Los legendarios guerreros de Alamut, la secta de los asesinos
Desde su inexpugnable fortaleza de Alamut, en Irán, los nizaríes extendieron su doctrina chiita por el Próximo Oriente en tiempos de las cruzadas. La fama de sus atentados llegó hasta Europa, donde se les conoció como «asesinos»
el 28 de abril 1192, Conrado de Monferrato celebraba en Tiro su designación como rey de Jerusalén –un título importante para los cruzados, pese a que la capital de Tierra Santa había caído en manos de Saladino cinco años atrás–. Entonces llegaron dos emisarios con un mensaje para él.
Mientras Conrado tenía las manos ocupadas sosteniendo el escrito, los enviados se acercaron, sacaron sus dagas y acabaron con él. Y aunque había muchos más cristianos que musulmanes interesados en su muerte, se culpó del crimen a un extraño grupo que los cronistas de la época conocían por los nombres de assessinis, assissinis, axecessi, axasessi y, sobre todo, assissinorum secta, la «secta de los asesinos»; términos que darían lugar a la palabra «asesino» que usamos hoy en día.
Aunque esta secta era conocida por los cruzados, los relatos que nos han llegado son muy confusos. Todos los testimonios llaman al líder de estos asesinos «el viejo», aplicándole calificativos tan descriptivos como el «señor de las dagas». El rabino Benjamín de Tudela, que hizo un viaje por Palestina en torno a 1170, iba más allá y presentó a este anciano como un profeta entre los suyos, el shayk al-Hashishim, «jefe de los asesinos». También todos estaban de acuerdo en que estos asesinos no eran buenos musulmanes. Su falta de celo los llevó a aparecer en las crónicas cristianas como infieles y maestros de la incredulidad, gentes que gustaban del vino y de la carne de cerdo en contra de las normas del Islam. A esto hay que añadir los rumores sobre su vida en comunidad, entre ellos la supresión de la propiedad privada y, lo que era más sugerente, ciertas libertades sexuales que se les achacaban. Su supuesto poco apego al Islam hizo que se les creyese desde descendientes de judíos hasta individuos prestos a cristianizarse.
A pesar de la confusión sobre las creencias de los asesinos, otro cronista apuntaba un par de cosas muy interesantes sobre ellos. La primera es que su jefatura no se establecía por vía hereditaria, sino por méritos propios, algo que chocaba frontalmente con los hábitos de los cristianos en Tierra Santa.
La segunda, que los asesinos atacaban a los príncipes que abusaban del pueblo. Aun así, el Viejo y sus asesinos podían haber quedado como una anécdota más dentro de los relatos de las cruzadas de no ser porque a principios del siglo XIV se difundió con enorme éxito por toda Europa el Libro de las maravillas de Marco Polo. En él se presenta al Viejo de la Montaña utilizando drogas para formar a sus asesinos, y ésta fue la versión que quedó grabada en la imaginación de los europeos durante siglos.
UN CISMA RELIGIOSO
Para comprender la naturaleza de esta «secta de los asesinos» hay que remontarse hasta los orígenes del Islam. Tras la repentina muerte de Mahoma en el año 632 sin dejar un sucesor claro, se desató una feroz lucha por el liderazgo de la comunidad musulmana que provocaría un gran cisma. Los partidarios del primo y yerno de Mahoma, Ali ibn Abi Talib, reclamaron el poder para él ya que pertenecía a la familia del Profeta. En cambio, sus rivales defendían que cualquier miembro de la tribu de Mahoma podía acceder a liderar la comunidad. Con el paso del tiempo, la disputa entre los seguidores de Ali, conocidos como chiitas, y sus enemigos, los sunnitas, dividiría a la Umma, la comunidad musulmana forjada por la actuación de Mahoma.
El mensaje chiita fue ganando muchos adeptos no árabes en las nuevas tierras conquistadas, sobre todo entre los persas. Estos recién conversos, recelosos de los nuevos amos árabes y poco islamizados, poseían creencias milenarias, como el mazdeísmo, que enriquecieron notablemente el Islam chiita. Además, a partir del siglo VIII empezó a desarrollarse en tierras persas una interpretación particular del Corán, una lectura simbólica o esotérica que incorporó asimismo elementos de la filosofía de la antigua Grecia. Dada la presión de la ortodoxia sunnita dominante, esta interpretación se llevó a cabo de forma secreta y bajo un sistema de enseñanza muy jerarquizado, siguiendo la idea de que mientras que para el vulgo era suficiente la lectura literal del Corán y el cumplimiento de la sharia o ley islámica, los iniciados podían conocer la verdad última oculta en el libro sagrado.
