Los escitas, el terror de los imperios
Darío comenzaba a perder la paciencia. El rey de los persas aqueménidas, al mando de 700.000 hombres, había entrado en 514 a. C. en Escitia, como llamaban los griegos
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Darío comenzaba a perder la paciencia. El rey de los persas aqueménidas, al mando de 700.000 hombres, había entrado en 514 a. C. en Escitia, como llamaban los griegos al territorio situado al norte del mar Negro. Había cruzado el Bósforo y el Danubio para terminar con la amenaza de las tribus escitas, que no dejaban de acosar su frontera norte.
Sin embargo, esas tribus no presentaban batalla. En lugar de eso, lanzaban ataques relámpago, diezmaban a los grupos de soldados persas que se quedaban aislados y retrocedían más y más hacia el interior de aquel océano estepario, inutilizando los pozos de agua y destruyendo todo aquello susceptible de convertirse en alimento para las tropas persas.
Desesperado, Darío envió incluso un mensaje a Idanthyrsus, uno de los reyes nómadas, para exhortarle al enfrentamiento. “No tenemos ciudades, nada que nos preocupe que puedas capturar; no tenemos cosechas, nada que nos preocupe que puedas destruir. ¿Por qué entonces vamos a tener prisa por combatir contra ti?”, le contestó el escita.
El mensaje vino acompañado de unos curiosos presentes: un pájaro, un ratón, una rana y cinco flechas. Un consejero de Darío le interpretó el significado subyacente en los obsequios: “Si no huis como un pájaro u os escondéis como un ratón u os metéis en el agua como una rana, entonces moriréis bajo nuestras flechas”.
Tras sesenta días, con sus líneas de suministros atacadas e interrumpidas y con la tropa hostigada en una agotadora guerra de guerrillas, Darío comprendió que no iba a ganar aquella campaña. Regresó a Persia, víctima de una estrategia que más de dos mil años después sufrieron también Napoleón y Hitler.
¿Quiénes eran aquellos hombres capaces de derrotar a la mayor maquinaria militar del mundo antiguo? ¿Quién era aquel pueblo que había puesto en jaque no solo a los persas, sino también a los griegos, los asirios y los medos?
Grandes desconocidos
Como muchos de los pueblos nómadas, los escitas no desarrollaron una lengua escrita, así que dependemos de lo que otros escribieron sobre ellos. Aunque aparecen por primera vez en los anales asirios, es el griego Heródoto la principal fuente de información. El padre de la historia expone las dudas sobre el origen de los escitas. Unas dudas que aún no se han aclarado. La principal teoría es que son un pueblo nómada de origen iranio que alrededor del siglo IX a. C. llega al norte del mar Negro procedente de Asia Central.
Del estudio de los restos hallados en sus tumbas, así como de sus representaciones en cerámica y en tablas griegas y asirias, surgen individuos caucásicos, de elevada estatura, pelo a menudo rubio y ojos azules o grises.
Para griegos y persas, eran el paradigma del salvajismo. Hombres y mujeres curtidos en Siberia y en las estepas centroasiáticas para quienes la guerra formaba una parte fundamental de su vida, puesto que era el modo de obtener nuevos pastos para su ganado y saquear aquellos bienes que necesitaban. La imagen del combatiente escita, montado a caballo y lanzando flechas, evocaba para los griegos la figura mitológica del centauro.
Aparte de terror, este pueblo también infundía sorpresa. Sus hombres llevaban cabellos y barbas largos, se adornaban con collares, brazaletes y aretes, usaban pantalones, se tocaban la cabeza con unos gorros puntiagudos y vestían ropas de lana, lino o cuero. Y, para rematar, se tatuaban el cuerpo.
Aunque indomables, los escitas demostraron ser muy permeables. Una de las costumbres que más rápidamente adoptaron de los griegos fue la de beber vino. Con una diferencia: mientras que estos lo tomaban siempre mezclado con agua, a los primeros les gustaba beberlo solo y en grandes cantidades. De hecho, los helenos acuñaron la expresión “beber como un escita”.
Una reputación merecida
Su ferocidad en la batalla y sus costumbres sangrientas acrecentaron una imagen que perduraría a través de los siglos. La fama se la habían ganado a pulso. Si hemos de confiar en lo que refiere Heródoto, bebían la sangre del primer contendiente que mataban en la batalla, y con los cráneos de sus adversarios más encarnizados se hacían cálices para el vino.
