Los vikingos, de sitiar París a levantar Normandía
A mediados del siglo IX, el ocaso del Imperio carolingio impulsó a sus vecinos del norte a hacerse a la mar con la intención de saquear al gigante herido
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“Si se atreven a acercarse tanto ahora, qué no harán cuando yo muera”. Esas fueron las palabras que, según la leyenda, pronunció un Carlomagno anciano al contemplar las velas de los temibles drakkars vikingos acercándose por el horizonte. Cierto o no, lo que podemos asegurar es que tras su muerte en 814, el imperio que él y su padre, Pipino el Breve, habían construido empezó a decaer. Sobre todo, después de la división efectuada por su sucesor, Luis el Piadoso, entre sus hijos.
En ausencia de vecinos ricos a los que expoliar, los cabecillas militares francos empezaron a arremeter unos contra otros. Un cruento rosario de guerras intestinas acabaron destruyendo la cohesión del Imperio y dejando a los francos a merced de cualquier amenaza externa. A principios del siglo IX, los vikingos tan solo eran uno más entre un amplio espectro de oponentes. Sus ansias expansionistas y su sed de riqueza pronto los colocarían a la cabeza de todos ellos.
Por qué la expansión
La creencia popular de que el ímpetu expansionista vikingo se debe al espíritu aventurero y al afán de alcanzar fama de buen guerrero es incompleta. Los frecuentes conflictos internos convertían a los perdedores en sectores proclives a la emigración. Por otro lado, la necesidad de encontrar nuevas tierras de asentamiento y las esperanzas de enriquecerse con rapidez mediante la piratería o el comercio también fueron causa directa de la expansión de los vikingos.
Mientras el sistema de defensa costera que ordenó construir Carlomagno fue efectivo y resistente, los vikingos se abstuvieron en general de atacar al Imperio carolingio. Pese a ello, la primera incursión registrada en los dominios francos data de 799, seguida de ataques aislados a blancos desprotegidos durante las primeras décadas del siglo IX.
Pero las incursiones nórdicas a gran escala en el continente no dieron comienzo hasta 843. Aquel año, a consecuencia del Tratado de Verdún, el Imperio carolingio se desintegró para quedar dividido en tres partes, una para cada uno de los hijos de Luis el Piadoso: Lotario, Luis el Germánico y Carlos el Calvo. El tratado tuvo consecuencias políticas desastrosas para la seguridad de un imperio que asustaba menos dividido en tres.
No fue casual que, poco después de la firma, una flota de 63 drakkars daneses penetrara por el Loira con la intención de atacar la ciudad de Nantes. Tras saquearla, la expedición vikinga se apoderó de la isla de Noirmoutier, cerca de la desembocadura del río, para pasar allí el invierno.
Los sucesos de Nantes abrieron el apetito conquistador de los vikingos en el continente. Operando desde bases permanentes que solían construir en islas situadas en los estuarios de los ríos (sobre todo los del Sena y el Loira), los daneses detectaron la debilidad de su enemigo y se lanzaron sin piedad sobre un gran número de ciudades galas.
Así se constata, por ejemplo, en esta crónica del monje Ermentario de Noirmoutier: “El número de barcos aumenta. La oleada interminable de vikingos nunca deja de crecer. Por todas partes los cristianos son víctimas de masacres, incendios y saqueos; los vikingos lo conquistan todo a su paso, y nadie se les resiste (…)”.
Traiciones y sobornos
Al cabo de dos años, París fue saqueada por primera vez. Carlos el Calvo, que había heredado la parte oeste del Imperio, la antigua Galia, tuvo que pagar a Ragnar Lodbrok (el caudillo vikingo que actuaba por cuenta del rey Harek de Dinamarca) 7.000 libras de plata para que abandonara el Sena. El furor guerrero y la sed de riquezas de los vikingos no pasaban desapercibidos a nadie, e incluso algunas de las que habían sido sus víctimas quisieron aprovecharse de su empuje.
Los reinos francos rivales, las dinastías reales enfrentadas y los pretendientes al trono reclutaron fuerzas vikingas para participar en sus contiendas. Carlos el Calvo, por ejemplo, contrató los servicios del líder vikingo Weland y a su ejército con base en el río Somme para atacar a los vikingos que operaban a lo largo del Sena. Según lo acordado, Weland les sitió en la isla de Oissel, pero, haciendo gala de su papel de mercenario, aceptó un soborno de 6.000 libras en plata para dejar escapar a los vikingos del Sena.
El enemigo jugaba fuerte y se vendía al mejor postor, así que cualquier intento de limitar su capacidad combativa no estaba de más. Por ello, en el Edicto de Pîtres de 864, Carlos el Calvo declaraba: “Cualquiera que diera una cota de malla, cualquier tipo de arma o un caballo a los hombres del norte, por cualquier razón o cualquier rescate, perderá su vida sin posibilidad alguna de indulto o salvación, como traidor a su país”.
Mientras, en Bretaña, las incursiones vikingas también se saldaron con efectos devastadores, pese a que los duques del lugar ofrecieron una brava resistencia. El antiguo imperio estaba a merced de las acometidas escandinavas.
El sitio de París
Aunque había sido atacada y saqueada con anterioridad, París nunca imaginó que acabaría siendo objeto de la empresa vikinga guerrera más cruenta ocurrida en el continente. A finales de 885, una flota de 700 barcos repletos de guerreros hizo su aparición por el Sena, a la altura de la actual capital francesa.
