Los orígenes de la ruina que desangra a España desde el siglo XVI: la despoblación que obsesionó a Carlos III
Thank you for reading this post, don't forget to subscribe!Entre el censo elaborado por Ensenada en 1752 y el de Floridablanca en 1787 se pasó de 9,3 millones a 10,4. No obstante, prácticamente en ese mismo periodo Francia pasó de unos 24 millones a 29, Alemania, de 17 a 25, los estados italianos, de 15 a 18, y Gran Bretaña, de 10 a 16
Durante los siglos XVI y XVII, la Monarquía española mantuvo una férrea hegemonía militar en Europa de la mano de su mítica infantería,los Tercios de Flandes, y batió repetidas veces a naciones llamadas a dominar entonces y en el futuro el continente, como Francia, cuya mayor riqueza y población interna así lo anticipaban. Incluso de las derrotas más dolorosas como Pavía o San Quintín el país galo supo levantarse rápido gracias a una potencia demográfica que asimilaba mejor que España el desgaste. Porque, como diría el Conde-duque de Olivares en el reinado de Felipe IV: «¡Faltan cabezas, faltan cabezas!».
Las numerosas epidemias que azotaron Europa a finales del siglo XVI –posiblemente a causa de razones climáticas, como sostiene Geoffrey Parker en su libro «El siglo maldito»– y la inagotable demanda del Imperio español de más y más soldados causaron una grave crisis demográfica en Castilla, que era el reino más pujante y poblado de la Península a principios de la Edad Moderna. A todo esto hubo que añadir el goteo migratorio con dirección al Nuevo Mundo. Solo entre 1598 y 1621, cerca de 40.000 personas abandonaron el reino ibérico en busca de oportunidades de prosperar en América.
Además, a finales de siglo murieron 600.000 castellano por la peste, casi el 10 por ciento de la población del reino, y se ordenó la expulsión de 300.000 moriscos, con evidentes consecuencias económicas y demográficas para algunas regiones. Sin ir más lejos, se estima que, en el momento de la expulsión, un 33 por ciento de los habitantes del Reino de Valencia eran moriscos. La despoblación se agravó con estos sucesos, de modo que a mediados de siglo XVII resultaba una quimera levantar ejércitos en la península para hacer frente a la Guerra de los 30 años. Solo en la última fase del reinado de Carlos II, la población mostró cierta recuperación de Valencia a Castilla al calor de unas cosechas abundantes y de unos años sin peste, pero hubo que esperar al siglo XVIII para que el país diera un salto de entidad.
Competir con los países punteros
Para los reformistas que vinieron de la mano de la nueva dinastía, el atraso de España respecto a Francia e Inglaterra, y en menor medida con potencias pujantes como Prusia o Rusia, estaba causado por el menor número de habitantes de este país. Más población significaba más productores de riqueza, más mercado interno, más recaudación y más hombres para defender sus fronteras, en un tiempo en el que el respeto económico dependía directamente del tamaño del ejército y de la flota de cada país.
Durante el siglo XVIII, el país ibérico, como toda Europa, registró un aumento poblacional imparable por el que se pasó de 7,5 millones de habitantes a finales de la Guerra de Sucesión hasta más de 10 millones a finales del siglo, en parte por los esfuerzos de Carlos III. Durante 30 años, este Rey se convenció de que la única manera de poder competir con Francia e Inglaterra requería aumentar la población exponencialmente. Pero, más allá de las mejoras de la producción y distribución agrícola y de un periodo con pocas epidemias, el Borbón tenía poco margen de actuación…
El padre Sarmiento apuntó que, aparte de la emigración a América y el exceso de clero (en 1660, el número sobrepasaba los 180.000), la causa de la despoblación estaba en a la gran pobreza, la falta de alicientes económicos e incluso el abuso del mayorazgo. Ward defendía, además, que para evitar la pobreza y aumentar los hijos era recomendable que trabajaran los dos cónyuges, la esposa ganando menos.
En 1776, se dieron órdenes para favorecer matrimonios de individuos de 25 años, ampliándose los márgenes por parte de la Iglesia de los matrimonios con parentesco y dando concesiones a familias numerosas. También se adoptaron medidas sanitarias, como el alcantarillado y la recogida de basuras en las grandes ciudades, y científicas como la inoculación del virus de la viruela o el uso masivo de quina para evitar las muertes por fiebres palúdicas en regiones como los arrozales valencianos.
