Locura en la Guerra Civil: «La República reconoció que fusilar a Primo de Rivera fue un error»
En sus memorias, el presidente de la República explicó que había intercedido por el líder de Falange durante el conflicto para evitar que su muerte lo convirtiera en un mito
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Se podría decir que ese aire de mesías que tanto molestaba a Francisco Franco fue el que salvó a José Antonio Primo de Rivera de terminar sus días tirado en una cuneta luciendo un disparo de fusil en la sien allá por agosto de 1936. Y es que, un par de meses después de que estallara la Guerra Civil, el Partido Comunista ideó un plan para acabar con la vida del líder de la Falange durante una ‘saca’. La operación, sin embargo, no se llevó a cabo gracias a la intervención de un Manuel Azaña convencido en parte de que acabar con el político sin juicio previo era similar a forjar un mito para el bando sublevado.
Aunque los ojos de Primo de Rivera se cerraron a golpe de pelotón de fusilamiento el 20 de noviembre de 1936, la realidad es que el procedimiento judicial que tuvo que afrontar en los últimos días de su vida ayudó a crear una pátina de legalidad que calmó los ánimos. Así lo explica a ABC Alberto de Frutos, coautor de varios ensayos sobre el conflicto fratricida como el superventas ’30 paisajes de la Guerra Civil’. El periodista e investigador es partidario –como bien se demuestra en la entrevista que se incluye al final de este reportaje– de que haber terminado con el líder de la Falange en una ‘saca’ habría supuesto un empujón a los franquistas: «La República reconoció que fusilar a Primo de Rivera fue un error».
Buena vida
Más allá de pasar las horas muertas entre rejas, las vidas de José Antonio Primo de Rivera y de su hermano no fueron especialmente duras en la prisión de Alicante. Joan María Thomàs, su gran biógrafo, explica en ‘José Antonio. Realidad y mito’ que el político no sufrió privación alguna y que conocía los movimientos de sus correligionarios gracias a una infinidad de filtraciones. «En principio conseguía recibir informaciones sobre el desarrollo de la guerra gracias a la permisividad carcelaria de la que disfrutaba», desvela el autor. El líder de la Falange jamás admitió que daba órdenes a sus subordinados desde la cárcel. Todo lo contrario: solía pedir que le dejasen en libertad para detener la participación de sus hombres en el conflicto.
Un ejemplo de la permisividad de los carceleros es que los dos hermanos disponían de una pistola que escondían en su celda. En principio, para utilizar solo si sus compañeros de la Falange acudían en su ayuda. «Los revólveres tenían que haberles servido para colaborar en su liberación fallida del 18 de julio, y los habían llevado al patio cada vez que salían de paseo tras producirse un enfrentamiento entre los presos comunes y dos falangistas, en medio de una escalada de tensión entre ambos bandos», añade el experto en su obra. Al parecer, la CNT avisó al director de la cárcel, Teodorico Serna Ortega, de que disponían de armas de fuego, pero este se limitó a obviar la información.
Pero, como todo lo bueno tiende a terminarse, los Primo de Rivera vieron en agosto como sus privilegios se esfumaban con el director de la cárcel. A principios de mes, y con la Guerra Civil en auge, Serna fue sustituido por Adolfo M. Crespo Obrios y este, poco después de arribar, se desesperó al enterarse de la situación de los hermanos. Para empezar, denunció que ambos habían sido recluidos en celdas contiguas y que tenían de vecinos de pasillo a una treintena de falangistas. Un pequeño gueto en el que hacían y deshacían a su gusto. Además, les impidió las visitas cuando descubrió que poseían dos pistolas y una serie de mapas en los que se mostraba cómo avanzaba el frente.
