21 noviembre, 2024

Los 100.000 hijos de San Luis: el ejército francés que devolvió a España a la casilla del absolutismo

Cuadro de José Aparicio que representa el desembarco de Fernando VII en el Puerto de Santa María. ABC
Cuadro de José Aparicio que representa el desembarco de Fernando VII en el Puerto de Santa María. ABC

El primer día del año 1820 Rafael de Riego, un teniente coronel sin suerte que esperaba, como tantos, embarcar hacia América, dio el paso definitivo para alumbrar el Trienio Liberal

La idea generalizada sobre el siglo XIX es que España se quedó atrás en Europa, aferrada al catolicismo y al absolutismo mientras el resto de naciones abrazaban el liberalismo más progresista. Un mito que resulta difícil de reconciliar con el hecho de que fue por culpa de la supuestamente avanzada Francia, la que perdura en el imaginario como la nación más revolucionaria de la centuria, el que España no consiguiera salir del absolutismo más absoluto que representaba Fernando VII. La llegada al país de los 100.000 hijos de San Luis deshilachó un proyecto tan prometedor, aunque incompleto, como fue el Trienio Liberal.

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El primer día del año 1820 Rafael de Riego, un teniente coronel sin suerte que esperaba, como tantos, embarcar hacia América, dio el paso definitivo. Este asturiano parió en Cabezas de San Juan (Sevilla) lo que otros habían masticado y elaborado, hasta diez conspiraciones, sin pasar de la fase embrionaria. Elevó al aire su sable y pidió al Rey Fernando VII que jurara la Constitución de 1812, que «apaciguara así a nuestros hermanos de América» y evitara que sus hijos se alejaran de la «patria en unos barcos podridos» a luchar en una guerra injusta contra las emergentes repúblicas del otro lado del charco.

Parte de las tropas acantonadas se unió a Riego, del que se dijo que había sido regado con oro de emisarios argentinos, y lograron detener al general en jefe del cuerpo expedicionario. Por lo demás, el pronunciamiento fracasó. Ni los rebeldes consiguieron tomar la ciudad de Cádiz, ni lograron que el resto del ejército se uniera a su levantamiento. Solo se sublevaron entre 3.000 y 5.000 de los 20.000 hombres que se consumían esperando en Cádiz y alrededores a que atracaran barcos para salir hacia América.

Muchos de los descontentos con la política absolutista no estaban de acuerdo con el objetivo de restituir la Constitución y se conformaban con una monarquía menos salvaje. Fernando VII, un Rey que tras la Guerra de Independencia había impuesto un absolutismo riguroso, prestó poca atención al incidente y se limitó a esperar que los rebeldes se rindieran por completo. En los primeros días de marzo, Riego estaba a punto de refugiarse en Portugal convencido de su fracaso, cuando de forma inesperada la rebelión se extendió por el país y sumió al gobierno en el desconcierto.

El Rey se llevó el susto de su vida al ser informado de que las tropas acuarteladas en Madrid y la propia Guardia Real estaban a favor de la Constitución. Había quedado atrapado en su palacio, a donde entró una multitud con violencia el 9 de marzo, que trató de ocupar las habitaciones reales. Cejaron en su propósito por el anuncio del Rey de que estaba dispuesto a enfundarse el traje de liberal porque lo exigía «la civilización europea».

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Cuando se estableció un gobierno liberal, el Rey se limitó a meterse en su caparazón a la espera de recabar apoyos en el interior y en el exterior, mientras a los liberales les destinaba su sonrisa más hipócrita. A Fernando no le costó jurar la Constitución de 1812 en el Salón de Reinos, abolir la Inquisición y poner fin a la persecución política. Su brindis al sol se escenificó con su conocida frase: «Marchemos francamente, y yo el primero, por la senda constitucional». Aquel sistema constitucional requería de la figura inviolable del rey para que funcionara y cobrara sentido.

El Rey Fernando VII jura ante las Cortes la Constitución de 1812 ABC

Fernando se valió de los amplios poderes ejecutivos que le daba el texto constitucional para sabotear desde dentro el sistema. Su red de partidarios armó y organizó a cuadrillas de guerrilleros, «los ejércitos de la fe», para aumentar la sensación de inseguridad en los campos españoles. Además, la negativa de los gobiernos europeos a reconocer la Constitución de 1812, vista como un atentado al orden divino y una llamada a los principios republicanos, comprometió el futuro del liberalismo en España. Pero nada tanto como las tensiones dentro del propio sistema, entre los conocidos como liberales exaltados y los liberales moderados, y entre los masones y los comuneros, y entre las distintas logias… Todos ellos garantizaron una muerte violenta al Trienio Liberal.

Las reservas francesas

La contrarrevolución absolutista se sirvió de guerrillas, conjuras y desinformación para erosionar el sistema, pero no consiguió recabar los suficientes apoyos para derrotar de golpe a los liberales. Fernando se convenció de que solo con ayuda de otros reyes europeos podría recuperar su corona a corto plazo. Su primera tentativa fue llamar a la puerta del zar Alejandro I, otrora un reformista al que su victoria sobre Napoleón le convenció de que había sido escogido por Dios para liderar una Europa de paz y prosperidad. La lejana y arcaica corte rusa le agradeció los elogios a Fernando VII pero le remitió a Francia por cercanía y por lo poco idóneo de que la Santa Alianza se puenteara entre sí.

