Memòria Repressió Franquista.: Mujer y violencia política de género en el primer franquismo.
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No pretendo hacer un análisis exhaustivo de todos los ámbitos en los que se manifiesta la violencia política dirigida contra las mujeres. En algunos aspectos esa violencia pese a ser ejercida también contra los hombres, cuando le toca sufrirla a las mujeres, se hace de forma específica por efecto de la ideología de género. Para comprobarlo nos centraremos en tres mecanismos de control social manejados por la dictadura para conformar la sumisión de las mujeres con los valores que sirven sostén a ese poder. Lo haremos fijándonos en dos instituciones que vigilan su vida y costumbres: Auxilio Social, la organización falangista dedicada a la beneficencia y, la Iglesia Católica. Entre ellas trenzaron una red de acciones combinadas que actuaron como “modelador” social de las conductas de las mujeres, modificando sus hábitos para ajustarlos al comportamiento de género exigido por el nacional catolicismo. Son acciones incluibles en lo que podríamos llamar represión blanda o también represión fría.
La represión caliente o dura consiguió la destrucción de los cuadros de los partidos del Frente Popular, de los sindicatos obreros y de las organizaciones masónicas, sin dejar de lado a los partidos políticos moderados y las personalidades con prestigio izquierdista o liberal. Pero a esta acción represiva con resultado de muerte y encarcelamiento, hay que sumar la población represaliada por la segunda represión, la represión fría o blanda. Son los castigos impuestos por los tribunales de Represión de la Masonería, Responsabilidades Políticas, por comisiones de incautación y las comisiones depuradoras de funcionarios.
La represión blanda servía a una triple finalidad, por un lado, ampliaba el ámbito de las represalias, por otro actuaba de presión para permeabilizar socialmente el miedo político, para modificar la conducta de la población y asentar el poder sobre bases que garantizasen su duración. Si la represión dura con sus consecuencias de muerte, cárcel y exilio separaba a la persona de la sociedad, la blanda; en cambio; permitió que la población continuara con sus actividades bajo la presión de una amenaza y, lo que es más importante: produjo una dosificación de temores alargada en el tiempo que sirvió para dirigir la conducta colectiva hacia la asimilación obligatoria de los valores de la dictadura y para construir también- y esto es muy importante- un individualismo inhibidor de respuestas criticas.
Y dentro de la represión blanda van a ser las depuraciones de funcionarios, especialmente la de los docentes, las que nos proporcionen abundante información sobre esta cuestión de la especificidad de género en la violencia política. En diciembre del 36 en las zonas controladas por los alzados se decreta la separación cautelar del servicio de todos los funcionarios. En base a los informes proporcionados por las alcaldías, parroquias, guardia civil y padres de familia, cada Comisión tomaba la decisión de considerar a maestros y profesores de instituto aptos para reintegrarse al servicio sin ningún cargo, o, por el contrario, si después de analizar los informes existían dudas sobre su actuación, se elaboraba un pliego de cargos. Una vez el docente recibía la notificación de la instrucción disponía de diez días para presentar un pliego de descargos en su defensa. Las sanciones iban desde la separación definitiva, la suspensión de empleo y sueldo hasta 5 años, y traslado forzoso de la localidad. La purga estaba pensada para hacerse de manera rápida; las comisiones depuradoras debían finalizar sus actuaciones antes de un mes; la de primaria, y antes de tres meses; la de secundaria. Pero ambas comisiones desbordaron ampliamente estos plazos, en ocasiones varios años.
