Los héroes de Eyam: el pueblo que se autoencerró un año en sus casas para frenar el peor rebrote de la peste
Entre las últimas noticias publicadas por ABC en relación al coronavirus, no son pocas las que aluden a la imposición de cuarentenas por parte de las autoridades para frenar esta pandemia que parece no tener fin: «Australia pone en cuarentena en hoteles a más de 70.000 personas llegadas del extranjero», «Ponen en cuarentena un edificio de Santander» y «En cuarentena 30 niños de unas colonias de Bilbao y otras 250 personas en un camping de Guipúzcoa», por poner solo unos ejemplos.
Thank you for reading this post, don't forget to subscribe!Los rebrotes del Covid-19 se están produciendo por toda España y la amenaza de una nueva cuarentena nacional, mediente otro decreto de alarma, ya se ha puesto sobre la mesa de las autoridades en más de una ocasión. Pero deben saber ustedes que hubo un pueblo inglés que, en el siglo XVII, decidió ponerse en cuarentena, sin imposición del Gobierno, durante más de un año para frenar la pandemia más desvastadora de la historia: la peste negra.
En total aguantaron 14 meses en los que ni tan siquiera salieron de sus casas, y aunque algunos de sus familiares se estuvieran muriendo de la enfermadad. Una cuarentena autoimpuesta que se convirtió en un acto heroico sin precedentes, en los que muchos vecinos soportaron sus síntomas por temos a contagiar a sus familiares, amigos o los comerciantes que veían de otros pueblos.
Su nombre es Eyam, una pequeña localidad del condado de Derbyshire, en Inglaterra, y la historia que vamos a contarles sucedió en 1666. Se estaba produciendo entonces la tercera fase de esta de peste había acabado ya con millones de europeos. La primera afectó al Imperio Bizantino en el siglo VI y mató a 50 millones de personas (25% de su población). La segunda barrió Asia occidental, Oriente Medio, el norte de África y Europa entre 1346 y 1353. Fue la epidemia más mortal de la historia de la humanidad, con más de 100 millones de muertos.
Fiebre, vómitos y espasmos
esta tercera se manifestó en diferentes brotes desde finales del siglo XVI hasta mediados del siglo XVIII, perjudicando sobre todo a diferentes ciudades del viejo continente, tales como Tenerife, Milán, Sevilla, Viena, Marsella, Bucarest y Londres. Esta última fue la que alcanzó al pequeño pueblo de Eyam, que que mató a 68.595 londinenses entre 1665 y 1666, según la cifra oficial. Se cree, sin embargo, que el número real de fallecidos fue de 100.000, puesto que la mayoría de los cadáveres de los barrios más pobres eran arrojados a fosas comunes para no dejar constancia en ningún registro.
Los contagiados sufrían inflamaciones dolorosas debajo del brazo, el cuello o la ingle, moretones negros debajo de la piel y, sobre todo, fiebre, vómitos y espasmos. Síntomas aterradores que solían llevar a la muerte y que se propagaban con una facilidad increíble.
Esa fue la razón principal de que lo 350 vecinos de Eyam se pusieran en cuarentena de manera voluntario, a pesar de que no les había llegado ninguna orden desde la capital del Reino. No querían salvarse sí mismos, su objetivo principal fue no contagiar a las poblaciones de los pueblos cercanos. Y, gracias a ello, salvaron la vida a decenas de miles de personas entre Sheffield y Manchester.
Fiebre, vómitos y espasmos
En Eyam tuvieron la mala suerte de que la peste negra se propagó desde Londres a otras zonas de Inglaterra por el comercio terrestre y los desplazamientos de los ciudadanos más pudientes, que huían en cuanto podían para evitar contagiarse. El Rey Carlos II, por ejemplo, se refugió en Oxford. Y el condado de Derbyshire se encontraba a tan solo 260 kilómetros al norte de la capital, por lo que en septiembre de 1665 ya había hecho su aparición la peste negra.
El responsable fue George Viccars, asistente del sastre del pueblo, Alexander Hadfield, que había viajado a la Londres para comprar las mantas y las telas que su jefe necesitaba para confeccionar las prendas que le habían encargado. No se sabe muy bien porque realizó aquel viaje, porque ya debía saber que en la metrópoli había una enfermedad que producía fiebre y vómitos y que había causado miles muertos. Y seguro que en la capital se había cruzado con numerosas casas marcadas con una cruz blanca y un vigilante en su puerta, indicando que dentro había infectados obligados a guardar cuarentena.
Lo que nunca se imaginó Viccars es que, al regresar a Eyam y desplegar el fardo en el taller de Hadfield, las telas húmedas que traía estaban plagadas de pulgas que portaban el mortal virus. Era imposible que lo supiera, pero con aquel descuido iba a provocar que su pequeño pueblo se convirtiera en uno de los más importantes de la historia de Inglaterra.
Viccars, el primer muerto
Viccars murió menos de una semana después. Su entierro quedó registrado en la iglesia local el 7 de septiembre de 1665 y se convirtió en la primera víctima de la peste negra en la aldea. Cinco semanas después ya habían fallecido 29 vecinos más y, antes de llegar a diciembre, la cifra ya era de 42. El pánico se apoderó de la comunidad, mientras se iban produciendo nuevas víctimas. En mayo de 1666 no murió nadie y, por un momento, en Eyam se pensaron que la epidemia había desaparecido.