Estos guerreros arrancaban las cabelleras de los enemigos muertos y las colgaban a modo de adorno de los arneses de sus monturas. Además, a la hora de repartir el botín, el combatiente había de mostrar las cabezas cercenadas de aquellos que había abatido en la batalla. En función de la cantidad de testas, le correspondía una parte mayor o menor de lo saqueado.
Los escitas también aparecen en la Biblia, donde son descritos como salvajes: “Van a comerse tus cosechas y tu pan, van a comerse a tus hijos e hijas, van a comerse tus corderos y bueyes”.
Buena parte del éxito de las campañas militares escitas obedece a que fueron el primero de los pueblos capaz de dominar las técnicas de la guerra a caballo. Eso les permitía una estrategia de ataque muy dinámica con la que lograban desarbolar a los ejércitos, basados en la infantería y en batallas estáticas.
Virtuosismo a caballo
Su dominio de la guerra ecuestre se debe a que fueron los nómadas pioneros en la monta. Hasta entonces, el caballo se pastoreaba para obtener de él carne y leche. Cada escita adulto era un guerrero montado. El ejército estaba compuesto por hombres libres cuya arma fundamental era un arco pequeño con doble curvatura. No solo era el más manejable por un hombre a caballo, sino que además tenía el mayor alcance y potencia. Podía alcanzar los 500 metros e incluso perforar cascos y armaduras.
Además, envenenaban las puntas de sus flechas. Para ello, mataban serpientes y las dejaban pudrir junto con su veneno. En paralelo, llenaban vasijas con sangre humana, que también dejaban descomponer. Con ambas sustancias se creaba un producto mortal bautizado por los griegos como scythicon.
El combate a pie no era de su gusto, pero, cuando se daba el caso, sus armas favoritas eran un hacha denominada sagaris (similar a un piolet) y el akinak, una espada corta de hierro.
El modus operandi
La batalla la iniciaba la caballería ligera con un lanzamiento masivo de flechas. Sus componentes eran capaces de disparar hasta veinte por minuto, y podían llevar consigo unas ciento cincuenta. También empleaban jabalinas y dardos.
La importancia del arco queda patente en el hecho de que los escitas se llamaban a sí mismos skudat, que podría traducirse como arqueros. Fueron maestros en el tiro con arco a lomos del caballo. Se les señala como autores del conocido como “disparo parto”, en el que el jinete, al galope, suelta las manos de la montura y gira su cuerpo casi 180 grados para tirar. Además, se les instruía para ser ambidiestros, lo que les permitía disparar con similar precisión por ambos flancos.
Después de la lluvia de flechas comenzaban los ataques dinámicos a caballo, y por fin llegaba el turno de la caballería pesada, integrada por guerreros protegidos –jinete y montura– con sólidas armaduras. Estas fueron otra innovación: armaduras formadas por escamas metálicas, una protección resistente y flexible.
Todos los hombres y buena parte de las mujeres jóvenes eran movilizables. Cada vez hay más indicios de que el mito griego de las amazonas nace del encuentro con los ejércitos escitas. Las últimas excavaciones parecen corroborar esa leyenda: el 20% de los cadáveres de guerreros corresponden a mujeres, en cuyos esqueletos se han encontrado señales de heridas bélicas.
Un patrimonio esencial
El grueso de la población vivía del nomadismo, y el caballo era el centro de su vida. La posesión de estos animales constituía la clave para ser alguien en la sociedad escita, y aquel que carecía de ellos estaba obligado a sedentarizarse o bien a servir a otros.
Los caballos escitas se hicieron famosos. Bajos de cruz –no pasaban de 1,30 m–, eran veloces y resistentes, y sus amos los cuidaban con mimo. Filipo, padre de Alejandro Magno, tras derrotar al rey escita Ateo, se llevó 20.000 yeguas de ese pueblo para mejorar su cuadra en Macedonia.
Las monturas acompañaban a los escitas en esta vida y en la otra, puesto que eran sacrificadas y enterradas siempre junto a sus amos. En una tumba se han llegado a encontrar 400 caballos. Este pueblo, que por su carácter nómada no edificó ni ciudades ni asentamientos que los arqueólogos puedan excavar, sí levantó complejos funerarios, los conocidos como kurgans. Eran auténticas pirámides de la estepas, construidas con tierra, madera y piedra. Esas tumbas son la principal fuente de información para los investigadores.