Los escrutinios de la vida de los docentes realizados en estas depuraciones se practicaron tanto sobre el ámbito público como el privado de las conductas. Se informaba en apartados específicos sobre la conducta política y sindical, pero fue el apartado de la conducta particular el que dio pie para que la vida familiar y privada de los maestros sea sometida a una constante vigilancia y escrutinio en mayor medida en el caso de las mujeres que en los hombres. El abanico de instituciones dedicadas a vigilar a los docentes era enorme; informaban las parroquias, las alcaldías, la guardia civil, Delegaciones de Gobierno, Comisarias de Investigación y Vigilancia, Servicios de Información de Falange, juzgados militares y de Responsabilidades Políticas, comisiones de incautaciones, los propios compañeros, incluso los servicios de inteligencia del ejército. Los expedientes de depuración fueron unos durísimos escalpelos que hurgaban en todos los aspectos de la vida del docente, nada dejada de ser escudriñado: amistades, familia, relaciones sentimentales, conversaciones, lecturas, trabajo, correspondencia, opiniones. No había ninguna limitación a la hora de buscar información sobre las actividades de los maestros; un voto depositado en la urna, un periódico leído, escuchar una determinada emisora de radio, una opinión emitida en voz alta, un saludo más efusivo que otro, podían ser motivo suficiente para la imposición de un castigo.
Los cargos sobre la conducta religiosa tenían gran valor real, ya que cuando se quería sancionar y no existían acusaciones de tipo político o sindical, se recurría a ellos para imponer el castigo. El incumplimiento de los preceptos religiosos, dificultar la enseñanza de la religión, o no animar a la asistencia a misa, se consideraban indicadores de ateísmo que servían para desenmascarar al izquierdista. Si el incumplimiento de los deberes religiosos se evidenciaba públicamente llevaba aparejado un reto desafiante lanzado contra el párroco. Si malo era que los maestros no acudieran a misa, peor era que se afirmara públicamente esta decisión, mostrándose por ejemplo en el balcón de sus pensiones mientras el cura celebraba misa en la iglesia. Las parroquias consideraban estas acciones como disolventes de su poder y una forma de poner en duda la autoridad de los párrocos para ser los lideres morales de la comunidad rural. Si algo revelan estos cargos religiosos es el enfrentamiento entre dos instituciones: escuela y parroquia. Durante II República, sobre todo en las localidades rurales, la capacidad de ejercer la dirección moral está dividida en dos bandos que luchan por el liderazgo en materia de juicio sobre las costumbres y los valores comunitarios. Lo que “molestaba” a las parroquias es la independencia con la que los maestros ejercían su trabajo. La escuela pública es una institución que escapaba a su control y la existencia de maestros que no aceptaban su tutela era una prueba evidente del poder perdido.
En el caso de que fuesen las maestras quienes no acudían a misa, la influencia negativa que su ejemplo producía se revestía de una espacial gravedad ya que su comportamiento no solo era “provocador”, también se calificaba con la expresión “poco virtuoso”, lo cual producía “ escándalo”, figura que sistemáticamente se aplica a las mujeres y nunca a los varones. Veamos un ejemplo sacado de la depuración de una maestra: “dando mucho escándalo no solo a los niños sino a los mayores la señora se paseaba o se entretenía escuchando la radio, ya que ella aun no siendo religiosa tenía la obligación de servir de ejemplo de virtud y moralidad” Acusaciones semejantes no afectaban a los hombres: su inasistencia a misa o a cualquier otra obligación religiosa se consideraba normal y no se veía motivo para imponer ningún cargo.
