Los 25.000 madrileños que Napoleón dejó morir de hambre en 1812: la otra Guerra de Independencia
Su origen se encuentra en las malas cosechas sufridas por España entre 1803 y 1806, pero fueron los invasores franceses quienes agravaron la situación al comenzar su invasión del país en 1808. En la capital fue donde se vieron las escenas más dantescas, con centenares de cadáveres por las calles que eran recogidos hasta dos veces al día por los carros
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El grabado «Gracias a la almorta» de Goya representa muy bien el episodio que vamos a contarles a continuación. En él puede verse a una mujer con el rostro oculto que reparte comida entre un grupo de personajes hambrientos. Parece una sopa realizada con harina de almorta, tal y como reza el título de esta estampa. El célebre pintor zaragozano lo realizó entre 1812 y 1814, basándose en las escenas que él mismo debió presenciar en las calles de Madrid durante la Guerra de Independencia.
La obra puede verse en el Museo del Prado, con esa mujer recostada y vestida de blanco en primer término, mientras sujeta una cuchara en una mano y ofrece un plato con la otra. Tras ella, tres personas muy delgadas, con los ojos hundidos y las mandíbulas y los pómulos muy marcados, claramente castigadas por el hambre que asoló España durante los enfrentamientos contra las tropas de Napoleón. Y en segundo plano, otras dos mujeres con de rostros espectrales y vestidas con harapos que, seguramente, pertenecieron a otras personas de distinto tamaño.
Esta terrible hambruna provocada (o, al menos, ignorada) por el famoso emperador francés, para acabar con éxito la invasión de España, azotó especialmente a Madrid entre 1811 y 1812. Le costó la vida a más de 25.000 vecinos. Una cifra considerablemente alta si tenemos en cuenta que, según los datos del historiador Pablo Jesús Aguilera, la capital contaba entonces con 175.000 habitantes. ¿Por qué, entonces, no se ha hablado tanto de este episodio como de las célebres batallas de Bailén, Vitoria o puente Sampayo? ¿Por qué no ha recibido tanta atención como el propio José Bonaparte, el general Castaños o el coronel Luis Lacy?
Para encontrar su origen tenemos que retroceder hasta las malas cosechas sufridas por España entre 1803 y 1806. A estas se sumó después la entrada de los franceses tras la firma del Tratado de Fontainebleau, según el cual Napoléon obtuvo permiso por parte de Fernando VII para atravesar España con más de 110.000 soldados. El pretexto inicial era invadir Portugal, pero a su paso por la península empezó a conquistar todas y cada una de las ciudades por las que pasaba, lo que agravó la crisis alimentaria de manera muy drástica.
«Es un juego de niños, esa gente no sabe lo que es un ejército francés; créame, será rápido», había asegurado Napoleón en otoño de 1807, pero el conflicto acabó alargándose durante seis largos años. Eso provocó que el Emperador, obviando las consecuencias que pudiera tener para la población, arrasara con muchos de los cultivos o que estos tuvieran que ser abandonados por los agricultores, ya que la mayoría tuvo que ir a combatir contra los franceses.
Fernando VII entró en Madrid por la Puerta de Atocha el 24 de marzo de 1808 y, mientras, el general Joaquín Murat, cuñado de Napoleón y jefe de su Ejército en España, se apostaba en Chamartín. Las calles se mantuvieron relativamente tranquilas durante unas semanas gracias a la presencia de los soldados galos, que paseaban a sus anchas por el resto de la capital sin que los madrileños se percataran del desprecio con que trataban a su Rey. «Nos cuesta mucho trabajo creer que los propósitos de los franceses no fueran evidentes ante los ojos de nuestros conciudadanos. Los testigos de aquella situación nos hablan insistentemente del malestar creciente de la población madrileña. ¿Qué hacer? Porque los franceses tenían en Madrid y sus alrededores 25.000 hombres con numerosa Artillería», explicaba el historiador José Manuel Guerrero en su artículo «El ejército francés en Madrid», publicado en la «Revista de Historia Militar» en 2004.
«¡Armas, armas, armas!»
El 2 de mayo de 1808 Madrid todo saltó por los aires y dio comienzo la Guerra de Independencia. «No se oían más voces que ¡armas, armas, armas! Los que no vociferaban en las calles, vociferaban en los balcones. Y si un momento antes la mitad de los madrileños eran simplemente curiosos, después de la aparición de la artillería todos fueron actores», contaba Galdós. El pueblo español no tardó en levantarse, convencido de que podía y debía echar al invasor. El Gobierno llamó a filas a sus ciudadanos y consiguieron reunir a 30.000 hombres, la gran mayoría de ellos milicianos sin ninguna experiencia en combate que, efectivamente, tuvieron que abandonar sus labores en el campo.
