Mamelucos: la feroz caballería musulmana de Napoleón que desangró al heroico pueblo español
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El Dos de Mayo de 1808 fue, a la vez, una jornada de gloria y de felonía para los chulapos y chulapas que (hasta el zurrón de Napoleón Bonaparte y de su enviado, el oficial Joaquín Murat) se alzaron en Madrid cachicuerna en mano contra la ocupación encubierta del ejército galo.
Gloria porque, aquel día, se pusieron los mimbres de una revuelta que lograría años después mandar de vuelta a su país al «Empereur». Felonía, porque nuestro pueblo resistió durante horas solo y sin ayuda militar (salvo algunas épicas excepciones como las de Daoíz y Velarde) las embestidas de los combatientes del «Pequeño corso». Unos hombres a los que no les atraía ni un «poquité» que las gentes de la ciudad andasen dando candela -la rabia acumulada es lo que tiene- a todo aquel con el uniforme del Águila Imperial que hallaban por las calles.
Granaderos, Cazadores de la Guardia… Entre las unidades que contuvieron el Dos de Mayo la revuelta del heroico pueblo español hubo multitud de soldados. Sin embargo, los más recordados (gracias a Goya, todo hay que decirlo) fueron los mamelucos. Estos se lanzaron (según afirma Cristina del Moral en su dossier «El dos y el tres de mayo») aproximadamente al medio día en la Puerta del Sol contra la muchedumbre: «A las once se produjo una carga de mamelucos, granaderos y lanceros polacos en la Puerta del Sol. Los combates se desarrollaron cuerpo a cuerpo y el número de víctimas creció por momentos».
Aquellos jinetes -los mismos que tan solo un día después (y tal y como se afirma en la obra «La revolución quiteña») se dedicaron a violar por doquier mujeres españolas- eran entonces considerados la mejor caballería del mundo por multitud de expertos militares de la época.
Con una tradición de siglos combatiendo sobre la grupa de sus jamelgos, no obstante, se habían visto obligados a unirse al ejército napoleónico después de que este les derrotara en la Batalla de las Pirámides, acaecida durante la aventura egipcia del «Pequeño corso». Aquel día de 1798 fueron abatidos y humillados por la infantería francesa y su efectiva «formación en cuadro», pero hasta entonces se decía que ningún ejército había podido contener una de sus letales cargas hechas a base de arrojo y cimitarra.
El origen
El origen de estos jinetes cabalga entre la realidad y la leyenda. El general y consultor militar Michel Franceschi lo ubica en el siglo XIII en su dossier «Bonaparte en Egipto». Según sus palabras, el nombre de «mameluco» («los comprados», en nuestra lengua) desvela la realidad sobre ellos: «Hacia 1230, un cierto sultán de Egipto compra doce mil jóvenes del Cáucaso, principalmente georgianos y circasianos, para hacer de ellos la élite de su ejército». Estos fueron criados para ser los soldados más letales de sus fuerzas. Y vaya si lo fueron.
Por su parte, el historiador Tom Reiss explica en «El conde negro: Gloria, revolución, traición y el verdadero conde de Montecristo» de forma más general que esta caballería estaba en principio formada por «esclavos-soldado al servicio de los egipcios» y que, al igual que otros de su clase, eran de tez blanca. Sin embargo, el autor no entra a valorar en este libro la teoría de los 12.000 y se limita a afirmar que «habían sido importados para aumentar el poder del país en el siglo XIII desde las tierras que rodeaban el Mar Negro y el Cáucaso».
Independientemente de su número original, la siguiente generación de mamelucos se hizo con el poder de Egipto tan solo 20 años después. Lo lograron (tras multitud de maniobras políticas) aprovechando el desconcierto que produjo la llegada a la región de los cruzados. «Obtuvieron el poder en 1250. Después construyeron una nueva capital en El Cairo que reemplazó a la antigua Alejandría», añade Reiss. A partir de ese momento, y en palabras de Franceschi, aportaron a Egipto «una civilización refinada, todavía enriqueciendo las dos culturas precedentes, faraónica y árabe». Una auténtica amalgama de conocimientos.
Mantuvieron el poderío en el país hasta finales del siglo XV, cuando llamaron a las puertas de sus dominios los temibles otomanos. Para entonces, y según explica el historiador Afaf Lutfi al-Sayyi Marsot en su completísima obra «Historia de Egipto», los mamelucos ya eran unos jinetes que se enorgullecían de su talento combatiendo sobre caballos.
