21 noviembre, 2024

Los psicópatas del Sol Naciente (LXIV)

 

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Soldados japoneses hacían prácticas de ataque con bayoneta, usando como blanco prisioneros vivos, durante la II Guerra Mundial..

Los nipones gozaban masacrando a sus prisioneros a base de fatiga, hambre y torturas . REPORTERO DE GUERRA: La historia, los secretos, los vicios y las virtudes de los corresponsales

Con los corresponsales japoneses ocurrió en la II Guerra Mundial algo similar a lo que pasó con los rusos.

Las autoridades de Tokio, como las de Berlín o Moscú, ni siquiera hicieron el simulacro de tolerar la actuación de auténticos reporteros.

Cuando empezaron las hostilidades, crearon un Departamento de Información, una Asociación de Críticos Patriotas y una Asociación de Comentaristas Patrióticos, cuya misión consistía en recordar a la gente las ‘razones‘ del conflicto y aglutinar voluntades.

La Agencia Domei, Radio Tokio y todos los diarios fueron reorganizados como instituciones de «interés público».

La pauta esencial era que toda historia debía contribuir a la victoria japonesa. Los corresponsales nipones vestían uniforme de combate y sometían al filtro administrativo de Tokio sus crónicas.

En el mejor de los casos, los despachos eran obsoletos antes de desembocar en sus medios.

En la práctica, las únicas fuentes de distribución de noticias eran la Agencia Domei y Radio Tokio, donde se nutría dócilmente la parroquia periodística.

La extrema rigidez informativa aplicada por los japoneses con el objetivo de reforzar su esfuerzo bélico tuvo el efecto paradójico de debilitarlo.

Una muestra fue lo que ocurrió cuando se enzarzaron con los aliados en una agria disputa sobre atrocidades.

Con ocasión del bestial traslado a pie y sin comida de 70.000 cautivos en el Batán filipino, los americanos hicieron prosperar el evocador término de «Marcha de la Muerte» y lograron implantar en la opinión pública mundial la idea de que los nipones gozaban masacrando a sus prisioneros de guerra a base de fatiga, hambre y torturas.

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Los japoneses no fueron capaces de contrarrestar esas acusaciones y no sólo porque eran verdad.

Para colmo, estaban incapacitados para achacar a sus enemigos que aplicaban métodos similares: el gobierno de Tokio mantenía contra viento y marea que ni uno solo de sus soldados había sido capturado, porque todos preferían la muerte al deshonor.

Era una completa falsedad, pero tenían que mantenerla y se volvió contra ellos.

Ni siquiera manejaron hábilmente su tremendo éxito en Pearl Harbor, cuando atacaron por sorpresa la base naval de Estados Unidos en Hawái, la mañana del domingo 7 de diciembre de 1941.

Los japoneses, sin que mediara declaración de guerra, usaron 353 aeronaves, que incluían cazas de combate, bombarderos y torpederos que despegaron de seis portaaviones.

Alcanzaron de lleno los ocho acorazados estadounidenses atracados en el puerto, y cuatro de ellos se hundieron.

De estos ocho, dos fueron reflotados y cuatro reparados, por lo que seis pudieron volver a entrar en servicio más tarde. El ataque nipón también hundió o dañó tres cruceros, tres destructores, un buque escuela y un minador.

Los norteamericanos perdieron 188 aeronaves, sufrieron 2.403 bajas mortales y 1.178 heridos de diversa consideración.

Los japoneses sólo perdieron 29 aeronaves y cinco minisubmarinos. Entre muertos y heridos tuvieron apenas 65 y sólo uno de sus marinos fue capturado vivo.

Desde el punto de vista militar, el triunfo fue apoteósico, pero no supieron capitalizarlo al menos mediáticamente.

El traicionero ataque conmocionó profundamente al pueblo estadounidense. Galvanizó a una población, que se conjuró para devolver el golpe, lo que hizo con tesón y valor inauditos.

De forma tan apabullante ganó EEUU la batalla de la información que en 1944, cuando se rebelaron los japoneses encerrados en un campo de concentración australiano y los guardianes acribillaron a 221 cautivos, las autoridades niponas y sus medios adictos no fueron capaces de informar del hecho a la ciudadanía del archipiélago asiático.

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En el bando aliado, aunque por razones bien distintas, también se produjeron asombrosas lagunas informativas.

En la euforia de la victoria, la guerra se presentó como la mejor cubierta de la Historia, pero si se exceptúa a un puñado de profesionales excepcionales -que actuaron convencidos de que en una democracia la población necesita conocer los hechos para tomar decisiones y que esa necesidad es especialmente aguda en tiempos de guerra-, la mayor parte se doblegó encantada a los censores, no intentó hacer prosperar la verdad y se conformó con lo que le daban las fuentes oficiales.

El sistema generaba la ilusión de que existía total libertad de prensa, pero en la práctica la ciudadanía norteamericana no fue tratada de forma muy diferente que la japonesa: se le informó de lo que las autoridades consideraron recomendable.

El efecto combinado de la censura militar y la obsesión de los reporteros por poner el acento en las batallas, la bravura, la gloria y la aventura, hizo que dos de las principales historias de la campaña del Pacífico -la bomba atómica y el bloqueo de los suministros de petróleo a Japón- pasaran casi desapercibidas.

Para comprobar el éxito de los submarinos estadounidenses en el Pacífico basta echar un vistazo al porcentaje de crudo producido en los campos petrolíferos conquistados por el Ejercito Imperial que alcanzaba Japón: en 1942 llegó al 40%; en 1943, al 15%; en 1944, al 5%; en 1945, ni un barril.

John Hohenberg explica en ‘Foreign Correspondence: The Great Reporters and their Times’ que eso fue lo que derrotó auténticamente a los japoneses:

«Se quedaron sin carburante para mover sus barcos, aviones, carros blindados y vehículos militares y, con o sin bomba atómica, aunque hubiesen triunfado en grandes batallas navales como Midway e incluso sin la entrada de la URSS en el conflicto, estaban condenados a perder la guerra».

El corte de las rutas de aprovisionamiento japonesas fue un modelo de estrategia, pero no apareció en los medios de comunicación porque la US Navy había dado instrucciones de que no se publicara nada relacionado con submarinos y los periodistas no manifestaron excesivo interés.

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La bomba atómica fue un caso muy diferente y merece un capítulo propio.

Por Alfonso Rojo

Origen: Los psicópatas del Sol Naciente (LXIV)

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