Los asedios a las ciudades recordaban a los de la Antigüedad. Los franceses trataban de reducirlas durante meses de lucha, calle por calle, casa por casa, peleando contra hombres, mujeres y niños. En Madrid esa situación se agravó por la carestía de alimentos, que no solo seguía presente, sino que se extendió. «Eso causó una espectacular subida de precios en los alimentos, lo que que motivó a su vez una hambruna generalizada por toda España que afectó tanto a franceses como a españoles, si bien la población civil fue la más perjudicada», asegura Aguilera en un artículo, que fue publicado en 2009 en «La Gatera de la Villa».
Como apunta otro historiador, Emilio de Diego, el hambre será «la gran catástrofe de la guerra de 1808 a 1814», aunque dentro de este periodo hay que destacar el años 1812, el de la hambruna más extrema en todo el país. «He visto a gente acomodada disputar a los perros pedazos de caballos o de mulos muertos […]. Un niño que acababa de morir de inanición fue comido por sus pequeños compañeros, que devoraban delante nuestro sus miembros descarnados», escribía en sus memorias un militar francés presente en la guerra.
Un pan, 13 reales
La almorta representada por Goya en su grabado había sustituido a otros cereales en la dieta de los soldados y la población civil. Esto se debía a que crecía en condiciones extremas sin necesidad de un cuidado especial. Sin embargo, no era muy buena para la salud, pues contenía neurotoxinas, una sustancia que acarreaba problemas de crecimiento en los niños y enfermedades graves en los adultos. En concreto, el latirismo, que podía atacar a los huesos, por un lado, y al sistema nervioso central, por otro, causando este último la parálisis crónica en las piernas, impotencia y dificultades para retener la orina. De ahí el título del pintor, «Gracias a la almorta», en referencia a todo lo que podía provocar este producto, tanto lo bueno (paliar el hambre) como lo malo (la muerte).
Madrid fue, como dijimos, la principal víctima de esta escasez de alimentos, ya que dependía del abastecimiento de otras ciudades. Baste decir que, de las 782.874 fanegas de trigo que se consumieron en la capital en 1789, tan solo 9.235 se habían cosechado en tierras de la capital. Y que de las pocas remesas que llegaban, la mayoría eran requisadas por las tropas francesas o por los guerrilleros españoles durante la guerra. «Todo esto motivó que apenas entraran alimentos en la capital y que los pocos que lo hacían alcanzaran precios exorbitantes. Así, la fanega de trigo, que costaba alrededor de 60 reales a comienzos de 1811, vio cómo su precio se disparaba hasta multiplicarse por nueve en la primavera de 1812, con 540 reales. Teniendo en cuenta que de una fanega se obtenían 40 panes, alimento fundamental y a veces único de gran parte de la población, cada pan costaba 12 o 13 reales. Eso era una cantidad mucho mayor que lo que muchos madrileños recibían de jornal al día», añade Aguilera.
Esta falta de víveres provocó, también, motines y revueltas. Fueron varios los almacenes, tahonas y puestos de mercado que fueron asaltados y saqueados en Madrid, antes incluso de que se produjera el punto álgido de la hambruna en el verano de 1812. El punto crítico se había iniciado a comienzos de septiembre del año anterior, en una ciudad donde se podían ver escenas dantescas, con muchas personas implorando caridad en las calles y donde los cadáveres eran recogidos hasta dos veces al días por los carros de las parroquias. Morías decenas o centenas de vecinos al día, lo que provocó que muchos de los supervivientes intentaran huir al campo.
«Falta de alimento»
Esto originó también la aparición de enfermedades como el tifus o la disentería, cuyos síntomas se agravaron con la llegada del calor. En los libros parroquiales de defunciones consultados por Pablo Jesús Aguilera es común encontrar la «falta de alimento» o «la «pobreza y la necesidad» como causas de muerte en aquellas fechas, junto a las «calenturas pútridas» y a los «tabardillos».
Para intentar paliar esta situación se emprendieron una serie de medidas, que nunca fueron suficientes y que no se ampliaron, sobre todo, por parte de la autoridades francesas invasoras, que lo utilizaban como un posible medio para controlar a la población. Por un lado, se distribuyeron entre la población el pan que se suministraba a los reclusos, compuesto de una pequeña cantidad de trigo a la que se añadía maíz, cebada, centeno y la mencionada almorta. Y por otro, las juntas de beneficencia y las diputaciones de los barrios, repartían limosnas entre las familias más necesitadas.
José Bonaparte, por su parte, cogió la costumbre de visitar las zonas más pobres de la capital distribuyendo limosnas y repartiendo panes que había elaborado en los hornos del Palacio. Lo hizo con su propio dinero, tras vender algunos bienes en París. Pero este regalo del monarca invasor no era siempre bien recibido por los vecinos, como demuestra otro cuadro expuesto en el Museo del Prado. Es obra del alicantino José Aparicio, pintor de Cámara de Fernando VII, donde se puede ver a un grupo de madrileños famélicos alimentándose de sobras y prácticamente muertos, pero rechazando el pan que unos soldados franceses les ofrecen. Su título lo dice todo: «El hambre en Madrid».