La calificación política de las mujeres no se obtenía únicamente mediante la observación de su comportamiento religioso sino a través de una detallada investigación de sus hábitos sexuales y sentimentales. Una investigación que frecuentemente se basaba en informes escritos por el vecindario. Esa presión de lo comunitario era especialmente intensa en las zonas rurales ya que la capacidad para detallar aspectos de la vida cotidiana de las acusadas era muchísimo mayor que la que se tenía en las ciudades. Se ha repetido muchas veces, y es cierto que hay una sociología del franquismo rural, diferenciada del franquismo urbano. Y el protagonista de esa sociología diferente es en mayor medida la mujer que el hombre, Las parroquias fueron las instituciones que proporcionaron más datos sobre su vida privada. Esta labor de vigilancia se aplicó con especial intensidad a las maestras, su comportamiento fue observado y juzgado desde los presupuestos de una moral cristiana. No sucede así con los maestros cuyas relaciones sentimentales no figuran en los expedientes y no sirvieron como pruebas de imposición de sanciones. En caso de las maestras sancionadas en los expedientes se encontraban expresiones como “conducta moral muy censurable” o cualquiera de sus variantes como ”conducta poco ajustada a la ejemplaridad que exige el cargo”. La presión de los informes del vecindario fue importante y no eran infrecuentes informes como este: ”su conducta particular tanto en el aspecto moral como en el religioso ha sido motivo de escándalo para el vecindario”, o este otro: ”en el aspecto moral su conducta ha producido verdadero escándalo, tuvo relaciones con una persona que entraba en su casa a altas horas de la noche”
La condena social de las mujeres republicanas también se manifestó en otras prácticas, nos estamos refiriendo a una serie de clichés y castigos señaladores que buscan producir su exclusión social. Durante la República la prensa de derechas llevo a cabo una extensa compaña propagandística para tipificar una imagen negativa de la mujer republicana. El repertorio de representaciones creado por esa propaganda, fomentó una cultura política de «la roja» percibida como un «monstruo sexual». Las «rojas» practicaban el libertinaje sexual y las uniones libres asimiladas a la prostitución, eran el contrapunto, y la figura antagonista de la mujer cristiana, obediente y temerosa de Dios. Se extendió un retrato codificado entorno a la práctica de la blasfemia, la gestualidad viril, la suciedad, la ausencia de «instintos de femineidad» y «la vida desordenada». Miles de páginas circularon por territorio rebelde con categorías clasificatorias que iban desde la «prostituta» y la «tiarrona» hasta las deshumanizadas «detritus» y «arpía».
Al hilo de esta estigmatización propagandística se creó un castigo específico para hacer visible la condición de «roja»: el rapado cumplía esa función. Un castigo que buscaba producir una penalidad directa, pero también provocar humillación psicológica en espacios públicos para que la marca de esa humillación forme parte de la visión que la comunidad va a tener de la mujer castigada. La mujer así marcada se veía obligada en muchos casos a llevar una vida de exclusión social.
El rapado acostumbraba a convocarse con antelación para que pudiese acudir todo el pueblo. Se hacía en los cuarteles de falange, pero también en las casas consistoriales con lo que ello suponía de institucionalización de la práctica. Las rapadas eran llevadas en medio de un pasillo humano formado por milicianos de falange o soldados. En ocasiones fue una ceremonia realizada con el acompañamiento musical de una orquesta, para que toda la comunidad con sus burlas y chanzas reverberase los efectos de la humillación. De la hazaña se dejaba constancia en fotos que tomaban los propios organizadores para sus archivos personales, incluso en ocasiones aparece el organizador que dirige los rapados rodeando de las mujeres humilladas, mostrándose orgulloso de su acción.
A veces el rapado de pelo se intensificaba con el rapado de cejas y otras variantes que incluyeron dejar un mechón de pelo para colgar de él una bandera bicolor, así el cuerpo de la roja se trataba como una pieza de caza cobrada para el nacional catolicismo. El repertorio, como decimos, no es fijo, pero está documentado en todas las regiones, en las zonas en las que desde el principio de la guerra fueron retaguardia rebelde, pero también en las que incorporaron a medida que las tropas franquistas entraban en una localidad. La mujer así marcada se veía obligada en muchos casos a llevar una vida de auto reclusión, a marginalizarse de los espacios de ocio, o a irse a vivir fuera de su localidad. El castigo afectó a la entera cotidianeidad de su vida y la de su familia, al menos hasta que el efecto de la agresión corporal resultase visible. Los hijos en los lugares públicos, en las escuelas, eran señalados como los hijos de la roja con insultos y vejaciones frecuentes.
