Mantua, una guerra desastrosa para Felipe IV
La guerra de Mantua, entre 1628 y 1631, supuso un desastre militar y financiero para España en un contexto ya de por sí muy complicado
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Después del gris reinado de Felipe III, en los círculos de poder de la monarquía española domina la impresión de que se viven tiempos de decadencia. Hay que recuperar el prestigio perdido en Europa. Bajo el joven Felipe IV, un nuevo equipo de gobierno, en manos del conde-duque de Olivares, apuesta por una política agresiva. Es preciso dejar claro quién ostenta la hegemonía en el continente.
Sin embargo, tras una serie de éxitos iniciales, como la famosa toma de Breda, todo empieza a torcerse. Un conflicto menor por el control de un ducado italiano iba a convertirse, contra todo pronóstico, en un pozo sin fondo para los recursos hispanos.
El general Ambrosio Spínola consiguió el éxito de Breda en una guerra, la de los Países Bajos, donde no existían perspectivas de triunfo a largo plazo. El aristócrata genovés no dejaba de quejarse a Madrid por la falta de recursos con los que sostener su ejército. Ante la delicada situación que se vivía en Flandes, el capitán general solicita permiso para viajar hasta Madrid. En diciembre de 1627, mientras prepara su regreso a la corte, fallece el último varón del linaje de los Gonzaga, el duque Vincenzo II de Mantua.
El territorio mantuano estaba formado por el ducado de Mantua y el marquesado de Monferrato. En este último, dominando el valle superior del Po, se encontraba la poderosa ciudadela de Casale. La heredera de Vincenzo II era su sobrina, la princesa María, pero la sucesión por vía femenina no estaba permitida en Mantua, aunque sí en Monferrato. El candidato masculino con más derechos era el duque francés de Nevers.
Falta de previsión
Lo que determinaba la importancia de la sucesión era la estratégica posición que ocupaban ambos territorios, vinculados al Sacro Imperio. Si Francia pretendía atacar Milán, necesitaba atravesar aquellos dominios. Para España, por tanto, era de primera necesidad que en esos minúsculos estados gobernara un monarca aliado, capaz de oponerse a las pretensiones galas.
A pesar de las advertencias de don Gonzalo de Córdoba, gobernador de Milán, la muerte de Vincenzo II pilló por sorpresa a Madrid, que no había dado instrucciones sobre qué hacer ante tal eventualidad. Por el contrario, el duque de Nevers, anticipándose a los hechos, hizo casar a su hijo, el duque de Rethel, con la princesa María de Mantua. Vincenzo bendijo la boda y falleció tres días después. Así las cosas, el duque de Rethel tomó posesión de Mantua y del Monferrato en nombre de su padre.
Madrid era consciente del peligro que supondría el afianzamiento de Nevers en la sucesión. La amenaza era que el duque francés llegara, por una parte, a un acuerdo con Luis XIII y, por otra, con Carlos Manuel de Saboya, el abuelo de la princesa María, posibilidad que, en palabras del historiador John H. Elliott, “hubiera significado dejar a Milán expuesta al peligro y flanqueada por el adversario”.
Don Gonzalo de Córdoba, sin una pauta definida para actuar, decidió tomar algunas medidas. Escribió al marqués de Aytona, embajador español en la corte vienesa, pues no deseaba atacar Mantua sin contar antes con la aprobación del Imperio. La cortesía diplomática hacía indispensable esta consulta: María de Mantua era sobrina de la emperatriz, que, por razones dinásticas, protegía a su pariente. A la espera de una respuesta, el gobernador de Milán iba a permanecer inactivo unos meses.
Para el conde-duque de Olivares, la anexión del Monferrato a Milán supondría enormes ventajas. Pero, dado que Nevers era el heredero legal, no se podía plantear una declaración de guerra. Ahora bien, su manera de actuar, al organizar la boda de su hijo a espaldas tanto del emperador como del rey de España, evidenciaba una falta de respeto intolerable. Además, el conde-duque no podía pasar por alto el riesgo que suponía que el pretendiente francés estuviera en condiciones de acceder a Milán, base desde la que España dominaba el norte de Italia.
Ante la gravedad de los acontecimientos, así como por la necesidad de acallar las críticas por su gestión al frente del gobierno, Olivares dio el visto bueno para que don Gonzalo de Córdoba pusiera sitio a la casi inexpugnable fortaleza de Casale.
Sustentó su decisión en el hecho de que el emperador todavía no hubiera reconocido a Nevers como legítimo sucesor del duque de Mantua. La orden de Madrid para dar inicio a la invasión llegó el 2 de marzo de 1628. A finales de ese mes, don Gonzalo envió tropas al Monferrato, pero el ejército de Milán, mal aprovisionado y escaso de hombres y dinero, quedó atascado frente a los muros de Casale.
Olivares y Spínola
El largo asedio impuso fuertes exigencias a las finanzas de la Corona española, de tal manera que se tuvieron que desviar recursos, ya de por sí exiguos, del ejército de Flandes a las tropas de Italia. Además, por esas fechas, el marino holandés Piet Hein capturó un importante cargamento de plata a la flota hispana en la bahía de Matanzas, frente a las costas de la Florida. Al año siguiente, los holandeses pasaron a la ofensiva contra el ejército de Flandes, debilitado por la marcha de su más reconocido general, Ambrosio Spínola, que regresaba a Madrid.