El experto -que los define como «la caballería más brillante de la época»- también dice de ellos que eran unos soldados amantes del combate cuerpo a cuerpo y que consideraban el uso de las armas de fuego como indigno. «Pensaban que había un código de honor en la guerra que había que respetar porque, de lo contrario, el soldado caía en desgracia», añade el autor en su obra. Esta mentalidad les venía imbuida por años de entrenamiento en la lucha a espada. «Eran unos verdaderos expertos, se preparaban a conciencia», determina.
«Los mamelucos pensaban que había un código de honor en la guerra que había que respetar»
Para su desgracia, esa forma de enfrentarse al enemigo fue la que les llevó a verse superados por los otomanos, muy avanzados en el uso de la pólvora. Marsot narra en su obra un ejemplo del choque de mentalidades entre ambas civilizaciones. Según sus palabras, a finales del siglo XV ambos ejércitos se enfrentaron con consecuencias nefastas para los mamelucos, que tragaron balas por doquier. Cuando terminó el combate, los jinetes capturados reprocharon a sus contrarios que se escondieran tras aquellos artilugios, y les solicitaron que combatieran como hombres: cuerpo a cuerpo. La respuesta fue una risotada.
Con todo, a partir de entonces cohabitaron el poder junto a sus contrarios y, cuando Napoleón llegó a Egipto en el siglo XVIII, seguían ejerciendo el poder en el país con una dureza férrea ejercida a base de impuestos y siervos.
Napoleón en Egipto
Los mamelucos, no obstante, se enfrentaron a su prueba más dura cuando Napoleón desembarcó junto a sus huestes en Egipto. Su objetivo era acceder a las Indias (en poder de los ingleses) por la puerta de atrás y molestar así, cuanto más mejor, a sus eternos enemigos. Así lo dejó claro el corso en una ocasión al afirmar lo siguiente: «Se podría llevar a cabo una expedición hacia el Levante que amenazara el comercio [inglés] con la India». Y si con ello dominaba la tierra de los faraones, pues mejor que mejor.
Bonaparte, que arribó a Alejandría (el primer escollo en su aventura) el 1 de julio con una gigantesca flota y 32.300 hombres, no tardó en avanzar a base de fusil y bayoneta a través de los antiguos desiertos. Por su parte, los mamelucos no se quedaron quietos e iniciaron los preparativos para enfrentarse a aquel gran contingente. Un ejército para ellos despreciable, como explica Reiss en su obra: «Para ellos, los soldados franceses no eran más que lacayos sin dios con uniformes que hacían juego». Los musulmanes sabían que contaban con una caballería letal que no podría ser detenida por nadie.
Lo que desconocían estos soldados es que iban a enfrentarse a la tecnología francesa, a las tácticas de Napoleón Bonaparte, y a la temible «formación en cuadro». Una forma de combatir contra caballería muy usada en Europa que consistía en crear un cuadro de bayonetas imposible de atravesar por los jinetes. Así explica esta formación el general José María Esclus y Gómez en su obra «Curso completo del arte y la historia militar»: «Cuando la infantería se vea expuesta a los ataques de la caballería puede marchar formada en diferentes cuadros, colocando en su interior la artillería». Este experto, por su parte, también define a los mamelucos como «la mejor de las caballerías irregulares conocidas».
Franceschi es todavía más concreto: «El general les opuso la táctica de fuego graneado y concentrado de la «formación en cuadro» por división. Los costados de los cuadros estaban constituidos por seis filas de soldados de infantería estrechados. Dispuesta en los cuadros, la artillería podía barrer con metralla el terreno en un ángulo de doscientos setenta grados. En el centro, con las impedimenta, se encontraba la caballería en reserva. De las seis filas de soldados de infantería, tres podían eventualmente salir del cuadro para un contraataque, en apoyo o no de la caballería. […] Las distancias entre los cuadros están calculadas para que puedan apoyarse mutuamente». Iban a enfrentarse dos culturas. Una de ella representaba la modernidad. La otra, la tradición.
Equipamiento, entrenamiento y mentaldiad
Para cuando Napoleón pisó Egipto, la caballería formada por jinetes mamelucos era ya toda una leyenda. No en vano, sus integrantes se jactaban de poder enfrentarse a tres y cuatro enemigos a la vez y, aún así, vencer. Se la habían ganado a pulso.