Esta idea de que los signos corporales externos son una forma visible de representar ideología, es decir, de darle visibilidad a lo que es invisible, está presente en este castigo, pero también en las costumbres relativas al vestido y al cuidado personal. Y no nos estamos refiriendo a las conocidas medidas dictadas por la iglesia para el ornato decoroso de los vestidos femeninos, con su reglamentación de longitudes de faldas, escotes y aperturas en la espalda. En un texto, escrito en los años 40 para orientar a las mujeres sobre las pautas políticamente aceptables en sus cabellos, puede leerse lo siguiente
“Esas terribles melenas, que, cayendo por la espalda y los hombros, te dan cierto parecido con un horrible tipo femenino- la miliciana- lleno de recuerdos de una época trágica, que, si debemos tenerla siempre presente, no debe ser precisamente tu peinado el llamado a recordárnosla “(Medina, marzo de 1942)
Los signos de atuendo y fisiognomía femenina eran señales que permitían excluir o incluir en la comunidad políticamente aceptable durante el primer franquismo; una práctica extendida en la década de los 40, según testimonian los textos de las revistas femeninas del momento. Se decía en una de ellas, respecto a los pantalones:
“Ante la extensión de los pantalones femeninos (…) no puede quedarse el escritor sin señalar esta anomalía, este absurdo y esta aberración de que una mujer se vista a contrapelo de su naturaleza. Según este proceder podría aparecer de la noche a la mañana la moda de que los hombres salieran a la calle vestidos de mujer, con falda larga, peineta, rizos, abanicos, pinturas, pendientes, collares, anillos, dijes, falda ceñida, escotes por todos los ángulos, Vistiéndose de hombre, adquirirá la mujer los modos hombrunos, gestos, palabras, y hasta el tono de voz sonará en bronco”
Como a continuación veremos la pobreza creada en la autarquía fue un marco de violencia estructural que ejercicio una presión especial sobre las mujeres, dada su tradicional responsabilidad familiar en la provisión de alimentos. La victoria en la guerra civil no mejoro la vida en la retaguardia. Muchos pensaron que empezaba una nueva era ajena a las privaciones de la guerra, pero pronto se encontraron con que con la paz de Franco no llegó el «Pan del Caudillo», como decía la propaganda del momento, sino el hambre. La decepción no se hizo esperar, apenas un mes de finalizada la contienda, en mayo del 39, se estableció el racionamiento de productos básicos. Un reparto controlado que fijaba cantidades máximas de alimentos, ropas y combustible, entregadas a precio de tasa. Las cantidades que se podían comprar legalmente, eran casi siempre menores a las oficialmente establecidas. La adquisición de alimentos hacía imprescindible la inscripción en un censo de racionamiento, con la cartilla correspondiente. Para obtenerla, resultaba obligatorio mostrar un certificado de buena conducta firmado por sacerdotes, falangistas, militares o «gente de orden.» La fijación de precios oficiales provocó acaparamiento y un mercado negro alternativo muy inflacionado, por término medio los precios se situaban 2 y 3 veces por encima del fijado en la tasa. Los productores preferían vender sus productos en el mercado ilegal antes que entregarlos a los organismos de intervención: el Servicio Nacional del Trigo, y la Comisaria de Abastecimientos.
En consecuencia, la búsqueda de alimentos invirtió muchas horas diarias y el horizonte de la penuria se instaló en un panorama vital cotidiano hecho de colas de racionamiento y largas y pesadas caminatas para comprar alimentos en el mercado ilegal en las afueras y carreteras de acceso a las localidades. Las triquiñuelas para esconder las compras eran muy variadas. Con la llegada del invierno, la ropa de abrigo facilitaba la tarea; las gabardinas permitían ocultar harina en saquitos, las faldas de las mujeres: tocino en tiras. Los cochecitos de bebe llevados por las empleadas del hogar daban mucho juego y los niños se transformaban en ideales porteadores de todo tipo de alimentos. A pesar de la férrea vigilancia en trenes y transportes nada podía evitar el estraperlo de supervivencia. Muchas mujeres acudían desde las zonas rurales a los centros urbanos con sus productos para obtener pequeñas cantidades de dinero. Se arriesgaban a que las fuerzas de seguridad los incautaran, a la imposición de una multa o; si tenían antecedentes políticos; a ingresar en prisión. Otras, casi siempre viudas en condiciones de extrema adversidad, no veían más posibilidades para su familia que dedicarse al robo de cartillas, lo cual significaba su ingreso en prisión.
