Mary Wollstonecraft, la monstruosa vida de la abuela de «Frankenstein»
La madre delfeminismo moderno luchó por los derechos universales durante la Revolución francesa
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A Mary Wollstonecraft apenas se le recuerda, solo muy vagamente, como aquella señora que trajo al mundo a Mary Shelley -la mujer que escribió «Frankenstein»-. Y con el permiso de los amantes de esta joya literaria, su madre llevó una vida bastante más monstruosa que su hija.
Los dueños del pensamiento moderno occidental serían ensombrecidos con el eco -aunque con mucha posterioridad- de mujeres como Mary. La literata y activista anlosajona centraría todo su esfuerzo en generar una conciencia universal sobre la democratización del conocimiento, especialmente con su obra «Reflexiones sobre la educación de las hijas» (1787).
Los escritos de Mary Wollstonecraft abanderaron los inicios del feminismo moderno; pero la historiografía no le haría justicia hasta más de un siglo después, cuando Virginia Woolf y Emma Goldmandesenterraron su trabajo para reivindicar la causa.
La valentía de la literata le impidió permanecer como un simple espectador de los grandes acontecimientos que sacudirían al mundo entero, como así ocurrió durante la Revolución francesa. Mientras Mary Wollstonecraft se encontraba en París -escapando del desasosiego amoroso y la neblina londinense- participó incansablemente en la creación de una conciencia popular con su ensayo «Vindicación de los derechos del hombre» (1790).
Mary tenía otra visión sobre las relaciones sentimentales, la cual iba al menos con cien años de adelanto respecto a su época. Antes de que el «poliamor» se convirtiera en una corriente de pensamiento y en el «modus vivendi» de los libres de los celos más humanos -como así ocurrió con la polémica relación entre Jean Paul Sartre y Simone de Beauvoir– Mary Wollstonecraft, se lo plantearía al pintor suizo Henry Fuseli y a su esposa Sophia Rawlins, a finales del siglo XVIII. Sin embargo, la propuesta de la escritora inglesa le costaría el repudio del matrimonio.
Desde ese momento, Wollstonecraft estaría atrapada en una bola de catástrofes personales, la cual se iba haciendo más grande según tomase decisiones. No obstante, ese mismo ímpetu sentimental -casi violento, pero que le permitía sentir de una manera extraordinaria- se reflejaría en su obra y en la lucha escrita por laigualdad de las de su género, para abofetear -aunque sin éxito por aquel entonces- el pensamiento de los filósofos más reputados de la época: Locke, Rousseau y Kant.
La injusticia educativa
La periodista Rosa Montero escribió en su libro «Nosotras. Historias de mujeres y algo más» (Alfaguara, 2018) la espeluznante infancia de la madre del feminismo moderno: «Nació en Londres, en 1579, hija de un tejedor que dilapidó una buena herencia por su afición a los caballos y al alcohol».
Pero tal como explica Montero, los malos tratos que recibía su madre a manos de Sir Wollstonecraft quizás no fueron la principal motivación que la impulsaría a peregrinar hacia el gran calvario de las mujeres en aquella lucha por la emancipación femenina, si no que lo que realmente le haría despertar sería la imposibilidad de las de su género para desarrollarse en el mundo profesional. Ninguna tenía acceso a la vida laboral, a excepción de puestos como institutriz o sirvienta.
No obstante, la raíz del problema estaba en la injusticia educativa. Mary partía de las marcadas diferencias dentro de la enseñanza entre los niños y niñas, pues los chicos tenían acceso a una mejor formación, y el ejemplo lo tenía en su propia casa. Su hermano -que al parecer tenía «pocas luces»- fue enviado a un buen colegio y por otro lado, tanto ella como sus hermanas asistieron a uno donde apenas les enseñaron a leer y a escribir. Esas inequidades las ponían en desventaja frente a los hombres, pues además de impedirles desempeñar las mismas profesiones que ellos, también las sentenciaba a una eterna codependencia. De esta manera, se les obligaba a permanecer bajo el yugo masculino: primero del padre, luego del marido, o bien de la buenaventura de la vida, cuando despachadas o hastiadas se entregaban a las calles.