Tras la derrota de Napoleón, Rusia, Austria y Prusia establecieron una alianza cristiana para evitar que volviera a producirse algo parecido a la Revolución Francesa. La dinastía de los Borbones fue restaurada en el trono francés a través de la figura de Luis XVIII —orondo hermano del decapitado Luis XVI— que, a pesar de los apoyos internacionales, debió moverse con pies de plomo en un país aún sediento de cambios. De ahí las enormes reservas del francés a ayudar a su primo Fernando VII a recuperar el poder absoluto.

Presionado por el resto de miembros de la Santa Alianza, el galo al fin accedió a enviar un ejército de más de 60.000 hombres, encabezado por su sobrino el Duque de Angulema, con el propósito de modificar desde el extranjero el tipo de gobierno en España. Con esta intervención, el Rey francés quería dar un golpe en la mesa a ambos lados de los Pirineos, recuperar el prestigio militar de su nación y, así lo anunció, «conservar el trono de España a un nieto de Enrique IV y preservar aquel hermoso reino de su ruina». No obstante, más bien parece que una España débil, arruinada por su primo, se le antojaba un goloso escenario para Francia.

A la entrada de los Cien Mil hijos de San Luis en España, las autoridades liberales tomaron la decisión de hacerse fuertes en el sur de la península, como habían hecho en la guerra contra Napoleón. El Rey entorpeció su marcha hacia Andalucía y, enaltecido por el sonido de la caballería Borbón, se enfrentó de forma indecorosa a los miembros del gobierno: «¡Carajo! Tengo más cojones que Dios. Tengo bastantes cojones para comeros a todos vosotros. ¡Fuera, fuera, carajo!», gritó un día para expulsar a los ministros de su cámara.

El Rey espía

Fernando dilató al máximo su marcha hacia el sur para dar tiempo a los Cien Mil Hijos de San Luis a llegar en su búsqueda. Una vez en Cádiz la corte trabajó en facilitar la llegada de los franceses. «El palacio no solo comunicaba a los franceses todos los secretos, sino que era más enemigo del gobierno que ellos mismos», se lamentaría el ministro José María Calatrava en sus diarios. Los ministros seguían obligados a revelar sus planes a Fernando, como rey constitucional que era, lo que ataba de pies y manos a los mandos liberales frente al cerco francés.

Retrato ecuestre de Fernando VII por José de Madrazo (1821) ABC

A mediados de septiembre de 1823 los liberales recibieron un duro golpe moral con la derrota y apresamiento de Riego en tierras de Jaén. Angulema, sobrino del Rey de Francia, se negó a negociar acuerdo alguno con los defensores de Cádiz, desmoralizados y con las tropas escabulléndose por los agujeros que formaban los cañonazos franceses en las murallas. La única salida posible comenzaba por poner primero a salvo a Fernando.

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No sin antes mentir, lo que él llamaba prometer, que firmaría una amnistía sin excepciones, el Rey fue evacuado de Cádiz en una lustrosa embarcación decorada para la ocasión y conducida por políticos liberales hasta el Puerto de Santa María, donde fue recibido con alegría por el Duque de Angulema, su plana mayor, los cabecillas absolutistas, un ayuda de cámara del zar ruso y muchos «atravesados», como definió el Felón a los generales que se habían cambiado de bando al final. Fernando no olvidaría sus nombres.

Tras los festejos de rigor, los franceses pidieron al Rey que buscara la reconciliación con los derrotados y concediera una constitución, en este caso moderada, para que no se reprodujera otra represión sangrienta. Fernando guardó silencio y se preparó para vengarse.

Con ganas de resolver cuanto antes aquella costosa guerra, Angulema prefirió mirar a otro lado

Con ganas de resolver cuanto antes aquella costosa guerra, Angulema prefirió mirar a otro lado mientras aceleraba su salida del país. En un encuentro con el general liberal Miguel Ricardo de Álava, uno de los oficiales que habían vencido a Napoleón en la batalla de Waterloo, el duque le confesó a su viejo camarada que cabía esperar poca cosa buena del monarca si seguía apoyándose en el partido servil, «el peor de la nación»:

«Estoy acostumbrado de su estolidez e inmoralidad. Los empleados de la regencia no tratan sino de robar y hacer negocios».

Los franceses descubrieron rápido que habían hecho un negocio ruinoso tanto a nivel político como económico. Antes de marcharse, Angulema pasó al Rey de España una factura por los servicios prestados de 130 millones de reales, aparte de exigirle un trato privilegiado en sus futuros negocios en América. Luis XVIII y su sucesor Carlos X, más virado hacia el absolutista, se exasperaron en los siguientes años porque dominando el país no fueron nunca capaces de imponer su voluntad ni de exprimir más que duros sevillanos a la hacienda regia. Con el comercio arruinado, la agricultura abandonada y la población desmoralizada, los Borbones franceses podían contentarse, si eso les saciaba, con que Fernando VII hubieran recuperado su sacro poder.

La guerra contra los constitucionalistas duró siete meses y medio, con batallas enconadas que desdicen la creencia extendida de que fue un paseo triunfal, pero hasta 1828 las tropas francesas ocuparían territorio español. Gracias a las maquinaciones de Fernando, el ejército que tanto esfuerzo había costado expulsar años antes volvió por la puerta grande. Lo más irónico del asunto es que en este caso fueron los liberales los que agradecieron que se quedaran el máximo de tiempo los franceses a vigilar los excesos del Monarca y a evitar linchamientos.

Origen: Los 100.000 hijos de San Luis: el ejército francés que devolvió a España a la casilla del absolutismo

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