LOS REVOLUCIONARIOS ISMAELÍES
En el siglo IX, la interpretación esotérica del Corán quedó encarnada en una facción chiita conocida como ismaelíes. Organizados como una sociedad secreta, expertos en la acción clandestina para eludir las persecuciones de los poderes sunnitas, crearon un sistema de misioneros o propagandistas capaces de actuar por todo el Islam. Estos misioneros se encontraban entre los hombres más educados de su tiempo, por lo que en muchos de los logros intelectuales de la época se puede detectar la presencia de los ismaelíes. No sólo era un grupo que estaba asimilando las nuevas ideas, sino que se trataba de un verdadero movimiento revolucionario temido en todas las cortes musulmanas. Ciertas dosis de mesianismo –la creencia en la próxima llegada de un mahdi o «bien guiado» que inauguraría una era de equidad y luz– ayudaban a dar esperanzas a todos los que deseaban justicia.
Como movimiento revolucionario, los ismaelíes lograrían su objetivo de tomar el poder en el año 909, en el norte de África. Con ayuda de tribus bereberes conquistaron Túnez y establecieron el llamado califato fatimí. La conquista de Egipto en 969 y su expansión hacia Palestina y Siria hicieron de los fatimíes una de las mayores potencias de su época. La tolerancia hacia los cristianos y los judíos sería una de las señas de identidad de la nueva dinastía, mientras que la pasión de los ismaelíes por el conocimiento convertiría a El Cairo en el mayor centro cultural y científico del Islam durante un par de siglos.
Los últimos conversos al Islam, los selyúcidas se convirtieron en los más férreos defensores de la tambaleante ortodoxia sunnita
Los fatimíes sometieron un vasto territorio mientras proseguía la actividad de los misioneros ismaelíes. Si a esto añadimos el control del califato de Bagdad por una dinastía chiita desde mediados del siglo X, los búyidas, parecía que el Islam chiita desplazaría al sunnismo del mundo musulmán. Pero sucedió entonces que los últimos conversos al Islam, los selyúcidas –una dinastía de origen turco–, se convirtieron en los más férreos defensores de la tambaleante ortodoxia sunnita: en 1055 arrebataron Bagdad a la dinastía búyida , lo que impidió la expansión del chiismo.
UN LÍDER INTELIGENTE Y AUDAZ
A mediados del siglo XI, un joven estudiante persa de 17 años llamado Hasan-i Sabbah se encontró con un misionero ismaelí. Su curiosidad le hizo entablar relación con el misionero, quien, según cuenta el mismo Hasan en su autobiografía, sembró la duda sobre sus creencias hasta destrozarlas por completo. Y, lo que es más importante, le mostró que podía existir la verdad fuera del Islam. Tras estudiar los textos ismaelíes y sobrevivir a una terrible enfermedad, Hasan-i Sabbah se unió a la causa ismaelí en junio de 1072. Tras seis años y medio de iniciación demostró su talento hasta el punto de ser enviado a El Cairo, el corazón intelectual del ismaelismo, desde donde accedería a los más altos grados de la organización.
Pero la ciudad que encontró Hasan-i Sabbah no era la de los tiempos de esplendor del Imperio fatimí. Siete años consecutivos de malas cosechas debidas a las escasas crecidas del Nilo, con sus inevitables revueltas, habían dejado a Egipto en la más absoluta miseria. De la actividad de Hasan-i Sabbah en Egipto sólo existen rumores, aunque se puede suponer que recibió la instrucción propia de un alto cargo dentro de la estructura ismaelí. Tres años después lo encontramos ejerciendo de misionero en Persia. Casi una década de esfuerzos organizando a los ismaelíes, captando más seguidores y conspirando en la clandestinidad contra los selyúcidas culminaría con la toma del castillo de Alamut, en las inaccesibles montañas del Daylam, en el actual Irán. Con una audaz táctica basada en la infiltración y el soborno, Hasan-i Sabbah entraba el 4 de septiembre de 1090 en la fortaleza sin que la guarnición presentase oposición. Con estos métodos no tardaría en ocupar otras fortalezas en las zonas montañosas de Persia y consolidar un imponente sistema defensivo.