A nivel estratégico no destacaban ya que, según varios autores, se limitaban a arremolinarse antes de la batalla y cargar directamente contra el enemigo. No entendían, según parece, de complicados flanqueos. Así lo afirman el propio Franceschi o el historiador decimonónico Joseph Rogniat. Este último, en su libro «Consideraciones sobre el arte de la guerra»: «Los mamelucos pasan por la mejor caballería del mundo sin conocer más maniobra que la de agruparse tumultosamente y cargar en desorden y a todo escape».
Su arma en batalla era principalmente la cimitarra (un sable curvo capaz de decapitar a un enemigo de un golpe) aunque, en el siglo XVIII, ya habían abandonado su aversión por la pólvora y llevaban a la contienda varias pistolas y fusiles. Estas eran recargadas una vez tras otra por sus criados quienes, según Reiss, les «pasaban en cada momento las más adecuadas, algo similar al cadi que selecciona los palos para el golfista». Su uso de las armas de fuego ha sido siempre debatido, pero fue corroborado por el mismo Napoleón en en una de sus cartas: «Los mamelucos tenían un magnífico cuerpo de caballería cubierta de oro y plata armada con las mejores pistolas y carabinas de Londres». Esta última declaración se puede leer en el libro «Obras escogidas de Napoleón».
Con todo, seguían siendo expertos en la lucha cuerpo a cuerpo, la cual llevaban perfeccionando a lo largo de siglos mediante todo tipo de técnicas. Algunas de ellas, por cierto, sumamente curiosas. «Un guerrero mameluco practicaba artes marciales desde la infancia, aprendiendo una tradición de casi siglos de antigüedad», completa el experto en su obra.
Además de todo ello, los mamelucos acudían a la batalla vestidos con ricos ropajes: En la cabeza solían portar un sombrero rígido (de color rojo o verde principalmente) y un turbante amarillo o blanco enrollado en la base de este. Por su parte, cubrían el cuerpo con ropajes de la más alta calidad decorada con piedras preciosas y cuentas de marfil en las mangas. «Sus uniformes engalanados flamean bajo el sol. Ricamente encaparazonados, sus caballos de pura sangre piafan esperando la carga. El fanatismo ciego de esos temibles guerreros es bien conocido», añade Franceschi.
«Llos mamelucos han mostrado mucho valor. Defendían su fortuna, y no hay uno en cuyo poder no hayamos encontrado 300 o 500 luises de oro»
Una de las mayores curiosidades sobre estos jinetes es que, tradicionalmente, los mamelucos acudían a la batalla portando todas sus riquezas. Por ello, cuando los soldados franceses les vencieron, disfrutaron de un suculento botín en oro, gemas y joyas. El mismo Napoleón dejó escrito este dato en una de sus anotaciones tras la Batalla de las Pirámides (en la que su ejército venció a estos jinetes de forma definitiva). «La caballería de mamelucos ha mostrado mucho valor. Defendían su fortuna, y no hay uno en cuyo poder no hayan encontrado nuestros soldados 300 o 500 luises de oro». Tal era la riqueza que llevaban encima que, después de aquella contienda, los galos recogieron los cadáveres que se habían caído al Nilo para hacerse con aquello que llevaban encima.
Otro dato interesante sobre los mamelucos es que, todavía en el siglo XVIII, eran seguidos a la batalla por una ingente cantidad de flautistas y tamborileros que les animaban, además de una no menos importante muchedumbre formada por mujeres y niños. Todos ellos, ávidos de ver como estos jinetes acababan con sus enemigos.
La batalla de las Pirámides
De esta guisa (con dicha vestimenta y armas) se presentaron 6.000 mamelucos (acompañados de 54.000 infantes) el 21 de julio de 1798 en Embaleh, una pequeña ciudad ubicada a una decena de kilómetros de la Gran Pirámide de Guiza. Su objetivo aquel día era aniquilar a un ejército napoleónico de entre 20.000 y 25.000 soldados (atendiendo a las fuentes) que buscaba acabar con su dominio en Egipto. La mejor caballería del mundo se sabía en una amplia superioridad numérica sumando a los hombres a pie, y confiaba en el poder brutal de sus cargas. Nada podía fallar.
Para repeler a los mamelucos, Napoleón ordenó formar cinco grandes cuadros de infantería. Uno por cada división que le acompañaba. «Estos cuadros estaban formados para la ocasión egipcia por entre seis y diez filas de profundidad, cuando lo habitual en Europa eran tres filas o, excepcionalmente, cuatro», explica el autor Enrique F. Sicilia Cardona en su obra «Napoleón y revolución: las Guerras revolucionarias».