Este panorama de carencia creo las condiciones para que apareciese una forma de protesta infra política siempre protagonizada por mujeres, que casi nunca fue reprimida violentamente por las autoridades. Fueron frecuentes las protestas de las mujeres de agricultores por la entrega forzosa de las cosechas. No era extraño que grupos de cientos de mujeres acompañadas de sus hijos se congregaran ante los almacenes provinciales del Servicio de Trigo para evitar la salida del grano. Una protesta protagonizada por mujeres y niños era una táctica que cortocircuitaba los riesgos de un desafío directo, evitándose así una respuesta violenta por parte de las autoridades. En estos episodios de disidencia rural llevados a cabo por mujeres no existía nada que apuntara directamente contra el orden político de la dictadura, estas acciones colectivas buscaban salvaguardar las condiciones de supervivencia. Se ajustaban al papel tradicional de genero de la mujer como defensora de los intereses de la esfera doméstica, no podían ser reprimidas como las movilizaciones o huelgas llevadas a cabo por hombres. Fueron protestas fruto de una movilización ajena a cualquier referente ideológico. La sustancia de estos actos no es política, no estaban ligadas a demandas de libertad, o a intentos por subvertir el orden militar impuesto.
En la trama de este mercado ilegal tuvieron un protagonismo especial las mujeres de encarcelados, las viudas de represaliados y las víctimas de los castigos económicos impuestos por el Tribunal de Responsabilidades Políticas, victimas que encontraban en el estraperlo la manera de sacar a sus familias adelante. Si eran detenidas las desmesuradas multas impuestas por la Fiscalía de Tasas implicaban un pago inasumible para sus economías. Con ellas el régimen era fulminante: si no podían pagarlas les esperaba la cárcel. A las mujeres de los condenados por el Tribunal o por la Fiscalía no les queda más remedio que recurrir a los comedores de Auxilio Social para alimentar a sus hijos.
Pero la asistencia a esos comedores y a Hogares de Auxilio no estaba exenta de importantes contraprestaciones. En agosto de 1937 la Delegación Nacional de Auxilio creo la Asesoría de Cuestiones Morales y Religiosas. Sus asesores se distribuyeron por todo el territorio estatal. 160 sacerdotes cumplían las funciones de capellanes de Auxilio repartidos por todo el país. Cada provincia tenía un asesor nombrado por el obispo y unos capellanes a su cargo. Los capellanes actuaban de intermediarios entre la parroquia y los acogidos en los hogares y comedores para vigilar los hábitos religiosos que garantizaban la asistencia. Los problemas para encontrar personal femenino que atendiera gratuitamente, por vocación política, las instituciones de Auxilio, aparecieron tempranamente. En 1937, ya se habían observado dificultades en la provisión de personal para realizar estas tareas asistenciales. Es entonces cuando Mercedes Sanz Bachiller- la fundadora de Auxilio- a inspiración de lo que ya se había experimentado exitosamente en la Alemania nazi ; encuentra una solución. Se trataba de la creación de un Servicio Social Femenino. Según se estipulaba, las mujeres entre 17 y 35 años estaban obligadas a trabajar en los locales de AS durante 6 meses. Su cumplimiento era imprescindible para la expedición de títulos de habilitación profesional, participar en oposiciones, obtener empleo en las empresas de servicios públicos. El final de la guerra y la consiguiente necesidad de incorporar a las mujeres procedentes de Cataluña y Madrid, hizo inevitable la introducción de un período de adoctrinamiento. Entre 1940 y 1941 el Servicio se estructuró en dos partes, una primera fase de tres meses dedicados a formación teórica y un segundo trimestre de prestación obligatoria. Diariamente se hacían 6 horas de trabajo gratuito. Las ventajas económicas para Auxilio eran innegables: el Servicio Social permitía sustituir la anterior mano de obra asalariada por el trabajo no remunerado de las «cumplidoras». Pero las consecuencias fueron más allá de los beneficios económicos. Mediante el Servicio Social Femenino, el estado franquista reservó a la mujer un papel en la asistencia social basado en el discurso