Se equivocaron. El virus mutó y se hizo más mortal. Dejó de ser una infección transmitida por las pulgas y pasó a los pulmones. A partir de ese momento se volvió una enfermedad pulmonar que en verano regresó con más fuerza y lo arrasó todo en el pueblo. Las escenas a partir de ese momento debían parecerse mucho a las descritas por Agnolo di Tura, cronista siciliano del siglo XIV, sobre la peste en su ciudad: «Grandes fosas se cavan para la multitud de muertos y los cientos que mueren cada noche. Los cuerpos se arrojan en estas tumbas masivas y se cubren del todo. Cuando estas zanjas están llenas, se cavan nuevas zanjas. Tantos han muerto que tienen que cavarse nuevas fosas cada día».
Conociendo la tragedia de en Londres, los habitantes de Eyam tomaron cartas en el asunto de una manera mucho más radical que cualquier otro pueblo de Inglaterra o Europa. La decisión fue impulsada por el reverendo de la localidad, Thomas Stanley, en junio de 1666, aludiendo aquella el pueblo se encontraba en medio de la ruta comercial entre Sheffield y Manchester. Esto lo convertía en un enclave potencialmente peligroso para expandir la peste.
La reunión en la iglesia
Stanley anunció al pueblo que debían hacer cuarentena, pero se encontró con la resistencia de los vecinos, puesto que todavía no se había ganado su confianza en el año que llevaba en el cargo. ¿Qué podía hacer para convencerles? Le pidió ayuda al reverendo al que había sustituido, William Mompesson, que se encontraba mucho más unido a los feligreses. Se pusieron de acuerdo y convocaron a todos en la iglesia para pedirles que, por favor, se aislaran voluntariamente en sus casas para evitar el más mínimo contacto con sus vecinos y con los visitantes.
Mompesson les comunicó a sus feligreses que, además, el conde de Devonshire, que vivía cerca de Chatsworth, se había ofrecido a enviar alimentos y suministros si los aldeanos aceptaban ser puestos en cuarentena. Esta comenzó el 24 de junio de 1666. El pueblo se encerró en sus casas para que nadie pudiera entrar o salir. Los vecinos sabían que se enfrentaban a una muerte casi segura al no poder recibir ayuda médica —la cual, de todas formas, no estaba en aquella época muy asegurada todavía—, pero se consolaron con el hecho de que salvarían a decenas de miles de ingleses si no salían de su pueblo e iban a Londres o Manchester.
Todavía hoy se puede leer a la entrada de Eyam un cartel de 1666 que advierte: «Cualquier medida que se tome antes de una pandemia parecerá exagerada. Sin embargo, cualquier medida que se tome después de ella parecerá insuficiente». Mompesson estaba convencido de ello y les prometió que permanecería junto a ellos hasta el final, intentando aliviar espiritualmente su sufrimiento.
Tratamiento contra la peste
A continuación tomaron una serie de medidas sanitarias inéditas hasta la época que tuvo consecuencias decisivas para el desarrollo del tratamiento contra la peste, así como para la forma de actuar ante la propagación de cualquier enfermedad infecciosa. Delimitaron el municipio con una línea de piedras de una milla de largo que marcaba el límite de la cuarentena y colocaron carteles para advertir a los visitantes que no entraran. Elaboraron un plan para enterrar a todas las víctimas de la peste lo antes posible y lo más cerca del lugar donde habían muerto, no en el cementerio. Así evitarían que la enfermedad se propagara entre los cadáveres que esperaban sepultura. Y, por último, cerraron la iglesia para evitar la concentración de gente y trasladaron los sermones al aire libre, para poder rezar con una distancia suficiente entre ellos.
«La decisión de poner en cuarentena la aldea significó que se eliminó el contacto humano-humano, especialmente con aquellos visitantes que llegaban al pueblo. Aquello redujo significativamente el potencial de propagación del patógeno. Sin la restricción de los aldeanos, mucha más gente habría sucumbido a la enfermedad, especialmente de las aldeas vecinas. Es remarcable lo efectivo que fue el aislamiento en este caso», contaba hace unos años el doctor Michael Sweet, especialista en enfermedades en la Universidad de Derby, a la BBC.
Lo más importante es que sus medidas cambiaron en Inglaterra los parámetros médicos, puesto que se dieron cuenta de aquella cuarentena forzada había limitado la propagación del virus. Tanto es así que utilizaron sus acciones como un caso de estudio en la prevención de enfermedades. El uso de zonas de cuarentena se usa en Inglaterra hasta hoy para contener la propagación de enfermedades como la fiebre aftosa, mientras que de la idea de las monedas en vinagre hizo que surgiera el hábito de esterilizar los equipos y la ropa médica.
Los estragos del verano
Durante 14 meses nadie entró ni salió del pueblo. Los vecinos permanecieron encerrados. De las aldeas cercanas llegaba gente a dejar comida en la frontera de piedras a cambio de monedas de oro sumergidas en vinagre. Los habitantes de Eyam creían que así el metal se desinfectaría. Eso ayudó a que la peste no se propagara fuera, puesto que nadie intentó cruzar el anillo.
A pesar de ello, la epidemia empezó a hacer estragos dentro del perímetro en verano. Se registraban cinco o seis muertes por día. En los meses de septiembre y octubre, el número de fallecidos disminuyó. El 1 de noviembre, la peste desapareció. El cordón había funcionado en lo que respecta a la propagación de la enfermedad fuera de Eyam, pero cuando llegó el primer inglés del exterior, se encontró con las cifras reales: con 76 familias infectadas, murieron 260 vecinos de 350.
Se conoce el caso de una mujer, Elizabeth Hancock, que enterró a seis de sus hijos y su esposo en un mes. La llegada del calor había hecho que las pulgas estuvieran más activas y la peste se extendiera sin control por todo el municipio. «Mis oídos nunca han escuchado lamentos tan lamentables. Mi nariz nunca ha olido olores tan penetrantes y mis ojos nunca han visto espectáculos tan dantescos», escribió Mompesson en una de sus cartas.