El alto número de representantes de Dios y la acumulación de tierras en manos de la Iglesia, el 15% de Castilla en tiempos de la anterior dinastía, dio pie a las protestas de la aristocracia contra el clero, en un país donde faltaban trabajadores productivos. En 1689, el gobierno de Carlos II tomó una medida sin precedente al pedir que se suspendieran temporalmente las ordenaciones de sacerdotes. Los Borbones, por su parte, abogaron por reducir la clerecía, que suponía un 2% de la población, con un aumento de las exigencias para acceder a las órdenes religiosas.
En 1762, el Consejo de Castilla decidió delimitar el número de religiosos solo a quienes pudieran mantenerse con dignidad en un convento, fijó la edad mínima para profesar y prohibió la ordenación de regulares en el extranjero. Los resultados se pudieron notar en poco tiempo: de los 63.000 religiosos que había en 1764 se pasó en 1787 a 48.000, un 25% menos, según datos recogidos por el historiador Roberto Fernández en su libro «Carlos III: un monarca reformista»(Espasa, 2016).
Otra parte importante del esfuerzo carolino para aumentar la población estuvo enfocado a la repoblación de zonas con escasa densidad como Extremadura, tierras de Ciudad Real, regiones entre Cádiz y Sevilla, la costa murciana, el interior de Cataluña o ciertos lugares de Valencia, entre otras. Aquí el plan no fue solo fundar pueblos de la nada, sino poner en práctica las ideas del racionalismo ilustrado que inundaba a muchos ministros del Rey y que, sin embargo, resultaban imposibles de aplicar en lugares con estructuras previas resistentes al cambio.
El objetivo final de este experimento eran pueblos con una gran masa de campesinos propietarios, racionalismo urbano, ausencia de conventos de frailes, religiosidad íntima, educación utilitaria y orden frente a los bandoleros.
Sin planes a largo plazo
El máximo exponente de esta utopía ilustrada fue la colonización de Sierra Morena siguiendo los planes del novohispano Pablo de Olavide. Carlos III autorizó este experimento valiéndose del entusiasmo de Olavide y de la oferta del coronel bavaro Gaspar Thurriegel de traer colonos alemanes a España. En 1767, se establecieron dos vértebras para este proyecto: uno en Sierra Morena, en Jaén, y otra en los desiertos de La Parrilla y La Moncloa, en Córdoba. Olavide se propuso así asentar colonos españoles y extranjeros en estos territorios. Estableció una producción agrícola con todas las técnicas modernas y organizativas e impulsó la creación de una sociedad rural modélica, donde cada campesino era propietario de 33 hectáreas, tenía representación en el ayuntamiento y tenía prohibido amortizar sus propiedades en mayorazgos.
Claro está que de las palabras a los hechos corrió un trecho. El ambicioso coronel bavaro aportó únicamente a 2.000 de los 6.000 alemanes prometidos, de manera que hasta 13.000 fueron colonos flamencos, suizos franceses y alemanes, que poblaron tierras de La Carolina, La Carlota y La Luisiana principalmente. Las enfermedades, el calor veraniego y los ataques de los terratenientes de Écija, recelosos de que se hubieran dado tierras a campesinos con un fuero propio, disminuyó en poco tiempo la población extranjera y obligó a Carlos III a reemplazarlos por españoles. A finales del reinado vivían en la zona mil quinientas familias, pero en 1835 les fue retirado el fuero del que disfrutaban y muchas colonias entraron en crisis.
En definitiva, ¿tuvieron éxito las medidas de Carlos III contra la España vacía? Entre el censo elaborado por Ensenada en 1752 y el de Floridablanca en 1787 se pasó de 9,3 millones a 10,4, un incremento que se dejó sentir más en la periferia que en el interior y más en las ciudades que en el campo. No obstante, prácticamente en ese mismo periodo Francia pasó de unos 24 millones a 29, Alemania, de 17 a 25, los estados italianos, de 15 a 18, y Gran Bretaña, de 10 a 16.
A pesar de sus esfuerzos España seguía corta de personal, porque las soluciones de entidad requerían tocar la estructura social, algo que Carlos III nunca estuvo dispuesto a hacer. En los siguientes siglos, España continuó arrastrando como lastre económico y militar esta escasez de personal respecto al resto de potencias europeas.