la Reina Urraca I la toma de la ciudad de Zamora, desafiando al nuevo Rey Alfonso VI y persiguiendo a Vellido Dolfos, el noble y supuesto autor de la muerte de Sancho II de Castilla, otro personaje que siempre estuvo entre el mito y la realidad.
Destruir el mito
En el siglo XII encontramos también la ‘Historia Roderici’ —o ‘Gesta Roderici’, según los manuscritos—, una obra escrita en el siglo XII que recoge otros elementos legendarios y poéticos, pero que, según el historiador Nicasio Salvador Miguel en su artículo ‘El fulgor del héroe’, publicado en la revista ‘La Aventura de la Historia’, está bien documentada. Su autor, de hecho, insiste en la «certisima veritate» de la que narra, centrándose casi exclusivamente en los acontecimientos militares de El Cid, nunca en los políticos o jurídicos.
Algunos autores quisieron echar por tierra el mito que se había construido en torno a Rodrigo Díaz de Vidar. El jesuita catalán Juan Francisco Madeu llegó a poner en duda su existencia en la segunda mitad del siglo XVIII, pero la bola era tan grande que no pudo evitar que se siguiera hablando de sus hazañas nunca demostradas históricamente. No hay más que echar un vistazo a la prensa española del siglo XIX, que todavía seguía ensalzando su figura y recordando sus batallas. Si hacemos una búsqueda rápida en la hemeroteca de la Biblioteca Nacional de España (BNE), el resultado nos da más de 10.100 referencias digitalizadas sobre el militar castellano entre 1728 y 1979, a las que habría que sumar otras tantas sin digitalizar.
En 1880, por ejemplo, diarios como ‘El Globo’, ‘La Ilustración española y americana’, ‘La Unión’, ‘El Imparcial’ y la revista ‘Madrid cómico’, entre otros muchos, seguían dedicándole un amplio espacio a El Cid. El 20 de septiembre de ese año, por ejemplo, ‘La Ilustración Económica’ recordaba en nada menos que cuatro páginas la mencionada conquista de Valencia de nuestro héroe. «Los mahometanos continuaron dominando pacíficamente la ciudad durante más de trescientos años hasta que, en 1094, fue recuperada por el famoso Rodrigo Diaz de Vivar. Gobernó en paz cinco años, protegiendo principalmente a los cristianos, que habían crecido en número», explicaba en uno de los párrafos.
Una idea cetera
Más recientemente, otros historiadores han tratado de desgranar el trigo de la paja, con el objetivo de que nos hagamos una idea más certera posible de quién fue El Cid. Pero no podemos obviar que, aunque se haya aceptado como probable que naciera en Vivar (Burgos) alrededor de 1043, ni siquiera ese dato tan básico puede ser considerado como cierto al cien por cien. Como explicaba Emilio Cabrera Muñoz en el capítulo dedicado a El Cid en «Historia de España de la Edad Media» (Ariel, 2011), «Rodrigo Díaz fue un hombre de su tiempo, con las virtudes y los defectos propios de un siglo duro y turbulento como fue el siglo XI».
El consenso general entre los historiadores actuales es que la existencia de Rodrigo Díaz de Vivar y algunos de los hechos históricos que protagonizó se pueden demostrar, pero sigue siendo muy difícil distinguir lo verdadero de lo inventado por los diferentes escritores, poetas e historiadores a lo largo del último milenio. El último en intentarlo es el investigador y doctor en Historia David Porrinas González, que el año pasado publicó «El Cid. Historia y mito de un señor de la guerra» (Desperta Ferro), un ensayo que trata de separar de una vez por todas la realidad de la ficción, como por ejemplo la Jura de Santa Gadea, la épica batalla después de muerto y hasta que tuviera dos espadas llamadas Tizona y Colada.
«Se han escrito biografías sobre el Cid que muestran la realidad. Un ejemplo es la de Richard Fletcher, de 1989, o la de Gonzalo Martínez Díez, de 1999. Yo mismo llevo años publicando artículos que buscaban acabar con la leyenda. Quien quiera conocer al Campeador histórico lo puede hacer, pero la verdad es que las imágenes más míticas suelen calar en la sociedad, ya que son fácilmente asimilables. La película de Anthony Mann también ayudó a consagrar esa visión, la cual ha quedado arraigada en el imaginario colectivo. Es muy difícil quitarse de la cabeza esa Jura de Santa Gadea, esa batalla después de muerto, esa lealtad desmedida hacia un rey mediocre», contaba el autor en una entrevista reciente en ABC, con M. P. Villatoro.