Aunque los recursos académicos de Mary habían sido muy limitados, pudo acceder al conocimiento gracias a su apetito feroz por aprender y a dos grandes amistades que forjó durante sus años mozos. Durante su juventud se hizo inseparable de una chica llamada Jane Arden, cuyo padre las introduciría al estudio de lenguas clásicas y de filosofía. Tiempo después conocería a la que se convertiría en su mejor amiga -y cuyo nombre le pondría a su primogénita- Fanny Blood, con quien tendría una pequeña academia y se desempeñarían como institutrices. Gracias a ellas comenzaría a despertarse su don literario, cogiendo el impulso suficiente para abandonar la mediocre enseñanza que le estaba permitida, e iniciarse así en la profesión de escritora -para ser de las primeras mujeres que sobrevivirían de sus libros-.
«Aunque a las mujeres se las mantuviera apartadas de la educación, ya no se las podía privar del conocimiento: el mundo entero se les abría a través de la letra impresa. Y así se cultivó Mary Wollstonecraft, de una manera autodidacta», relató Montero.
La naturaleza enamoradiza de Mary le haría dudar respecto a los sentimientos hacia Arden y Blood. Sin embargo, rápidamente aquella confusión dejaría de nublarle su estabilidad emocional, para abandonarse en un breve romance con el pintor suizo Henri Fuseli. El artista estaba casado, pero eso a ninguno de los dos parecía importarle. Y de pronto, el idealismo más utópico pareció sacudir con fuerza el corazón de Mary, pues a la escritora se le ocurrió proponer una relación abierta al matrimonio, en la cual marido mujer y amante convivieran en armonía. Y como tres eran multitud, el rechazo y el repudio fueron inevitables.
A la vergüenza y al corazón roto habría que sumarle la muerte de su brazo derecho, Fanny Blood. El mundo se estaba desmoronando para Mary, y solo quería abandonar la Inglaterra gris. Quizás quería huir de sí misma, o tal vez necesitaba encontrar otras fuentes de inspiración. París parecía un exilio inmejorable, pero no por la paz y las vistas al mar, si no porque estaba a punto de estallar un fenómeno social sin precedentes que daría lugar a la modernidad: la Revolución francesa.
Perder la cabeza
Mary llegó justo a tiempo para respirar el último aire de la justicia social que albergaba la revolución. Porque poco después, los ideales que vestían aquella liberación popular de las garras del Antiguo Régimen se les fue de las manos a los radicales jacobinos, desatándose el Terror de Robespierre.
No se le daba ningún descanso al verdugo de la guillotina. El temido Maximilien Robespierre consideraba a todos perfectos candidatos para pasar por la cuchilla. Por si fuera poca carnicería, la muerte no estaba reservada nada más para los galos, ningún extranjero estaba fuera de peligro, y especialmente los ingleses, después de que su país le declarara la guerra a Francia.
A Robespierre francamente le importaba muy poco si eras inglés o francés, y si habías contribuido a la caída del Antiguo Régimen. Durante la transición republicana no había juicio que velara por los arranques de aquel revolucionario. Sí, incluso Mary, a pesar de haber abogado por la misma causa que Maximilien -enfrentándose con las eminencias del pensamiento inglés como Edmund Burke para defender los ideales de la revolución– podía perder la cabeza.
Wollstonecraft escribía con asiduidad en el periódico «Le Havre», y mediante ese diario exaltaba la legitimidad de la voluntad popular. La prueba está en su obra «Vindicación de los derechos del hombre» (1790). Con su puño y letra respondía a las críticas de su paisano Edmund Burke -fiel enemigo del nuevo orden que acechaba la Bastilla– sobre la soberanía del pueblo. En esas páginas, Mary defendió cada uno de los ideales de la revolución, la justicia social y la vital importancia de establecer la igualdad ciudadana ante la ley.