Su objetivo no era la ciudad, sino proseguir hasta Borgoña, pero para llegar hasta esa región debían cruzar el entramado urbano de la capital. Obligados a detenerse, intentaron negociar el paso, pero recibieron la negativa de Eudes, conde de París. Enrabietados por el contratiempo, 28.000 guerreros vikingos se dispusieron a arrasar la ciudad.
La defensa de París fue organizada por el obispo Gozlin y por el propio Eudes. Aunque la desigualdad numérica era abrumadora –Eudes solo contaba con 200 hombres armados–, la resistencia fue heroica. Los vikingos lanzaron un primer ataque desde sus drakkars, pero fueron rechazados y obligados a retirarse. Fue entonces cuando los cabecillas vikingos Sigfrid y Rollo decidieron establecer un campamento y sitiar la ciudad.
Las acometidas se sucedían, pero los parisinos resistían gracias a los chorros de aceite hirviendo arrojados desde las torres de defensa y los contraataques dirigidos desde el interior de las fortificaciones. Incapaces de resolver la situación, los vikingos se convencieron de que la toma de la ciudad iba para largo.
El asedio se estancó durante dos meses, hasta que el 6 de febrero de 886 la suerte sonrió a los vikingos. La madrugada de aquel día el Sena sufrió una crecida por un potente aguacero. El aumento del caudal puso en apuros el Petit-Pont (uno de los dos puentes desde los que se organizaba la resistencia): dejó su torre aislada en la orilla, con solo doce hombres en el interior.
Aunque resistieron los envites vikingos durante todo un día, la torre fue destruida y los franceses degollados. Por si fuera poco, durante abril y mayo una epidemia de peste acabó con la vida de muchos parisinos, incluida la del obispo Gozlin.
Ante tal situación, Eudes se las arregló para salir de la ciudad y pedir auxilio al emperador Carlos III el Gordo (hijo de Luis el Germánico y responsable de la reunificación del Imperio), quien le prometió hacer todo lo posible. La ayuda llegó de la mano de uno de los hombres de confianza del emperador, el duque Heinrich de Sajonia, que murió al poco de llegar.
Finalmente, y tras casi un año de asedio insoportable, los parisinos atisbaron la luz de la salvación. En octubre, el emperador llegó a París al mando de un poderoso ejército. Pero, para estupor del conde Eudes y de todos los ciudadanos parisinos que habían resistido valientemente, su rey, en lugar de aplastarlos, pactó con ellos su retirada a cambio de 700 libras de plata.
Satisfecho con el económico acuerdo, Carlos el Gordo se marchó con todo su ejército, consintiendo que los vikingos continuaran su viaje y saquearan las tierras comandadas por su vasallo, el duque Ricardo de Borgoña.
La colonia normanda
El retorno del grueso de los ejércitos vikingos a Inglaterra a finales de siglo no supuso el fin de la pesadilla para los franceses. Aunque a lo largo del curso del bajo Sena se hallaban todavía pequeños enclaves escandinavos, la mayor parte de la colonia vikinga estaba asentada en Ruán, territorio bajo control del noruego Rollo.
A principios del siglo X, el rey Carlos el Simple, desesperado por los estragos que seguían causando los vikingos, ofreció a Rollo la concesión de una zona de tierra al norte de su reino a cambio de convertirse en su vasallo, dejarse bautizar y comprometerse a defender Francia de las razias de otros vikingos. Llegaron a un acuerdo en la localidad de Saint-Clair-Epte.
La conversión al catolicismo y la interacción entre francos y escandinavos facilitaron la creación de una cultura local distintiva
Rollo mantuvo su palabra inicialmente y repelió algunos ataques, pero pronto decidió llevar a cabo nuevas incursiones, atacando las regiones centrales del Imperio franco. Así, en 924, momento en que entregó el poder a su hijo, Guillermo Larga Espada, Rollo había conseguido extender sus dominios hacia el oeste, hasta el río Vire. Su hijo completaría el trabajo tomando la península de Cotentin; con ella quedaban fijadas las fronteras geográficas de Normandía, todavía vigentes.
Durante los primeros tiempos de la joven colonia normanda, la provincia sufriría un sinfín de conflictos entre los nuevos colonos, que culminaron con el asesinato de Guillermo Larga Espada. Pero bajo el gobierno de sus sucesores consiguió mantener un alto grado de unidad y cohesión.
La conversión al catolicismo y la interacción entre francos y escandinavos facilitaron la creación de una cultura local distintiva y una auténtica identidad normanda. Gracias a ello, la colonia floreció hasta convertirse en el ducado de Normandía, cuya fuerza fue creciendo hasta alcanzar su apogeo en 1066, año en que conquistó Inglaterra.
Con el establecimiento del ducado normando concluye también la época vikinga en Francia. Cuando los temibles ejércitos nórdicos desplazaron su centro de actividad a Inglaterra, el interés escandinavo en Europa occidental también se modificó.
Su presencia en el continente solo continuó en los asentamientos establecidos a principios del siglo X en Neustria septentrional (territorio que más tarde se convertiría en parte del ducado de Normandía) y en la efímera colonia vikinga de Bretaña, expulsada definitivamente en 939.
Aunque durante el siglo XI hubo algunas incursiones aisladas, ya no se volvieron a ver ni flotas de drakkars ni ejércitos surcando ríos y destruyendo pueblos y ciudades a su paso. Francia respiraba aliviada por el fin de la pesadilla vikinga.