ideológico de la femineidad, resultado de trasladar al espacio público, los fundamentos de la cultura familiar católica, es decir: cuidado de los hijos, subordinación al marido, y transmisión de la moral religiosa. La novedad estribaba en el reconocimiento de una función estatal para el tradicional valor de género de la domesticidad. El control sobre las cumplidoras del Servicio Social corrió a cargo de Auxilio hasta que en 1939 sus funciones son traspasadas a la Sección Femenina. Dos secciones de Auxilio: la Oficina de Información y las Visitadoras gestionaban las solicitudes de asistimiento y hacían un seguimiento sobre la conducta religiosa, moral y política de las familias. Las funciones desempeñadas por estas visitadoras se explicaban en los siguientes términos: «se mueven por todos los barrios, llegan a todas las casas, estudian las necesidades, situación moral y familiar de los solicitantes y redactan informes cuidadosos. Las peticiones de asistimientos se dirigían a las Jefaturas de información social. Estas abrían un informe sobre la situación económica de la familia y trasladaban las solicitudes al Departamento Central de Protección a la Madre y al Niño. La petición de prestación se acompañaba con informes médicos pero la valoración final del socorro iba ligada al comportamiento moral de la familia, el cumplimiento de los preceptos religiosos y las costumbres sexuales de las madres. Estos aspectos se recogían en dos informes, uno social y otro parroquial. El social, redactado por las visitadoras, especificaba si la vida de las madres se ajustaba «tanto en su vida pública como privada» a las pautas de religiosidad católica. El informe parroquial investigaba la «legitimidad de los padres, si el niño estaba bautizado y el grado de práctica religiosa de la familia». Entre las tareas a realizar por la sección de información Social figuraba la localización de los «amancebamientos» existentes en las localidades. La vigilancia sobre la conducta no finalizaba con el inicio del asistimiento, continuaba posteriormente. Parte de los acogidos en los hogares falangistas se reintegraban el fin de semana a sus casas y las visitadoras debían efectuar una visita al mes a sus domicilios y cubrir una ficha sobre el comportamiento moral y los antecedentes políticos de los padres. Especialmente fueron tenidos en consideración los datos sobre la moralidad religiosa de las madres. De estos datos dependía la continuidad de la prestación. O la tutela y potestad sobre sus hijos. En 1944 una delegación de Auxilio decía lo siguiente sobre una petición de acogimiento:
“La madre tiene una niñita que anda perdida por la calle, tropezándose con un informe malísimo del párroco en relación a la madre, pues dice este señor que es una desgraciada que no cumple con el precepto pascual y tiene un hijo cada poco. (…) ¿Que hacer en este caso? Si se la coge, mal, sino se la coge será una golfa y al lado de su madre, con tan desastroso ejemplo, ¿que pasará el día de mañana?, mi opinión era quitarle la niña en definitiva para evitar que esa alma se corrompa y cuando se quiera salvar sea muy tarde.”
Las mujeres republicanas para reintegrarse a la vida social y poder ser acogidas por la beneficencia deberían canonizar sus matrimonios civiles, bautizar a los hijos y administrarles la primera comunión. Los bautismos y las celebraciones colectivas de matrimonios y primeras comuniones se hacían cada vez que las tropas “liberaban” – esa era la expresión propagandística- una ciudad «roja», convirtiéndose en un aparador en el que exhibir públicamente el triunfo sobre el ateísmo y la apostasía. En Madrid y Barcelona, centenares de niños fueron sometidos a estos rituales. El obispo de Oviedo, por ejemplo, presumía de haber cristianizado mil matrimonios y «bautizado en racimo» a varios miles de niños. Grandes reportajes de prensa y locuciones en radio se encargaban de darle publicidad a las ceremonias. Las ciudades elegidas para hacer los rituales bautismales; Alicante, Lleida, Barcelona, Madrid y Valencia, tenían algo en común; todas habían estado sometidas a la tiranía roja. Se reconquistaba para la Fe el territorio donde se había producido el despojo de los genuinos valores católicos.