En su viaje a través de Francia, el genovés fue invitado por Richelieu y tratado con grandes honores. Llegó a la corte de Felipe IV con la idea de defender un acuerdo de paz con la república de Holanda. En Madrid, una vez más, surge el dilema: ¿Flandes o Italia? Ambos territorios eran cruciales, pero España no disponía de recursos económicos ni militares para intervenir en los dos con la misma intensidad al mismo tiempo.
Tras un reñido debate, el Consejo de Estado, en contra de la opinión del conde-duque, aceptó los argumentos de Spínola para llegar a un acuerdo con los holandeses y, de esta manera, priorizar la guerra en Italia. Las consecuencias de esta decisión coincidieron con los presagios de Olivares. Holanda, al percibir la debilidad de España en el norte, postergó cualquier acuerdo. Por otra parte, las provincias leales del sur, agotadas y desmoralizadas por tanta guerra, pensaron en la rebelión.
A los graves acontecimientos en Flandes había que añadir el deterioro económico de Castilla. Los precios se dispararon, y también la impopularidad del régimen. La intervención de España en la guerra de Mantua, cara y sin resultados, dotaba de argumentos a los detractores de Olivares, que, mediante manifiestos y sátiras, urgían a Felipe IV a apartar al valido y tomar las riendas personalmente.
A principio de 1629, la tensión entre el rey y el conde-duque empieza a notarse. Apoyado en la mayoría de su Consejo, el monarca baraja la posibilidad de ponerse al frente del ejército en Mantua.
“Quitarle Mantua a quien la hereda”
Francia, mientras tanto, se hallaba dispuesta a pasar a la acción. En el otoño de 1628, los rebeldes hugonotes de La Rochelle se habían rendido. De esta forma, el ejército real quedó liberado para actuar en otras regiones. Tropas galas, con Richelieu y Luis XIII al frente, atravesaron los Alpes.
Ante tal despliegue, don Gonzalo de Córdoba no tuvo más opción que levantar el asedio de Casale. Fue llamado a Madrid y reemplazado por Spínola. Entre los hombres que acompañaban a Spínola se encontraba el poeta Francisco de Quevedo, que escribió una sátira sobre aquel conflicto empantanado: “El quitarle Mantua a quien la heredaba / comenzó la guerra que nunca se acaba”.
En esos momentos, ni España ni Francia estaban en condiciones económicas de proseguir de inmediato la confrontación. Richelieu y Olivares trataban, por todos los medios, de conseguir recursos humanos y financieros, preparándose para el enfrentamiento que se avecinaba. Mientras tanto, ambas potencias se movilizaban en busca de posibles aliados. Estaba en juego el célebre Camino Español, la ruta que comunicaba el norte de Italia con los Países Bajos.
Viena respondió a la petición de ayuda de Olivares. El emperador Fernando II, pariente del rey español, hizo que un poderoso ejército se encaminara a Italia. A su llegada, las tropas imperiales ocuparon Mantua, pero los soldados de Spínola no pudieron tomar Casale. Olivares se quejaba del general, tal como reseña el historiador Henry Kamen: “Por prestar demasiada atención a sus consejos, corremos el riesgo de sufrir una derrota tanto en Italia como en Flandes”.
Olivares creía que el Sacro Imperio había traicionado los intereses españoles y que se había llegado a una paz deshonrosa
La diferencia de prioridades entre las cortes de Madrid y Viena generaba tensión entre ambas potencias. En agosto de 1630, la irrupción sueca en el norte de Alemania obligó a la retirada de la mayor parte de las tropas imperiales. El 25 de septiembre de ese año, Ambrosio Spínola fallecía por enfermedad en Casale. “Parecía cansado de vivir –comentaría el pintor Rubens con tristeza–. Le disgustó la hostilidad que le demostraron en España. Con él he perdido a uno de los mejores amigos y mecenas que tenía en el mundo”.
Poco después, en el mes de octubre, se firmaba el Tratado de Ratisbona, por el que los franceses abandonaban Italia. A cambio, el emperador investía al duque de Nevers como nuevo duque de Mantua. Olivares estaba indignado. Consideraba que el Sacro Imperio había traicionado los intereses españoles y que se había llegado a una paz deshonrosa.
Los acuerdos de paz de Cherasco, firmados en 1631, pusieron el punto final a la guerra de Mantua. El duque de Nevers mantuvo su herencia, los franceses se quedaron con la estratégica fortaleza de Pinerolo, en la vertiente italiana de los Alpes, y los españoles no consiguieron Casale.
El historiador Geoffrey Parker, al hacer balance de los acontecimientos, resalta que la guerra supuso una importante pérdida de prestigio para la monarquía hispánica: “El conflicto de gigantes precipitado por la intervención de Olivares en Mantua solo vino a demostrar de modo irrefutable que, después de todo, Dios no era español, sino francés”.