El objetivo de esta variación no era otro que evitar que los jinetes contrarios atravesasen las defensas galas y aniquilasen a los diferentes grupos uno a uno. El estado mayor, la oficialidad y los pertrechos se situaron en el centro del cuadro y, en cada una de las esquinas de este castillo de bayonetas, se ubicó una pieza de artillería.
Con El Cairo frente a sí y las pirámides de Guiza a su derecha, los oficiales franceses ubicaron los cuadros de infantería dirigidos respectivamente por Desaix y Reyner. Su objetivo sería cargar contra las fuerzas presentes en la diestra, aquellas que defendían el acceso a las milenarias tumbas de los faraones. De esta forma, amenazarían la comunicación del bey con el alto Egipto. Dos cuadros, los de Bon y Vial, se ubicaron en el flanco izquierdo. Finalmente, el grupo restante (el de Dugua) formó entre estas dos fuerzas principales para servir como nexo de unión.
Tal y como era habitual en ellos, los mamelucos se limitaron a lanzarse de bruces una y otra vez contra los cuadros de infantería napoleónica. Todo para nada, pues los militares franceses les recibieron con las bayonetas en ristre y, cual si fueran tercios españoles, les rechazaron sin problemas. Al final, empujaron a los mamelucos hasta el Nilo y, cuando estos cayeron a sus aguas, los remataron. El recuento de bajas fue demoledor: miles por parte del ejército egipcio (se cree que entre 2.000 y 8.000) y apenas 300 de los soldados de Napoleón. Y la mayoría de ellas, debido al fuego amigo provocado al dispararse entre cuadrados.
Una triste condena
Si algo demostró aquella contienda es que la infantería volvía a obtener gran importancia en el campo de batalla y que era necesario utilizar a los jinetes con sumo cuidado. Una teoría que explica Esclus y Gómez en su obra: «Durante la Guerra de Egipto, la caballería francesa fue tan temible a los mamelucos que, aunque cuerpo a cuerpo no cedían ciertamente a ninguna caballería de Europa, como no estaban disciplinados y no sabían guardar buena formación en sus cargas, jamás estas les dieron un resultado extraordinario [contra los franceses] como lo pueden dar una carga con orden de una numerosa caballería.
El mismo Napoleón escribió lo siguiente sobre las cargas de los mamelucos: «Dos mamelucos hacían frente a tres franceses porque estaban mejor armados y mejor montados, pero cien soldados de caballería francesa no temían en nada a cien mamelucos; trescientos batían a un número igual, y mil batían a mil quinientos». Aunque quizá fuese algo exagerado con el objetivo de poner en valor a sus jinetes, lo cierto es que la falta de orden fue lo que provocó la derrota de aquellos guerreros centenarios. No obstante, el «Pequeño corso» jamás les negó su valentía y la utilidad de sus letales ataques.
A las órdenes de Napoleón
En palabras de Reiss, Napoleón se quedó tan sorprendido por la ferocidad de estos guerreros que, el 7 de septiembre de 1798, decretó que todos los jóvenes mamelucos «de entre 8 y 16 años de edad» se incorporaran a las filas de su ejército «junto con los esclavos y los siervos mamelucos de la misma edad».
«Dos mamelucos hacían frente a tres franceses porque estaban mejor armados y mejor montados»
Así fue como 200 de estos jinetes (240 según otras fuentes) acabaron con sus huesos en el contingente del «Pequeño corso». El mismo que había destruido sus pueblos y su cultura. «Al final terminaron siguiendo a Napoleón a Francia. En los años del Imperio, los mamelucos inmigrantes sirvieron con notable valor en la batalla de Austerlitz y durante la campaña rusa (donde dieron su merecido a los cosacos)», añade el experto.
A pesar de las circunstancias en las que fueron reclutados, los mamelucos de Napoleón siempre fueron leales a Francia. Ejemplo de ello es que en la batalla de Waterloo (el ocaso del Emperador) los escasos 41 jinetes musulmanes que todavía atesoraba el ejército francés cargaron heroicamente contra la caballería británica. Lo cierto es que su actuación fue inútil (pues no lograron decantar la contienda en favor de los galos) pero demostraron que todavía estaban dispuestos a emular lo que habían hecho en las cercanías de la pirámide de Guiza.
Origen: Mamelucos: la feroz caballería musulmana de Napoleón que desangró al heroico pueblo español