La organización de estos espectáculos corrió a cargo del servicio propagandístico de Auxilio, en un trabajo conjunto con la asesoría de Cuestiones Religiosos. Para conmemorar, en octubre de 1939, el tercer año de la fundación de Auxilio se hizo una misa gigantesca en la madrileña Iglesia de San Francisco el Grande: se impartió la primera comunión a 4.000 niños. Una gran cruz de 98 metros de altura presidia el altar y 500 cumplidoras del servicio social colaboraron en su realización. Terminado el ritual los niños, rigurosamente uniformados, fueron trasladados al Palacio de Exposiciones del Retiro en una caravana de camiones. Durante el trayecto por las calles se les obligo a cantar el Cara al Sol, mientras el público asistente a su paso, les saludada con el brazo en alto. El reportaje del bautizo colectivo de niños en Vallecas en agosto de 1939 fue publicado en «Informaciones», «Madrid», «El Alcázar» y «Arriba», con el significativo título de «Más niños para Dios y España». Especial cobertura gráfica recibió la primera comunión de 1.500 niños en la catedral de Barcelona.
Estas ceremonias formaban parte del discurso político para reconstruir la clave identitaria de la nueva comunidad. Los niños sacramentados fueron usados por la propaganda como un símbolo de la renovación religiosa. La puesta en escena de la niñez recatolizada representaba la ruptura con el pasado inmediato y el nacimiento genuino de un nuevo estado, de una «Nueva España» que ponía fin a la república de los «sin Dios», de una comunidad nacional que recuperaba la compenetración entre lo religioso y lo político. El periódico falangista Arriba lo explicaba así: «Estamos en la gran infancia dichosa, victoriosa, de un Estado nuevo, de una Patria resucitada, de una historia rejuvenecida».
Cuando nos alejamos de la dramaturgia de los actos de propaganda político religiosa y nos adentramos en los espacios carcelarios, nos encontramos con otra realidad, también propagandística, estrechamente relacionada con el hambre y las costumbres religiosas manejadas como herramientas para doblegar la voluntad de la mujer. La mortalidad por hambre y enfermedades se enseñoreo durante los años 40 en las cárceles franquistas. Se cebó especialmente en los niños que convivían con sus madres. El ofrecimiento de alimentos fue un elemento de coacción usado con las madres republicanas encarceladas para forzar la administración de sacramentos. Las madres recibían más comida para los hijos recién nacidos en prisión si accedían a su bautismo. La celebración del rito se hacía pública en la prensa, si se trataba de progenitores de cierta significación izquierdista. Las mujeres eran presionadas por los directores de la prisión y si el empeño no resultaba se complementaba con la acción de las mujeres de Acción Católica. El mensaje estaba claro: ¡que poco tardan las «rojas» en renunciar a sus principios! Esta cuestión es importante porque nos ayuda a comprender la función propagandística de estos ritos bautismales: se trataba de cobrarse la pieza «difícil» de una madre republicana renunciando a las señas de identidad de la izquierda laicista. Con estas noticias se hacía público el abandono de los atributos éticos propios de la militancia de izquierda, como eran la voluntad de resistencia y la cohesión entre ideología y conducta.