Aunque las mujeres bien podían haber sido iguales a los hombres más fieros en las barricadas de París, no se las tuvo en consideración en ese llamamiento a la igualdad ciudadana. Y sin otra alternativa Mary libraría otra batalla paralela durante aquel turbulento tiempo. Sí, al parecer en la «Vindicación de los derechos del hombre» ellas no tenían ningún lugar. Por esta razón, dos años después de su respuesta a Burke, iniciaría uno de los primeros manifiestos del lenguaje de inclusión en «Vindicación de los derechos de la mujer» (1792), porque por lo visto en la denominación genérica del «homo sapiens sapiens» (hombre) no tenían lugar las de su género.
El filósofo Locke sostenía que ni los animales ni las mujeres participaban de esta libertad, sino que tenían que estar subordinados al varón.
Entre la disputa intelectual y los ríos de sangre atravesando París, Mary también perdió la cabeza -metafóricamente hablando- y sin pasar por la guillotina. La escritora inglesa ya no sería dueña de su vida, para tirarse a un mar agitado de emociones descontroladas. Una tempestad de sentimientos -que rozarían posteriormente sus ansias de morir- serían despertados por un soñador norteamericano llamado Gilbert Imlay.
Mientras varios de sus amigos intelectuales se citaban con la muerte en el patíbulo del escalofriante artilugio, Mary vivía un sueño rosa en los brazos de su enamorado -ambos escondidos en el campo y lejos del Terror de Robespierre-. Sin embargo, aquellos meses bucólicos en la pradera terminaron por hastiar al aventurero, y por ello nada más dar a luz a la niña que habían engendrado durante las horas felices, Imlay se esfumó. El americano tomaría un barco a Londres; para deshacerse de la escritora y la neonata -a la que llamaría Fanny en homenaje como homenaje a su amiga-. El egoísmo del amante no podía ir más lejos, pues las dejaba totalmente desprotegidas, sin dinero y en medio de un legrado civil.
La última oportunidad de Mary
Como Wollstonecraft no quería aceptar el abandono de Imlay, lo fue a buscar a Londres. Una Mary completamente destruida se presentó en su puerta con la niña en brazos. Nada más verle le reclamaría todo ese cariño del que se había sentido privada desde su ausencia. No obstante, eso no mitigaría el hastío por ella, su posición seguía siendo la misma. Ella no podía soportar aquel rechazo, y sin remordimiento le amenazó varias veces con suicidarse. Sí, era una mujer de palabra, razón por la que se bebió un botellín de láudano. No murió, pero Imlay nunca más volvió.
La pena duraría poco más, pues durante ese tiempo había conocido a uno de los mayores exponentes del anarquismo británico, William Godwin.
Durante los tres años que estuvieron juntos fueron una pareja ejemplar, ambos se apoyaban, se protegían y sobre todo se inspiraban el uno del otro. Sus bolsillos estaban rotos y pasaban verdaderas calamidades, sin embargo aquella admiración mutua parecía aliviarles el estómago.
Cuando la pequeña Fanny había cumplido tres años, su madre volvía a estar embarazada. Y muy a pesar del repudio de sus correligionarios anarquistas -cuando descubrieron que Mary nunca se había casado con Imlay-, los enamorados se unían en sagrado matrimonio en 1797. La alegría duraría lo que una rosa abierta, pues el bebé que venía al mundo era la futura Mary Shelley. La autora de «Frankenstein» no podría disfrutar de su madre, pues a los pocos días de alumbrarla, moría víctima de unas fiebres a causa de una infección.
La moribunda señora Godwin dejaba este mundo sin saber que le había legado tanto su tormento como la vocación de la escritura a su hija menor. Y desde otro universo paralelo, Wollstonecraft se convertía en la abuela de «Frankenstein».
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