EL VIEJO DE LA MONTAÑA
Pasar a la ofensiva contra los selyúcidas no sería tan fácil. Hasan-i Sabbah sabía perfectamente que atacar en campo abierto sólo daría gloria a los mártires, pero no depararía ninguna victoria. La solución que encontró fue organizar un cuerpo especial de combatientes, los fedayines, y lanzarlos contra objetivos muy bien seleccionados. Estos fedayines –término árabe que significa «los que ofrecen su vida por otro»– debían cumplir su misión sin tener en cuenta las consecuencias de sus actos, ya fuese su tortura o ejecución. En octubre de 1092 acabaron con la vida del visir Nizam al-Mulk, un pilar fundamental del sultanato selyúcida. Al mes siguiente, el sultán selyúcida Malik Shah fallecía envenenado. La conocida capacidad de infiltración por parte de los ismaelíes señalaba a Alamut como origen del magnicidio. Tras la muerte del sultán, las luchas por la sucesión acabarían destruyendo el poder selyúcida, reducido a una serie de pequeños reinos muy debilitados. Hasan-i Sabbah había vencido sin presentar batalla, y la efectividad de sus métodos quedó confirmada.
Había llegado el momento de expandir la doctrina de Alamut, y Siria parecía el lugar idóneo
La gran victoria ismaelí en Persia contrastaba con las noticias que llegaban de El Cairo. Allí también se desató una lucha por el poder, que en este caso sentenció a los fatimíes. Hasan-i Sabbah tomó partido por uno de los aspirantes al trono, Abu Mansur Nizar, quien fue asesinado en 1095. Esto creó un cisma entre los ismaelíes: los partidarios de Hasan-i Sabbah, que empezaron a ser conocidos como nizaríes, se desvincularon de El Cairo y empezaron a operar con total independencia. Había llegado el momento de expandir la doctrina de Alamut, y Siria parecía el lugar idóneo.
Con este objetivo, a principios del siglo XII, Hasan-i Sabbah decidió enviar misioneros a Siria y Palestina, donde se habían instalado los cruzados europeos tras conquistar Jerusalén en 1099. Al principio, las relaciones con éstos fueron hostiles, lo que obligó a los nizaríes a cambiar constantemente de base de operaciones: así, del castillo de Apamea pasaron a Damasco y luego se instalaron en el castillo de Baniyas, hasta que en 1140 se hicieron con la fortaleza de Masyaf, cerca de Hama. Por puro pragmatismo decidieron entonces establecer una alianza con los europeos y al final incluso se convirtieron en tributarios de los templarios, a los que pagaban dos mil piezas de oro al año. En la década de 1160, llegó a Siria Rashid al-Din Sinan, un virtuoso asceta, dotado del don de la profecía y con ciertos poderes sobrenaturales, según los propios nizaríes. Sinan, el «Viejo de la Montaña» del que hablan los cronistas de las cruzadas, forjó un complejo sistema de alianzas con cruzados y musulmanes que mantendría a salvo a los nizaríes.
ATENTADOS EN TIERRA SANTA
Sinan se introdujo de noche en la tienda del sultán y dejó a su lado unas galletas, una daga envenenada y un poema
Mientras los nizaríes tendían esta red de alianzas con cruzados y musulmanes, llevaron a cabo los atentados que darían pie a su leyenda en Occidente. Así, en 1106 fue asesinado Khalaf ibn Mula’ib, emir de Apamea. Veinte años más tarde caería Aqsonqor il-Bursuqi, atabeg o gobernador de Alepo. El primer cristiano abatido por los nizaríes fue Raimundo II, conde de Trípoli, en 1152. Sinan, que se sentía amenazado por el sultán ayubí Saladino –quien desde 1174 se había convertido en el hombre fuerte en la región– envió fedayines en dos ocasiones para matarlo, pero Saladino salió ileso y en respuesta decidió acabar con los nizaríes. Sitió el castillo de Masyaf, pero, cuando todos daban por hecho que éste sería el fin de Sinan y los suyos, Saladino se retiró inesperadamente. Cuentan que Sinan se introdujo de noche en la tienda del sultán y dejó a su lado unas galletas, una daga envenenada y un poema; al parecer, Saladino entendió el mensaje.
Los nizaríes protagonizaron otros atentados. Además de matar a Conrado de Monferrato, rey de Jerusalén, en 1213 acabaron con la vida de Raimundo, conde de Trípoli; en 1252 asesinaron a Isabel I, reina de Armenia, y en 1270, a Felipe de Monforte. Dos años más tarde, su objetivo fue Eduardo I de Inglaterra, que se salvó, pero comprendió el mensaje y abandonó de inmediato Tierra Santa, adonde había llegado como jefe de la novena cruzada. Por entonces, los nizaríes habían ya perdido su gran base en Irán, Alamut, conquistada por los mongoles en 1256, tras lo que se dispersaron por diversos países, desde el Yemen hasta la India, dejando tras de sí el recuerdo de su determinación implacable.
Origen: Los legendarios guerreros de Alamut, la secta de los asesinos