La autarquía fue bastante más que un programa económico, fue además un producto ideológico y cultural. La autarquía se asoció con la ayuda de la Iglesia a una interpretación espiritual del castigo derivado de una culpa. La escasez material, el hambre y la pobreza, redimían del pecado y contribuían al resurgimiento moral de la nación. La idea cristiana de que solamente el dolor y el sacrificio podían proporcionar la salvación jugó un papel de lenitivo para hacer tolerable las desdichas de la autarquía. En la inmediata posguerra se restauró un conjunto de actos religiosos masivos: coronaciones marianas, procesiones, congresos eucarísticos, levantamiento de monumentos al sagrado corazón, Si hubo dentro de ese conjunto una piedad de masas que condensó este estado de cosas, esas fueron las Misiones Populares. Las Misiones fueron un fenómeno que; dadas sus dimensiones temporales, su proyección social y su poder para hacer depender de ellas el resto de las actividades; solamente podemos calificar como totalitarismo religioso. Las Misiones se preparaban con un enorme despliegue propagandístico de octavillas, carteles y predicaciones. Sin fechas fijas en el calendario, la duración era muy variable, de una semana a un mes y frecuentemente terminaban en conversiones públicas y canonización de matrimonios civiles. Intervenían todas las parroquias de la ciudad o localidad. Para amplificar su repercusión se manejaban todos los medios de difusión disponibles; prensa, radio, carteles y octavillas arrojadas desde avionetas. La decoración religiosa se extendía por escaparates de tiendas y tranvías, paredes de locales parroquiales, escuelas y cuarteles. Teatros y fábricas se cubrían con imágenes y cuadros, medallas, escapularios y recordatorios. Se instalaban grandes cruces luminosas en torres y lugares céntricos. Las Misiones duraban todo el día, incluían rosarios de la aurora y, rosarios por España por la mañana. A altas horas de la madrugada, entre 4 y las 5 de la mañana, salía un sacerdote rezando el «santo rosario» por las calles de la ciudad hasta el amanecer. Detrás, en dos filas separadas, mujeres y hombres —nunca mezclados— portando faroles y cirios. La tarde se ocupaba con pláticas, sermones y experiencias piadosas de la muerte en el interior de las iglesias. La temática de estos sermones giraba en torno al arrepentimiento, el pecado, el infierno y la muerte. La noche se reservaba para hacer vía crucis penitenciales con grandes masas de hombres portando pesadas cruces, vigilias y autos de fe en los que se quemaban libros, revistas y fotos pecaminosas. Las confesiones, en este ambiente de metanoia colectiva, eran abundantísimas: el Juicio Final y la idea abrumadora de la muerte, hacían milagros. Las conversiones conseguidas se publicaban en las paredes de los templos con la fecha de la Misión. Los actos de los últimos días reunían a la totalidad del vecindario en delirantes confesiones y comuniones multitudinarias. Las Santas Misiones eran oportunidades para oficiar canonizaciones de uniones civiles; bautizos y primeras comuniones de adultos. Las mujeres de los republicanos huidos, encarcelados y sus hijos fueron sacramentadas en actos públicos. Acción Católica era la organización encargada de ir tomando nota de todos los casos de inmoralidad conocidos y los boletines de los obispados hacían balance estadístico de las «misionadas»: ese era el nombre con el que eran recogidas sus identidades en los archivos de las diócesis. Pero para esta cuestión y otras sobre la función de la iglesia en la dictadura, los archivos diocesanos están cerrados a cal y a canto a la investigación y son- como hace no mucho decía un historiador gallego- los auténticos y verdaderos archivos secretos del Vaticano
Texto de la conferencia pronunciada el 28 de noviembre de 2019 en la Facultad de Comunicación de la UCLM organizada por el SPEC (Seminario Permanente de Estudios Contemporáneos) y Ángel Luis López Villaverde.
(*) Lucio Martínez Pereda es autor de los siguientes libros: La depuración franquista del Magisterio Nacional en el norte de Zamora 1936-1943 (2008); Propaganda, mobilización e cerimonias político relixiosas en Vigo durante a Guerra Civil (2011); Medo político e control social na retagarda franquista (2015) finalista del Premio da Crítica Galicia 2016; El pan y la cruz. Hambre y Auxilio Social durante el primer franquismo en Galicia (2017)
Origen: Memòria Repressió Franquista.: Mujer y violencia política de género en el primer franquismo.