Cortar por lo sano
Los hallazgos de Crespo hicieron saltar las alarmas en el seno de los sectores más extremistas de la Segunda República. Entre ellos, los del Partido Comunista, cuyas ideas se encontraban en las antípodas de las que esgrimían políticos como Indalecio Prieto. «Las relaciones de Prieto con los comunistas son un poco tirantes, porque se mantiene, con razón, en no dejarse manejar por nadie. […] Dijo varias veces que no estaba dispuesto a seguir las inspiraciones del buró político comunista, ni de ningún otro», escribió Manuel Azaña en sus memorias tras la Guerra Civil. Bajo la premisa de que los sectores más centristas del Gobierno habían permitido a Primo de Rivera hacer cuanto quisiera, se dispusieron a tomarse la justicia por su mano.
La organización tomó la decisión unilateral de ejecutar a los hermanos Primo de Rivera durante una ‘saca’. Una práctica tan triste como habitual que consistía en fusilar a los reos sin juicio previo. Así lo explica el periodista e investigador José María Zavala en su obra ‘ Los horrores de la Guerra Civil: testimonios y vivencias de los dos bandos’: «Desde el inicio de la contienda, los ‘paseos’ se industrializaron convirtiéndose en aterradoras ‘sacas’. Asesinatos en masa de presos una vez ‘sacados’, de ahí su nombre, de las cárceles». Tal y como desvela el autor español en la mencionada obra, este método se vio fomentado por la sustitución de los funcionarios por milicianos armados.
Según explican autores como Paul Preston o como el mismo Thomàs, la responsabilidad de poner en marcha el plan la asumió el Comité de Orden Público de Alicante a propuesta del Partido Comunista. En principio, este organismo estableció que la ejecución se llevaría a cabo durante un traslado hacia la cárcel de Cartagena. Uno más falso que una peseta de madera, vaya. El verdugo sería un tal Vicente Alcalde, miembro del PCE, acompañado de un pequeño grupo de acólitos. La operación, como cabía esperar, fue aprobada durante una votación clandestina. «El acuerdo había tenido el voto en contra de los representantes de Unión Republicana y de Izquierda Republicana», añade el hispanista en su texto.
Todo estaba en marcha. Hasta un punto tal, que los hermanos fueron avisados en agosto de su traslado hacia la cárcel de Cartagena. Sin embargo, algunos republicanos que se enteraron de la votación movieron ficha y avisaron a los líderes más centristas. Entre aquellos que recibieron la noticia se hallaron José Giral Pereira –presidente del Consejo de Ministros– o el mismo Indalecio Prieto. Ambos, contrarios a las políticas extremistas del Partido Comunista. Los dos intentaron que se detuviera aquella locura y que se cancelara la ‘saca’.
Sin embargo, el único que logró detener el plan fue Manuel Azaña, como bien explicó en sus memorias:
«Los recuerdos se enredan como cerezas. Haré punto con el siguiente. Cuando Ossorio supo, porque yo se lo conté, mi intervención personal para librar a Primo de Rivera del asesinato que iban a perpetrar algunos fanáticos de Alicante, se quedó callado. ‘¡Cómo! ¿Le parece que he hecho mal? ¿Me he excedido?’. ‘No sé, no sé…’. ‘¿Resultará que ha sido una pifia?’. ‘¿Por qué no…?’».
Azaña se basaba, por un lado, en que Primo de Rivera sería utilizado como un mártir por el bando sublevado si caía en un fusilamiento sin juicio previo. Y no le faltaba razón. Con todo, en sus escritos tras la Guerra Civil esgrimió también que era contrario a las ‘sacas’: «No quiero fusilar a nadie. Alguien ha de empezar aquí a no fusilar a troche y moche. Empezaré yo». Salta a la vista que José Antonio esquivó aquella bala. Pocos meses después, no obstante, se enfrentó a un juicio que algunos historiadores consideran resuelto antes siquiera de haber comenzado y a una sentencia de muerte que se ejecutó el 20 de noviembre de 1936.
Origen: Locura en la Guerra Civil: «La República reconoció que fusilar a Primo de Rivera fue un error»