La importancia de la muerte
Llama la atención que un pueblo que no construía casas (vivían en kibitkas, tiendas de fieltro sobre carruajes de cuatro o seis ruedas tirados por bueyes) erigiese construcciones funerarias que podían alcanzar, en el caso de los aristócratas, una altura de hasta seis pisos. En los kurgans preparaban al fallecido para un más allá en el que había de galopar toda la eternidad. El cadáver se inhumaba en una cámara con sus armas, joyas, espejos y vajilla, y se rodeaba de sus caballos.
Con tal de ir con su esposo al paraíso, entre las mujeres del muerto se daba una competición para determinar cuál había de ser sacrificada junto a él. La elegida era bajada a la cámara funeraria y allí se le quitaba la vida. Numerosos sirvientes del fallecido también eran ejecutados. Prueba del refinamiento de los rituales funerarios es que los escitas momificaban a sus muertos extrayendo el cerebro y las entrañas y reemplazando estas partes blandas por hierba seca.
Es en los kurgans, de los que subsisten cientos en la estepa centroasiática, desde Ucrania hasta Mongolia, donde se han descubierto tesoros que atestiguan cómo la barbarie que los escitas mostraban en batalla no era óbice para que desarrollaran una refinada joyería, especialmente en oro, turquesa y ámbar.
Del contacto con griegos y persas surgió un arte sincrético con una obsesión por la simbología zoomórfica, con animales salvajes en solitario o peleando entre sí. Un estilo que los expertos sostienen que impregnó incluso tradiciones artísticas como la de China.
La gran expansión
A partir del siglo VII a. C., en la que se considera la primera incursión de los pueblos nómadas en Mesopotamia, los escitas se lanzaron a campañas militares contra los grandes ejércitos. Tras cruzar el Cáucaso y expulsar de allí a los cimerios, una tribu similar a ellos, comenzaron a acosar a los medos y a los asirios, tanto que uno de los reyes de estos últimos, Asarhaddón, concedió la mano de su hija al monarca Partatua.
El Imperio medo fue el primer derrotado. Y, entre 650 y 620 a. C., se dedicaron a asolar sus dominios. Continuaron su avance y arrasaron la costa del actual Líbano y Palestina hasta llegar a Egipto, donde fueron sobornados por el faraón para evitar su ataque. A su regreso, se aliaron con los medos y participaron en el asedio y la caída de Nínive en 612 a. C., precipitando el hundimiento del Imperio asirio.
Finalmente, fueron expulsados de Mesopotamia y regresaron a las estepas. Allí, sobre la base de una confederación de tribus, fundaron un estado que se extendía por buena parte de lo que hoy es Ucrania, Rusia meridional, el Cáucaso y parte de Asia Central.
Una estructura jerárquica
El estado escita tuvo su máxima expresión entre los siglos VI y IV a. C. La naturaleza nómada de este pueblo no impidió que se desarrollara una sociedad muy jerarquizada. La aristocracia estaba liderada por un rey que dominaba sobre una federación de tribus que se repartían los pastos.
La nobleza poseía grandes manadas y caballos y dehesas en las estepas. En la actual Ucrania, un grupo de escitas, conocidos como los “escitas reales”, asentaron el poder de su estado y controlaron la red comercial que unía Asia con Grecia y Persia. Especialmente fructífero era el comercio de esclavos. Otra parte emigró hacia el este, llegando a atacar China, donde se les llamaba sai, y, tras penetrar en el subcontinente indio, dieron lugar a la cultura indoescita.
En el año 329 a. C., los escitas combatieron contra Alejandro Magno. El macedonio los derrotó en la batalla de Jaxartes, aunque prefirió mantener la paz con ellos y liberó a los prisioneros. Sin embargo, el declive era ya imparable. Los escitas acabaron siendo absorbidos por los sármatas y por otros pueblos protoeslavos.
Aunque hay quien atribuye un origen escita a los pastunes o los húngaros –hay incluso quien les relaciona con los celtas–, los estudios genéticos apuntan a que son los actuales osetios los descendientes más directos de aquel pueblo estepario.
Este artículo se publicó en el número 598 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com.
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